Este es un país lo suficientemente godo como para que el rock no pegara con la fuerza que lo hizo en otras partes del continente. Si no fuera por Andrés Caicedo en Cali, que le pedía a Rosario (su hermana preferida, la única que lo entendió), los discos de los Rolling Stones, nunca hubiéramos escuchado en este platanal el riff endemoniado de Keith Richards. Acá, a mediados de los setenta, lo único que escuchaban los jóvenes eran Los Graduados, el Burro Mocho, Lizandro Mesa, La Billos y Melódicos. Los intentos de hacer un rock propio, nacional, naufragaron en los gloriosos fracasos de bandas como Los Speakers, Los Yetis, Génesis quienes no pudieron consolidar sus carreras como músicos porque no era serio pensar, a finales de los sesenta, en que uno pudiera ganarse la vida en Colombia siendo un músico de rock.
Yo tenía 10 años en 1988 y por el Círculo de Lectores pedía los LP de Los Prisioneros y Hombres G, rockcito blando para un niño gordo e inofensivo. Sin embargo las amigas de mi mamá le decían que si yo con el dedito echaba el disco para atrás en el tornamesa, justo en una canción tan fresita como Temblando, iba a aparecerme la voz del diablo aconsejándome usar un cuchillo de cocina y matar al perrito y a toda la familia.
Ese mismo año uno desde la provincia veía con envidia como Jimmy Salcedo invitaba al Concierto de Conciertos en el Campín. Era la aprobación social del rock como género. El viernes 16 de septiembre de 1988 se presentó un cartel que hoy puede sonar ridículo, que difícilmente podría asociarse con el rock, pero que llevó, ese fin de semana, la friolera de 50 000 personas a escuchar a José Feliciano, Compañía Ilimitada, Pasaporte, Timbiriche (Con Thalía incluida), Toreros Muertos y Miguel Mateos entre otros. Fue un escándalo. Periodistas deportivos respetables como Iván Mejía y Carlos Antonio Vélez se rasgaron las vestiduras porque los marihuaneros rockeros iban a acabar con la cancha. El Tiempo, en su godarria perpetua, tituló en primera página “Se fumaron hasta la gramilla”.
Además estaba la violencia, la maldita violencia. En Medellín el rock se volvió algo completamente underground. Bandas metaleras como Masacre, Blasfemia o Reencarnación tenían que hacer sus conciertos en sótanos. Era mal visto, en una sociedad completamente traqueta, tener tatuajes grises en los hombros, pañoletas en la cabeza y hacer canciones desesperanzadoras que invocaban al suicidio. Además, a muchos de los integrantes de la escena rockera, los grupos de sicarios los fueron absorbiendo o aniquilando. Pablo Escobar, desde sus caletas desperdigadas en la ciudad, veía con malos ojos a los rockeros. Le parecían ateos, drogadictos, satánicos. Iban en contra de su convicción y los empezó a perseguir.
Uno de los pocos lugares donde se podía escuchar música en Medellín era el bar New Order en la frontera con Envigado, territorio del Patrón. En sus múltiples viajes Carlos Acosta, dueño del lugar, fue trayendo discos exóticos, inencontrables, de grupos completamente desconocidos en esa época. Gracias a él se escuchó por primera vez a Depeche Mode, a The Cure, a Elvis Costello o a Radio Futura. Los jueves, después de las ocho de la noche, llegaban Víctor García, líder de la banda Nash, Elkin Ramírez, la voz inmortal de Kraken y Juan José Lopera, quien unos años después crearía Estados Alterados, el primer grupo colombiano en poner un video en MTV. Llegaban a llenarse de vanguardia.
Gracias a Carlos Acosta, dueño del bar New Order en Medellín,
se escuchó por primera vez a Depeche Mode,
a The Cure, a Elvis Costello o a Radio Futura
El parche empezó a calentarse. El ejército y la policía, alarmados por la cantidad de mechudos degenerados que agolpaban al lugar, hacían redadas, golpeaban a los clientes. Requisaban. Si encontraban un porro, mandaban a cerrar el lugar. Si la música estaba muy alta, clausuraban. La policía y el ejército, en la Medellín de los años ochenta, también le pertenecían al Patrón. Todo era del Patrón de patrones quien ordenaba hasta que música tenían que escuchar los paisas bien. Escobar no quería sitios de viciosos. En Medellín se podía matar a un niño de cinco años para no dejar testigos pero no meterse una raya de perico mientras se escuchaba a Joy Division.
Una mañana Carlos Acosta llegó a abrir su bar y desde atrás se le apareció el Tuso, uno de los más temibles sicarios de Pablo Escobar a dejarle claro que las puertas iban a quedar cerradas para siempre. Era julio de 1989, tan solo unas semanas antes de que el paramilitar Henry Pérez disparara sobre Luis Carlos Galán en la plaza de Soacha. El país se desangraba y el rock se apagaba.
Treinta años después, aunque ya han tocado en el país todos, desde U2, hasta los Rolling Stones, pasando por Paul McCartney, el rock nunca caló. En Medellín, aunque aún sobreviven bares como Berlín en donde todavía se dejan escuchar los viejos clásicos de Juanita Dientes Verdes o Los Árboles, el rock ha perdido la batalla contra el reguetón y el vallenato, como si a la muerte de Pablo Escobar le hubiera sobrevivido la maldición de su sicarial gusto, como si la muchacha del servicio se hubiera vuelto la dueña de la casa.
CODA Parte de esta información la encontré en el libro La causa nacional, historia del rock en Colombia de Jacobo Celnik, editado por Aguilar.
Los jueves, después de las ocho de la noche, Elkin Ramírez, la voz inmortal de Kraken, llegaba al bar de Acosta a llenarse de vanguardia
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