En diciembre del año pasado, estábamos en un serio problema de ocupación del espacio público: el puente de la Avenida El Dorado con Boyacá estaba siendo ocupado por cambuches de recicladores, en su mayoría, población migrante venezolana, que llegó al sector por la misma razón de los 2 millones que ya hay en Colombia, que es sobrevivir a una dictadura. Decía entonces que estábamos ad portas de un nuevo Bronx en Bogotá.
Cuando empezaron a entrarse a los jardines de las casas del sector prendimos la alerta. Ya no solo era la solidaria entrega de comida y agua, sino que se volvió una obligación darles el espacio para dormir y pasar la noche. La incomodidad para los vecinos pasó a ser una percepción de inseguridad cuando se empezaron a presentar eventos de robo, atraco y drogas. Los cambuches albergaban niños, mujeres y mascotas, y eran convertidos en casas rodantes con colchones dentro de las ruedas y bicis obtenidas quien sabe cómo.
La queja se elevó a la JAC de la localidad. Nos reunimos con el CAI y entregamos toda la información audiovisual, lograda en un mes de recorrido y seguimiento con la evidencia de un fenómeno que inundó al barrio en ese mes. Acudimos al Concejo de Bogotá para presionar a las autoridades para realizar el desalojo era el objetivo principal.
Durante esos días, los vecinos empezaron a hablar y a contar la afectación en la comunidad por la presencia de los migrantes recicladores, con unos relatos escabrosos: temas de consumo de droga, prostitución, microtráfico y robo, además de haber convertido el caño de la 26 en un "centro de negocios" de compra de oro, de llegada a altas horas de la noche de camionetas de alta gama a comprar droga, y de población flotante que debía pagar $2000 por entrar a meter o $5000 para consumir droga y quedarse la noche. Algunos vecinos intentaron poner cámaras y los amenazaron; otros tuvieron que irse del barrio y dejaron sus casas desocupadas, que fueron aprovechadas por los vándalos para entrar y robar hasta los grifos de los baños.
Ese sombrío panorama es consecuencia de un proceso social que empieza con la ocupación del espacio público, y no se sabe dónde termina. En el Concejo de Bogotá, varios cabildantes escucharon nuestra queja. Hoy, luego de gestionar con todas estas autoridades, lo logramos. Desalojaron el lugar y la gente ya puede transitar sin miedo y ya no hay olor a drogas. Pero seguramente el problema se trasladó de sitio y eso nos tiene preocupados. Ser recicladores le da el derecho al trabajo y son apoyados por empresas y fundaciones que incluso, en esa situación de ocupación, promovieron almuerzos comunitarios en los lugares y llevaron toldas, ollas y comida para asegurar la estacionalidad de las familias ocupantes.
De la denuncia realizada se han derivado propuestas: la utilización de lotes que hay en la localidad para reubicarlos; aprovechamiento de los puentes e intervención para ubicación de proyectos productivos o lo que sea para que su libertad no sea para aprender a delinquir.