Hoy estuvimos en la Embajada de la República de Colombia, en La Habana. Al cruzar la puerta no pude evitar recordar a mi maestro de derecho internacional en la Universidad Nacional. Por una ficción del derecho, la sede de las embajadas es considerada una parte del territorio nacional, de donde deviene su inviolabilidad. Me dije entonces que estaba en Colombia, y así era.
Por primera vez en los últimos treinta años pisaba el territorio de mi patria en condiciones de legalidad. O en una ficción de ella. Estamos en Colombia, le dije a los demás en tono de complicidad. Dentro nos esperaban funcionarios colombianos, hombres y mujeres, amables, sonrientes, atentos. Algo ha cambiado, pensé. En el pasado solía captar otra actitud.
Se trataba de cumplir el trámite para que nos expidieran la nueva cédula de ciudadanía. En primer término, y tras presentarse con nombre y apellido, un sonriente funcionario de la Registraduría nos explicó que estábamos ante uno de los compromisos del Presidente con las FARC. El propósito era ayudarnos en cuanto fuera posible para contar con nuestro documento de identidad.
Sonaba algo extraño. Durante décadas jamás requerí documento que me identificara. Me bastaba con revelar en cualquier escenario que era Gabriel Ángel, guerrillero de las FARC. Cierto, durante todo ese tiempo viví en la otra Colombia, en la que no cuenta tu número de identidad, sino que existes, la mejor demostración de lo cual es tu presencia. Ahora necesitaremos la cédula.
Quizás reincorporarse comienza por tener un número que nos individualiza entre el montón de cifras de la estadística oficial. El doctor, digo así porque supongo que el funcionario vocero debe tener un título universitario que lo acredite para ejercer su cargo y su misión, así es allá afuera, en Colombia, procedió cortésmente a explicarnos el procedimiento a seguir.
Debemos responder a un pequeño cuestionario. Datos personales y familiares que resultan elementales para el objetivo perseguido. Espera nuestra máxima colaboración y comprensión. Por ejemplo, una dirección y un teléfono en Colombia adonde pueda sernos enviada cualquier notificación de la Registraduría. No debemos pensar mal, se trata de información confidencial.
Suena curioso. ¿Realmente existirá tal carácter en un Estado tan policivo como el colombiano? ¿Seguro que los primeros receptores de esa información no serán los servicios de inteligencia? Por mi mente pasa la escena de un allanamiento a esa vivienda a altas horas de la noche. Pero hay que suponer que todo eso quedó atrás con la firma del acuerdo final. De eso se trata.
De todas formas debemos pensar en que los datos que entreguemos sólo serán la simple confirmación de la información que reposa en los archivos oficiales de seguridad. Esta vez es para la Registraduría, así que qué más da. Empiezo a pensar en la dirección que suministraré. Recuerdo la de la casa de mi finada suegra, donde vivía treinta años atrás, antes de ingresar a filas.
Lo que no logro recordar es el número telefónico. Explican mi desmemoria tantos años sin llamar ni tener ningún contacto de esa índole. También debemos informar si alguna vez tuvimos cédula a nombre de otra persona, para cancelar las falsas, nos explica el funcionario. Múltiples registros dactilares pueden complicar la rápida expedición del documento auténtico.
Pastor hace varias preguntas en ráfaga y el doctor procede a responder con la mayor afabilidad posible. Afuera, explica finalmente, hay un área de espera, donde podemos aguardar mientras nos llega el turno. Inicialmente se quedan Timo y Pastor en la oficina, serán los primeros. Una amable camarera nos ofrece café una vez nos hallamos en el corredor.
Lamenta que no sea café colombiano, como era de esperarse, sino cubano, eso sí, suave, no tan cargado como lo beben ellos. Después de todo no resulta tan ligero como lo imaginé, pero la cantidad sí que parece de Colombia, pocillos grandes, casi llenos, como lo ofrecen en Norte de Santander las mujeres campesinas. Estamos de regreso, no cabe duda.
Como lo constataría luego, el último de los trámites sería la toma de la fotografía. Sucede que los funcionarios se emocionan con la presencia de tres miembros del Secretariado de las FARC en su oficina, Timo, Pastor y Pablo, y quieren conservar el recuerdo del momento haciéndose fotografiar a su lado. Una de las nuestras entró en ese instante al despacho y salió a contárnoslo riendo.
