Los niños de mi generación jugábamos con pólvora cada diciembre y era nuestra principal diversión. Esperábamos con ansiedad estas fechas para correr a comprar torpedos, silbadores, granadas, jabones, totes y demás artilugios pirotécnicos que hacían las delicias de nuestras noches decembrinas.
Los adultos en las fiestas, con una mezcla temeraria de pólvora y alcohol, medio ebrios, manipulaban tambaleantes los cohetones delante de todo el mundo y le daban el beso de fuego a las mechas con sus cigarrillos.
Y ahora podemos recordar estos tiempos con nostalgia, con el romanticismo de las navidades viejas, con el engaño maravilloso que traen las evocaciones de la niñez que filtra los acontecimientos y solo nos deja los buenos recuerdos, amalgamados en los efluvios dulzones del humo, en los fogonazos y el estruendo; en la imagen lejana del globo que se elevaba hacia la infinidad de la noche.
Podemos recordarlo así porque no nos ocurrió nada, porque nuestra piel no tiene la impronta eterna de la abrasión, porque conservamos intactos nuestros ojos y no nos eriza la piel el recuerdo perenne de un dolor terrible, que a pesar del tiempo aun nos martiriza.
Lo recordamos así pero no quisiéramos que nuestros hijos jugaran en ese limbo, que transitaran como el acróbata sobre la cuerda floja que pende del vacío, que se jugaran su futuro y la vida cada noche.
A pesar de las campañas, siguen presentándose niños quemados con pólvora en las fiestas decembrinas. Cada año el ICBF hace llamado a la conciencia de la gente, a las autoridades, a las alcaldías para que tomen medidas, pero los pabellones de quemados siguen recibiendo pequeños afectados de distinta gravedad.