Cuando Luis Ospina intentó salvar a Andrés Caicedo, el amigo que no se podía salvar

Cuando Luis Ospina intentó salvar a Andrés Caicedo, el amigo que no se podía salvar

El escritor caleño que estaría cumpliendo hoy 70 años encontró en el cineasta un protector en los momentos más difíciles. Así lo recuerda Rosario Caicedo

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septiembre 29, 2021
Cuando Luis Ospina intentó salvar a Andrés Caicedo, el amigo que no se podía salvar

La historia que el lector encontrará en estas páginas la he deseado escribir desde el día que Luis Ospina murió. Dos años hace y cada día prácticamente he querido sentarme a escribir este cuento y no he podido. La vida, literalmente, la vida y las muertes y las casi muertes y los accidentes y una muy delicada salud no me lo han permitido.

Aunque el día de su muerte, sosteniendo el teléfono para oír del amigo más cercano a Luis la triste noticia, fue él, Sandro Romero, quien se encontraba al pie del cuarto mortuorio del hospital ,el que escuchó por vez primera esta historia. Una historia de amor y generosidad de la que yo fui testigo hace casi cincuenta años. Una historia que merece contarse como lo es todo acto hermoso y noble. Una historia cuyos detalles han permanecido tan vívidos en mi existencia como esa calurosa tarde del siglo pasado en un Julio del año 1973.

Al poco tiempo de la muerte de Luis viajé a Colombia y pude abrazar a su luminosa y amada compañera Lina González y contarle la historia. Las dos con nuestras manos entrelazadas en un restaurante demasiado bulloso, demasiado lleno de la desesperante alegría de una muchedumbre joven llena de vida. El mundo y los restaurantes de antes del 2020…

Poco a poco en ese intenso viaje fui contando la historia entre los buenos amigos y siempre oía el mismo consejo: “Rosario, escribe esto, ¡escríbelo!”. Y yo con todo el deseo de hacerlo hasta que el mundo literalmente, se partió en dos. La pandemia mundial llegó y mi propia pandemia de salud fue diagnosticada prácticamente el mismo día en que los médicos empezaron a cerrar las puertas de sus oficinas y se metieron en los computadores. Fue en esta misma pantalla donde se me explicó la rarísima enfermedad de mi sangre: la razón por mi cansancio y debilidad de meses. La razón por la cual la última vez que vi a Luis Ospina en agosto del 2019 pensé que me sería imposible subir las escaleras para llegar a su apartamento. La razón por la cual me senté por unos minutos para “coger fuerza”. La causa del porque mis piernas parecían de plomo: meses después la extraña explicación: mi sangre, demasiado espesa estaba produciendo un excesivo número de plaquetas. Mi sangre, fuente de vida, envenenándome. Mi sangre, toda una metáfora…

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Ultimo encuentro de Rosario Caicedo, Sandro Romero y Luis Ospina en su apartamento de Bogotá en agosto del 2019

Recuerdo claramente que cuando estaba viendo al especialista en la pantalla, con sus diplomas en la pared y su corbata de color sobrio, el doctor con apellido de doctor, tratando de explicarme lo inexplicable y dejándome saber de posibles tratamientos, yo pensé en lo que hubiera dicho Luis, ya muerto, de mi nueva enfermedad, una enfermedad con un nombre tan extraño, siendo anunciada como si fuera una película. Una de sus películas. Él, el cínico humorista por excelencia, el inventor de tantos ingeniosos juegos de palabras, hubiera encontrado alguna manera de hacerme reír: “Sangre de tu sangre, Rosario. ¿Qué esperabas después de todo lo que ha sucedido durante estos años? “Algún chiste macabro me hubiera contado, alguna mención de la literatura gótica y demás…

Luis y yo teníamos varias cosas en común: nacimos en la misma ciudad de Cali con un año de diferencia. Él, un año mayor que yo, se convirtió, por amor al cine, en el gran amigo de mi hermano Andrés Caicedo. Y a través de los años, por amor al cine y a Andrés y por ser de una gran lealtad y complicidad con amigos muertos y vivos, Luis formó parte de mi vida de una manera hermosamente amorosa e intensa. Hasta el día de hoy, ya muerto. Porque también fue el temor a la muerte y a las enfermedades en común, dos de los elementos que también nos unieron. Luis y yo enfermos de cáncer. Yo primero y él después… Rosario y Luis de malas: con mala salud. Debiluchos. Temerosos. Desde chiquitos. Con la espada de Damocles – “¿O no será la espada de Colombia?”, me dijo Luis un día—apareciéndose sin ser invitada, en los peores y en los mejores momentos.

