Así te llamabas en las guerras de Villarrica. No supiste por qué. Querías ser, tal vez, la apología de la muerte para vengarte del odio de quienes asesinaron a tus padres en las enramadas de la historia cuando solo eras un niño.
Tu hermano dirigía el agite de la turba y creciste echando bala en los atajos de los cafetos y la jungla en defensa de los fundos y covachas de tus otros hermanos, los campesinos de Colombia.
Y así, con la mochila al hombro y la tristeza a cuestas llegaste a Villarrica un día con tu ropaje de niño pobre en la utopía de salvar la tierra y las chacras que un día socolaran los abuelos. Y te quedaste ahí, rebuscando sueños a cambio de nada como edecán de los caminos empedrados de Bélgica y Guanacas en procura de robustecer la gloria de los frutos atrincherados en las zanjas y ribera de los ríos.
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Pero la esperanza tuya quedó trunca, Español, y solo pudiste abrazar la muerte cuando una bomba disparada desde el cielo te astilló una pierna y a gritos clamabas que por favor te acabaran de matar. Era la batalla de Guanacas, cuerpo a cuerpo, a tiros, a machete, a puñal, a bombazos.
Eran los hijos del pueblo, campesinos y soldados en una orgía apocalíptica, ensañados con su cuerpo, rasgándose la piel, vomitando sangre. Y te fuiste silenciando, poco a poco en la trinchera, hasta que un soldado joven, como tú, te remató a balazos en los recovecos de la jungla y esparció tu nombre los rituales de la sangre.
Después de todo, nadie supo de ti, ni te lloró ni sepultó tus huesos. Una manada de buitres te sacó los ojos, salpicó tu carne, te rasgó la piel, sepultó tus sueños. Solo quedó tu espíritu errante en los riscos de la historia asechado el tiempo entre las nubes para que no vuelvan a matarse los hijos de los pobres ni a rezongar el odio parapetado en los ritos de la muerte.