Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, la Armada Imperial Japonesa creó una unidad especial de pilotos que tenían una sola labor: impedir que las embarcaciones enemigas llegaran a sus costas por el Océano Pacífico, a costa de su vida. Para su misión suicida, estos hombres pilotaban aviones cargados con 250 kilogramos de explosivos y se estrellaban deliberadamente contra las embarcaciones del otro bando, con la intención de destruirlos, hundirlos o averiarlos tan gravemente que no pudieran seguir su curso hacia territorio japonés. A esos pilotos suicidas japoneses se les conoce como kamikazes.
La idea que fue la piedra angular sobre la que se crearon los kamikaze, la de suicidarse para atentar contra los enemigos, ha sido repetida varias veces en la historia, pero quizá las emulaciones más recordadas fueron las ocurridas el 11 de septiembre de 2001 contra diferentes edificaciones estadounidenses, en una serie de atentados terroristas atribuidos a la red yidahista Al Qaeda, que secuestraron cuatro aviones, dos de los cuales estrellaron contra las Torres Gemelas, en Nueva York, y uno más contra El Pentágono, en Washington. El cuarto avión, que tenía como objetivo el Capitolio, en Washington, no llegó a su destino y terminó estrellándose en un campo abierto en Shankville (Pensilvania), luego de que los terroristas perdieran el control de la cabina en una pelea con los pasajeros. El saldo final de los atentados fue de 3.016 muertos.
Pero, mucho antes de eso, a finales de la década de los 80, Pablo Escobar lo intentó también para atentar contra la vida de quien fuera su peor enemigo en ese momento: el general Miguel Alfredo Maza Márquez, director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), que funcionó hasta 2011 y cuya labor principal por ese entonces era capturar o acabar con la vida del jefe narcotraficante del Cartel de Medellín, que por esa época solo tenía una cosa en mente, que no lo dejaba dormir tranquilo: evitar la extradición a toda costa. Por eso creó el grupo de Los Extraditables, conformado por los capos más poderosos del narcotráfico en la época, quienes ejercían presión contra el gobierno para evitar que los juzgaran por sus crímenes en Estados Unidos. Por eso decían constantemente, a manera de lema, que preferían una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos.
En medio de la guerra para evitar la extradición, en la que Escobar y los otros narcos ya habían realizado atentados como el hecho en contra del Boeing 721-21, en el vuelo 213 de Avianca, que causó la muerte de 107 personas, el 27 de noviembre de 1989. Pocos días después de ese atentado, Escobar supo que Maza Márquez tenía su oficina en un noveno piso, lo que era un ambiente propicio para atentar contra su vida y quitarse de encima un problema con nombre y apellido que ya había descubierto una bodega frente a las oficinas del DAS en Bogotá, en la que el Cartel de Medellín había plantado 3.000 kilos de dinamita, lo que fue un duro golpe para la red narcotráfica de Escobar.
Escobar le encargó la misión a Jhon Jairo Arias Tascón, alias Pinina. Uno de sus hombres, con el indolente ingenio de muchos terroristas, se le ocurrió una idea macabra: usar kamikazes para estrellar un avioneta repleta de dinamita contra la oficina de Maza Márquez —que estaba blindada y era un completo búnker— y acabar con su vida. Sin embargo, ¿quién sería capaz de pilotar la aeronave y acabar con su vida? Escobar encontró la solución: enfermos terminales sin nada que perder y dispuestos a dejarles a sus familias una fuerte suma de dinero, que les mejoraría la vida y le daría sentido a la suya, haciendo algo útil antes de morir.
Aunque encontraron al pobre humano con los días contados para realizar el ataque, no contaron con que el kamikaze no sabía pilotar un avión y el tiempo era muy corto para capacitarlo. Las horas los apretaban, por lo que tuvieron que recurrir a un plan B: camuflar un bus con los logos de la empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, con 500 kilos de dinamita traídos desde Ecuador y adecuado con un refuerzo en su chasis para soportar el peso. El 6 de diciembre de 1989 (hace exactamente 30 años), a las 7:32 a.m., estrellaron el vehículo contra la oficina del DAS, dejando 63 muertos y 800 heridos, edificios enteros destruidos, dentro de los que se cuentan 215 juzgados, 70 oficinas de la Fiscalía y 15 bancos en Paloquemao. Sin embargo, y a pesar de todo el daño causado, Escobar no logró su objetivo y Maza Márquez seguía con vida porque salió del edificio minutos antes del atentado y la gente lo veía como un héroe que se enfrentaba contra el Narcotráfico.
Sin embargo, con los años la popular imagen de héroe que tenía el general mutó a la de villano cuando se supo que uno de sus agentes de confianza, Jacobo Alfonso Torregrosa Melo, le facilitó el camino al sicario Jaime Rueda, para que asesinara al candidato presidencial Luis Carlos Galán, en un acto político realizado en Medellín, el 18 de agosto de 1989, pocas semanas antes del atentado contra el DAS. En 2016 la justicia lo encontró culpable de la muerte de Galán y la Corte Suprema lo sentenció a 30 años de prisión, desde donde él sigue jurando que es inocente. Escobar sonreiría por semejante ironía.