Al parecer ya no inspiramos miedo, sino afán por una foto con nosotros. Algo está cambiando, hay que reconocerlo. Hasta donde recuerdo, algo semejante ocurrió en los otros procesos de paz, y la gente después no hallaba cómo esconder o desaparecer esas imágenes. La persecución resultó implacable siempre. Pero bueno, es que no hubo acuerdo, como ahora.
Hay que apostarle a eso. En cuanto me corresponde el turno y soy invitado a seguir a la oficina, advierto que llevamos un saco y una corbata y que alguno de los que me precedió debió dejarlos ahí. No me dan razón de esas prendas y por un instante todos asumimos la tarea de encontrarlas en algún rincón. La oficina es amplia y aparte de varias mesas hay algunos aparatos.
Hay unas divisiones, como cubículos, y en mi afán por hallar las prendas para la foto, me asomo a uno de ellos que está ligeramente disimulado. Veo un hombre corpulento y entrado en años sentado frente a un computador. Casi al mismo instante escucho que dicen que no debo pasar allá. El hombre también manifiesta evidente sorpresa ante mi presencia.
Normalmente no hubiera pensado nada. Pero la alarma colectiva de los funcionarios me obliga a deducir que la existencia de aquel rincón con su empleado debe obedecer a un asunto de seguridad. Sin duda se trata de un funcionario de algún servicio de inteligencia, que escucha todo desde su sitio y registra lo que le interesa. No podía faltar, claro. Río en silencio.
Encontrado lo que buscaba, me siento con la corbata puesta a atender el cuestionario previsto. No me parece tan minucioso como imaginé. Como no sé suministrar un número de teléfono, el doctor me ruega que cuando vaya a firmar y recibir la contraseña, le lleve uno para anotarlo. Prometo que lo haré, así tenga que valerme del de algún pariente, nunca los he molestado.
La encargada de tomar las huellas dactilares es una mujer madura y bonita que me da su nombre y se muestra muy cortés. A mi pregunta sobre de qué parte de Colombia es, me responde que del norte del Tolima, y yo le comento que allá nació también mi madre. Eso despierta un buen grado de confianza mutua y el procedimiento se desarrolla sin obstáculos.
Me asegura que de todos a los que ha tenido que manipular las manos, yo he sido el menos tensionado, y le respondo que debe ser porque siempre las mujeres han hecho conmigo lo que han querido, pues soy naturalmente propenso a la mansedumbre con ellas. Se ríe complacida. Al final me ofrece paños húmedos para limpiar la tinta que queda en mis manos.
Para la fotografía, el doctor me ayuda a vestirme bien. Me repara el nudo de la corbata y la sitúa en el punto correcto. Es que no hay espejos para verse. Le digo que cuando era niño, los domingos debíamos acudir en traje de corbata a la misa dominical. Obligación escolar. De pronto su gesto me hizo recordar al vecino al que acudíamos para que nos hiciera el nudo.
Papá trabajaba fuera de la ciudad, y don Ignacio, que tenía una tienda en la casa frente a la nuestra, cumplía sagradamente con ese gesto de solidaridad. En el instante me pareció estar 50 años atrás, parado frente a él, mientras cumplía el mismo gesto que ahora el funcionario. Éste se regocija con la comparación y me comenta algo semejante con el colegio de su hija.
El fotógrafo, que antes me había retratado mientras respondía al doctor sus preguntas, supuestamente para el archivo de la Registraduría sobre la misión que cumplían, se muestra también muy cordial a la hora de fotografiarme para el documento. Me hace dos tomas y luego me las muestra, para recoger mi opinión. A los dos nos parecen bien, alguna escogerá él.
Salgo de nuevo al área de espera. Paso por una puerta abierta a cuyo lado hay un aviso de Agregaduría Militar. Dentro hay dos hombres maduros aprestándose a salir. Uno de ellos, de cabeza encanecida, tiene todo el porte de un oficial, aunque viste ropas civiles. Me observa sin saludar desde cierta distancia, con un claro dejo de superioridad en la mirada.
Su gesto me confirma lo que pienso, con seguridad debe estar enterado de que somos de las FARC y no logra disimular su prevención. Lo comprendo y no me ofendo por ello. Sé que en adelante nos tropezaremos con mucha gente como él y que tendremos que aprender a convivir sin rencores. El regreso a la vida civil está cada vez más cerca, flota en el aire, lo respiramos.
*Integrante de las Farc