Eran las 7.30 de la mañana, me encontraba en la vereda de Cartagenita, cerca de Facatativá. De madrugada había estado lloviendo, empantanando esta jornada, como muchas otras de octubre. Estaba a punto de entrar a un sitio por el que, hace ya 30 años, había pasado todo un circo de franceses, colombianos, algunos brasileños y gentes variopintas de todas las nacionalidades. Los talleres férreos de El Corzo no eran más que un campo santo de lo que eran los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, Ferrovías y varias entidades por las que ha pasado de manos. Aun así, tenia la esperanza de encontrar algo, en donde me dijeron que no encontraría nada.
FNC, Mano Negra, Manu Chao, Royal Deluxe, Nantes, Melquíades, Macondo... Eran esos nombres que rondaban en mi mente mientras sentía el silencio de un lugar que antes debía ser un taller activo y viviente.
La vía por donde estaba el acceso principal era una trocha sin mantener que se dirigía a uno de los muchos barrios de invasión que hay en el país, las garitas donde antes se resguardaban los talleres se encontraban igual de abandonadas que ese paso de trocha. Estaba esperando a otros compañeros para realizarle una entrevista a quien está encargado de los talleres. Entretanto, comencé a entablar una conversación con el celador que me iba a dar el ingreso, Lancheros era su apellido. Como toda charla, uno tiende a empezar por el clima, pasamos a hablar de los talleres, si iban a realizar maniobras (osea, cuadrar con pequeñas locomotoras los vagones para las más grandes), él era “buena gente”. Pero ¿qué me llamaba a tal lugar? Del cual conocía unas cosas sobre su construcción, el por qué en este lugar y también el por qué de su abandono. Aunque me tramaba todo eso, mi razón para pegarme una madrugada hacia allá se debía a un libro, una crónica, Un Tren de Hielo y Fuego, que fue armado aquí por los sueños, el sudor y las lágrimas de varios franceses y colombianos. Partieron el 15 de noviembre de 1993, un poco a ciegas, y sin saber qué les esperaba en Santa Marta y más allá.
Mi amor por los trenes que este país tuvo, pero que por mi corta edad nunca pude ver, se valía de rieles oxidados, unas locomotoras varadas y una gran cantidad de interrogantes del ¿Cómo sería? (La cual era la misma que tenían hace tres décadas los organizadores del Expreso del Hielo). Cruzar este país desde el centro hasta el Caribe, trayendo cultura, arte, teatro, rock, tatuajes y un espectáculo efímero, era lo que buscaban lograr quienes buscaron hacer realidad ese viaje la Colombia de los 90’, donde la esperanza estaba escasa. Lo lograron, no como lo esperaban (ni con todos los integrantes, de casi 100 personas que salieron de El Corzo, a él volvieron nada más que unas 40), pero marcaron la vida de quienes decidieron seguir con el show, sin hacerle caso a los descarrilamientos, los encuentros malucos la falta de dinero y la precariedad de ese tren que se movía más por pura suerte que por técnica.
Ya, a sus casi 30 años de haber rodado por la antigua línea del “Expreso del Sol” muchos ni siquiera saben que pasó, que si les dicen que un tren, botando candela y haciendo que nevara, llegaba a lugares como Barrancabermeja, Gamarra, Bosconia, ofreciendo un espectáculo gratuito que en Europa pagarían fortunas, dirán que es una leyenda urbana, un cuento digno de un realismo mágico más apegado a la segunda que a la primera palabra ¿Será así? Entonces esa crónica queda en nada más que una buena historia ¿Seguro? Porque todo lo que he alcanzado a ver en ese lugar, no fue nada más que un montón de chatarra abandonada, pernos oxidados, máquinas sin dueño y puertas desvalijadas de los vagones puestas como la principal del taller.
Haber tenido esa experiencia, por más mundana que le pareciera a mis compañeros, era algo que me hacía sentir realizado, ingresar a un lugar que, aun debiendo estar a nuestro servicio, se oculta ante los ojos de la nación y de su trágica historia ferroviaria.