Luis y yo por teléfono o en persona compartiendo extrañas experiencias médicas. Como no recordar una de las largas llamadas en el último año de su vida cuando me describió el dolor constante que lo afectaba: “Este dolor que me empapa y me amarra”, me dijo. Y añadió: “pero el cine me saca y el cine me desamarra”, y después de esas palabras, su risa. Esa risa tímida, burlona y diáfana que todavía me hace reír a solas. La risa del muerto que amaba reírse…

Antes de conocerlo yo personalmente, ya Andrés me había hablado de él: “Te imaginas, Rosarito, estudia cine en Los Ángeles y ha visto tantas películas que yo quisiera ver”….ese fue el comienzo del diálogo que nunca se terminó entre Andrés y Luis. Cuando yo lo vi por primera vez en el año de 1971 en mi pequeño apartamento de recién casada de la Avenida Sexta de Cali, Luis Ospina parecía estar en algún sitio que no era Cali. Que no era Colombia. Se hubiera visto a su gusto, pensé yo, en un ya antiguo mayo del 68 en Paris o en la California del summer of love. Definitivamente distinto a los otros tantos amigos de Andrés. Distinto a todos nosotros.
“Mucho gusto, Rosario”, me dijo, y solamente con oír su voz y verlo me di cuenta de su timidez innata. Algo que él y Andrés tenían en común, pero que Luis sabía disimular mejor…

Recuerdo sentarnos por unos breves momentos: Andrés y él en un pequeño sofá y Luis comentar que era una buena seña el que cada uno de nosotros tuviéramos que usar anteojos: “Así podemos decir como el lobo a Caperucita: ¡Para verte mejor”!! Y los dos soltaron una extraña carcajada que yo no pude entender y mi seriedad los hizo reír aún más.

“Nos vamos para cine, Rosarito”, dijo Andrés, y los dos bajaron las pequeñas escaleras del edificio como si estuvieran listos para empezar una carrera.

Este cuento, esta historia es una de las tantas carreras que Andrés Caicedo y Luis Ospina emprendieron juntos.

II
Though I have forgotten half my life I still remember this…..
Leonard Cohen. Night of Santiago

Sucedió en el mes de Julio de 1973 en Cali Colombia. Hace casi medio siglo. Para los seguidores de la vida y obra de Andrés y Luis, el viaje a California de Andrés Caicedo es un hecho conocido. El joven escritor, desesperado por salir de su ciudad decide emprender un viaje a Los Ángeles, California, para vender unos guiones de terror escritos en español y pésimamente traducidos al inglés por quien esto escribe (yo no llevaba ni siquiera un año viviendo en Estados Unidos y mi inglés no era el mejor…) pero así y todo, con los guiones traducidos y con la desesperada esperanza de quien quiere empezar “ una nueva vida que me de unos años más. Con diez me contento”, mi hermano viajó a Los Ángeles a buscar al director Roger Corman para vender sus guiones de terror y volarse de la ciudad “que espera y no le abre la puerta a los desesperados”. Fue Luis quien le dio información sobre la ciudad de Los Ángeles. Luis quien le dio nombres de contactos y de sitios a donde ir. Fue Luis quien lo trató de ayudar. Siempre.

Como los lectores se pueden imaginar, el viaje fue un fracaso desde su principio hasta su final. Yo, quien lo puso temerosamente en el avión a California desde Houston, oí a los pocos días las palabras que lo decían todo: “Rosarito, no hay muchos ángeles en Los Ángeles”. Y fue durante esas semanas de soledad, fracaso y hambre que Andrés Caicedo escribía carta tras carta a Luis y a sus amigos y a sus padres, explicándoles el pequeño infierno en que estaba viviendo. Semanas en que a duras penas tenía unos pocos dólares para comer y pagar un horrible cuarto en Alvarado Street. Semanas en las que supo que sus guiones fueron rechazados. Semanas en que empezó a crear a María del Carmen Huerta. “Mi señorita Frankenstein”, la empezó a llamar en sus comienzos. “No vaya a ser que la electrocute antes que se pueda levantar para empezar a bailar”, me dijo un día, en esas atormentadas llamadas desde un teléfono público. “Lo único que veo en esta Alvarado Street son zombies drogados y putas hablando español”.

