A veces a Dany Hoyos le toca subirse al escenario con una tristeza que le carcome el alma. Como Pagliacci, el payaso triste, tiene prohibido llorar. Es la abulia que lo persigue desde que era un niño del barrio Castilla de Medellín, la ciudad donde nació en 1977. En los ochenta tenía que salir a ganarse la vida vendiendo comida puerta a puerta. Cuando esto no funcionaba entonces recurría a su gracia infinita. Cobraba por chiste y le decía a su público, siempre exiguo, que por hacerlos reír les regalara una empanada y una gaseosa. Era un niño gordito y silencioso, casi introvertido, que explotaba cada vez que alguien le daba la oportunidad de ser él. Eran tiempos difíciles. A punta de plata Pablo Escobar convertía a los muchachos de las comunas de Medellín o en sicarios o en cadáveres. Benny, su mejor amigo, cayó víctima de las balas. Su único consuelo fue el teatro. A los seis años entró al grupo de teatro del barrio. Lo hacía no tanto por el amor a la actuación sino para darle rienda suelta a su narrativa, a la capacidad innata que tenía de contar historias.
En el colegio la lectura de Salgari y otros clásicos infantiles lo fue sacando de la dura realidad. Eso y la música, sobre todo la salsa. En el estudio que tiene Dany Hoyos en Bogotá, al lado de sus libros, está una foto de Hector Lavoe como si fuera un santo. Sin embargo la consagración vendría en el parque recreativo Tutucan en Rionegro Antioquia, una especie de pueblo imaginario, una plaza en donde los más incipientes humoristas empezaron sus carreras. Allí hacía las delicias del público con sus imitaciones de Cristina Saralegui, la célebre presentadora de origen cubano y estrella de Univisión en la década del noventa, o apartes del famoso Testamento del Paisa, un clásico de la picaresca de Antioquia. Entonces le ofrecieron un programa en Telemedellín.
El show de Suso arrancó hace una década llenando el Pablo Tobón Uribe, el emblemático teatro. Eran llenos tras lleno. Era una fiebre que se multiplicaba en toda la ciudad y el voz a voz convirtió a Suso en un fenómeno. Era embolador como Heriberto de la Calle pero era mucho más que eso, era un hombre que usaba su desparpajo, ese que Dany nunca tuvo, y lo transformó en una gracia salvaje, indomable. Sus críticos más acérrimos y recalcitrantes lo acusaban de copiar su personaje del de Jaime Garzón. Pero en el fondo no tienen nada que ver. El personaje de Hoyos es más cercano a Don Chinche que a De la Calle y su interés no deja de ser otro que el de entretener.
Sin embargo esa depresión, esa enfermedad que él llama por su nombre, el de abulia, le quita las ganas de hacer cualquier cosa, sobre todo de subirse a un escenario y hacer su show. La sensibilidad le nace del alma, por eso, ante cada recuerdo, sus ojos se ensanchan de lágrimas, como si siguiera siendo el mismo muchacho que tenía que contar chistes para no morirse de hambre. Dany descansa de la frivolidad de la televisión volviendo a sus autores favoritos, Isabel Allende, Tolstoi, Eco, y lo hace a partir de una reflexión tranquila y mesurada, lejos de cualquier tipo de amaneramiento y pretensión. Por eso, mientras estudiaba literatura en la Universidad de Antioquia, creó un espacio en Instagram llamado Venga y hablemos que tiene miles de seguidores.
La literatura para Dany es mucho más que un placer intelectual, es otra válvula de escape por donde desahoga su tristeza, esa que lo persigue desde que era un niño, esa que una vez estuvo a punto de hacerlo tirar de un piso 16 cuando, una oportuna llamada de su abuela, le quitó la tentación de lanzarse al vacío.