Las noticias precisas que Luis y yo teníamos cuando nos encontramos de nuevo en Cali en Julio de 1973 eran las siguientes: Andrés estaba en muy mala situación emocional y económica. Acababa de recibir la carta de rechazo a sus guiones. Yo, que había viajado a Cali desde Houston a ver a mi familia, se suponía que debía entregarle a Luis mi copia traducida de los guiones y recibir de él 50 o 100 dólares del Cine Club de Cali para enviárselos a Andrés que estaría llegando de nuevo a Houston para emprender su regreso a Cali.

“Salí de Cali y llegaré de verdad a Calicalabozo”, me dijo desde una costosísima llamada de larga distancia el día de mi encuentro con Luis Ospina. “Dile eso a Luis. De la ciudad de los ángeles a Calicalabozo. En jet de Avianca. Ciudades mentirosas las dos. Nada bueno en ninguna de ellas. Solamente derrota. Al menos LA me dio algo de verdad: Me vi Citizen Kane. De resto, llegar a la cárcel de nuevo”.

Luis y yo nos encontramos en las columnas del museo La Tertulia un agobiante mediodía caleño. La Tertulia de 1973: poco tráfico en la calle cercana: la avenida silenciosa, erecta. El museo: nuestro hermoso y modesto templo. Después del abrazo inicial Luis y yo nos fuimos caminando hasta el restaurante Los Turcos. Recuerdo sus pisadas largas, seguras, y sus comentarios sobre Houston y Texas. “A un aterrador sitio te fuiste a vivir, Rosario. Tierra de fachos y de racistas. Para lo único que ha servido es para que se hagan unos buenos Westerns. Nada más. Con razón Andrés no pudo vender los guiones. ¡Llegó primero a Texas! Tierra de la mala suerte para todos los que hablamos español”. Y después su carcajada…

Al llegar al restaurante fue Luis el que empezó su largo monologo: lo preocupado que estaba con la situación de Andrés.

“Está muy mal, Rosario. Tenemos que hacer algo. Dile a tus papás. Él no puede regresar a Cali. Andrés se tiene que salir de este encierro. Así es como lo ve él. Y Andrés, Rosario, es un genio y este ambiente, esta ciudad no lo va a entender jamás. Y Andrés es un genio pero un genio muy débil. Tres veces en unos pocos minutos oí yo por vez primera la palabra genio refiriéndose a mi hermano. A mi amado hermano. A mi inteligente hermano. Allí fue donde le interrumpí el monologo:

“Luis, ¡por Dios! Andrés es muy brillante pero genio no es! ¡Una cosa es ser brillante y otra cosa es la genialidad…!!
Luis, sorprendido, me tomó las dos manos fuertemente y me repitió:
¡Genio, Rosario. Tal como lo oyes. Salido de aquí, de Cali. Tu hermano. No puedo creer que tú no hayas caído en cuenta”.

Y el monologo continuó. Como él sí se había dado cuenta desde los primeros encuentros, las primeras cartas, las primeras conversaciones…como era de “suma importancia” que mi familia lo dejara en Estados Unidos para estudiar. “Aquí no puede venir, te lo digo. Créeme”.

Y fue entonces cuando yo le contesté con mi monologo. Yo, totalmente sorprendida que Luis llamara a mi brillante hermano un genio. Se ha visto demasiadas películas, pensé yo. Pero no se lo dije. Lo que sí le enfaticé fue el como sería imposible para mi familia el mantener a Andrés en una universidad en los Estados Unidos.

“Luis, nosotros no somos de plata”, le dije. Una frase tan caleña, tan colombiana, tan clara como el sistema clasista de nuestro país. No somos de plata, Luis, recuerdo repetirle varias veces y decirle que lo mas importante era que Andrés regresara y continuara con el cineclub y con su escritura y “con tantas pero tantas actividades. Él está interesado en todo”… mira Luis, que ya parece que le van a publicar EL ATRAVESADO y está escribiendo otra novela. Y tú vas a estar aquí, Luis. Y todos los amigos. Ustedes lo pueden ayudar. Aquí. Mis papás lo han ayudado al máximo pero no lo pueden mandar a estudiar ni a Bogotá ….lo mas importante es que él regrese pronto. Me preocupa esa soledad y esa pobreza en Los Ángeles. Yo llego a Houston y le organizo el viaje de vuelta. Aquí se incorpora de nuevo a la vida de la ciudad”.

Recuerdo las manos de Luis limpiándose los anteojos mientras yo hablaba. Recuerdo la tristeza y frustración en sus ojos miopes como los míos.

“Rosario, mi temor es que Andrés aquí no se va a incorporar a la vida”. Y ante esas terribles palabras pude ver no solamente su lacerante preocupación sino también el profundo amor por el amigo ausente.
Y yo, tratando se mostrar algo de optimismo le informé que yo tenía los guiones en mi mochila. “Luis, aquí traje los guiones. Sé que tienes una copia pero esta tiene unos cambios… y Andrés me dice que tu le mandaras unos dólares del cineclub. Que ya le mandaste unos pero no le han llegado”. Yo saqué de mi mochila el material y se lo entregué pidiéndole excusas de antemano por la pésima traducción ….fue allí cuando lo vi sacar de una cartera de cuero un sobre de manila abultado, y tratando de que nadie lo viera en el restaurante me lo entregó:

“Aquí va la plata para Andrés, Rosario. 1500 dólares. Bien necesitado que está. Y cuidado con decirle que yo fui quien se los mandó. Allí si que se va a San Francisco a tirarse del Golden Gate o de que sabe donde. No. Te toca a ti inventarte un cuento y decirle que te ganaste la lotería o una beca o lo que sea. Y no se los des al mismo tiempo. Es capaz de comprarse todos los discos de los Rolling Stones o coger un barco en busca de ballenas blancas. Poco a poco se los vas suministrando. Poco a poco. Él necesita no volver a ese cuarto de Alvarado Street, necesita comer bien, necesita llegar a Cali con algo de dinero. Y jamás necesita ni él ni nadie saber que yo tuve algo que ver con este dinero. Prometido, ¿querida Rosario? Prometido, me tienes que decir. Y prometido que tú y yo jamás mencionaremos este puñado de dólares. Jamás. Nada ha pasado entre tú y yo. Andrés me dice que uno puede confiar en ti, así que aquí estamos”.

¿Cómo olvidar uno un momento así? Casi cincuenta años han pasado y Luis está aquí al lado mío en ese restaurante de una Cali que ya no existe. Luis, su voz agitada, urgente, y el sobre de manila lleno de dólares: 1.500 dólares en 1973 serían mas de 9.000 dólares en la actualidad. Jamás había visto yo tanto dinero junto.
Luis ofreciéndole cantidades de dinero a su amigo y yo diciéndole que bajo ningún punto de vista podría yo aceptarlos.

“No Luis, no. Gracias, no tengo palabras. De verdad. No, Luis. No. Te agradezco muchísimo pero no. Mis papás siempre lo ayudarán y yo y mis hermanas cuando podamos y él seguro que va a poder conseguir un trabajo, entrar a la universidad”…

Allí fue cuando Luis me volvió a interrumpir y me dijo:

“Rosario, por favor, tú y yo sabemos que Andrés ni va a conseguir un trabajo pagado ni va a entrar a la universidad. Andrés, eso sí, seguirá escribiendo así no tenga donde vivir o donde comer… y bueno, mientras escriba, que pueda vivir y comer y seguir viviendo. Mientras pueda. Pero para vivir se necesita plata. Así que aquí esta. La plata. Tú se la vas a ir dando poquito a poco. Y te vas inventando cuentos. No te conozco muy bien pero Andrés me dice que eres una buena cuentista. Y yo a él le creo en lo que tiene que ver con buenas películas y buenos cuentistas. Así que a inventarte un trabajo bien pagado, una lotería en Texas. Un generoso regalo de algún pariente rico. Cualquier cosa. Y nada de vergüenza, mi querida Rosario. Nada de pena. Yo no he hecho nada para tener 1500 dólares y Andrés no ha hecho nada para no tenerlos. Un canje es lo que estamos haciendo. La lotería de la vida. Y sin ti no puedo hacer ese canje. Así que no hay de otra. Mucha gente necesita a Andrés. Esta ciudad necesita a Andrés. Andrés necesita a Andrés. Él a lo mejor nunca lo sabrá pero intentemos, Rosario, intentemos”….

Lo que recuerdo de esa calurosa tarde fue el sentido de extrema urgencia en la voz de Luis. Una urgencia casi desesperada. Ese testarudo esfuerzo por ayudar al amigo, ese amor palpable, hizo que yo le recibiera el dinero y le prometiera que jamás le diría nada a Andrés ni a nadie. Como lo dijo Luis: “Hasta que no esté yo. Hasta que no estemos todos. Y cuidado pues con darle toda la plata. Ya que me queda claro que es imposible que Andrés estudie en California, hay que estar seguros de que se salga de Los Ángeles, que coma bien, que llegue aquí con suficiente dinero para independizarse. Que se busque un apartamento. Así que tú serás la banquera por un tiempo. Te toca”. Y al terminar estas palabras me entregó el sobre abultado, oliendo a dólares. Yo lo recibí con temor y le insistí que me sentía “muy avergonzada”.

"Si mis papás llegan a saber que yo estoy aceptando esta plata, Luis”…
“No lo van a saber pero te digo, es para el bien de Andrés. Andrés se merece este dinero”…

Y con esas palabras, rápidamente, Luis me metió el sobre en mi ancha mochila. Dos jovencitos recién cumplidos los 23 y 24 años intercambiándose dólares en el Café de Los Turcos por amor a un amigo y a un hermano.

“Ahora pues anda a la casa y los metes debajo del colchón”.

Y yo le dije que él me tendría que llevar en su carro pues yo no era capaz de irme en un taxi con tanto dinero. Y allí fue cuando Luis, atacado de la risa, me dijo que él, como Andrés y Jerry Lewis eran parte del club de los que no sabían manejar. Y los dos nos reímos juntos. Tanto nos reímos que al mismo tiempo nos quitamos los anteojos para limpiarnos nuestros ojos miopes. Los ojos de Luis. Las manos de Luis. La cogida del taxi con él acompañándome hasta el Barrio la Flora donde vivían mis papás. Y sus últimos consejos mientras estábamos en el carro:
“Cuando llegue a Houston llévalo a un buen restaurante y después se meten a cine. Ah, y llévalo al mar. A un hotel bonito con vista de las olas. Tú bien sabes lo que le gusta el mar”….

Recuerdo como el taxi paró abruptamente al frente de la casa familiar, recuerdo mirar hacia la pequeña ventana vertical del cuarto de Andrés desde donde él se había intentado volar tantas veces ….a los 10,11, 12, 13, 14, 15 años. Hasta que creció tanto que ya no cupo mas por esa pequeña ventana----tantos saltos, tantas carreras, tantas huidas…

“Luis, no tengo palabras”, le dije, al abrazarlo, y él sonriéndose me contestó:
“Yo sí, Rosario, muchas palabras mas para decir pero no te quiero asustar mas…ojalá que ese sobre haga el milagro”.

Y él, muchacho bien educado siempre, se bajó del taxi y le dijo al chofer que lo esperara un momento, y despacio, despacio, caminamos los dos hasta la puerta de la casa donde Luis timbró dos veces. “Como en la película”, me dijo…, aquí hasta los carteros van a dejar de tocar un día”… y dándome un beso en la mejilla, se metió de nuevo al taxi.

“Dile a Andrés que aquí lo estamos esperando. Mucho para hacer, muchas películas para hacer y para ver”. Sus últimas palabras antes de que el taxi desapareciera en la lejanía. Una escena como las que yo había visto ver en el cine innumerables veces: la calle solitaria y un carro alejándose con la sombra de la figura masculina en la parte de atrás mientras la figura femenina observa la desaparición del carro…

Y yo, con mucho miedo, escondí el dinero y jamás le dije a nadie lo que había pasado entre Luis y yo esa calurosa tarde. Jamás Andrés supo de donde salió el dinero que yo le envié desde Cali a Los Ángeles. Y después desde Houston. Jamás supo como podía llamarlo tan a menudo desde Cali a Los Ángeles y desde Houston. Jamás supo la fuente de las encomiendas de 100, 200, y 300 dólares que le llegaban. Nunca supo como pude pagar un bello hotel en el histórico puerto de Galveston, en Texas, con vista al mar antes de su regreso a Cali en el 73. Recuerdo esas caminatas por la playa y la búsqueda de teatros para ver cine. Tres días enteros de cine comida y sol. Me dijo: “¿Es que te has ganado la lotería, Rosarito, o te volviste maga?”
“No, Mijo, pero casi casi…. Un buen trabajo en la biblioteca de la universidad…”

Y así de buenos trabajos en buenos trabajos, el dinero de Luis Ospina le fue minando un poco la carga a su amigo Andrés Caicedo a través de unos años…y jamás jamás –como Luis me hizo prometer-- le mencioné a él o a nadie este hermoso recuerdo. Este acto de amor y generosidad de un amigo por otro amigo. Hasta el día que Luis murió. Hasta ese momento cuando supe que ya en la memoria, Andrés y Luis estarían para siempre viviendo en el mismo universo. Y que nada ni nadie harían desaparecer este recuerdo mágico.

 

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