Una banda de niños de la calle tiene grandes esperanzas a medida que se acerca la noche de Navidad: ¿La pasarán entre amigos? ¿O tal vez con sus parejas? ¿Tendrán suficiente dinero como para hacer su propia fiesta? ¿Será que estrenan ropa? Todas estas expectativas, que al final no se materializan, llevan a un final terrible: soledad, desánimo, drogas y muerte. La cara oculta de una ciudad intensa y cruel…
Reseña de La vendedora de rosas.
Festival de Cine de Cannes, 1998
Si El diablo existiera y hubiera imaginado la historia de Lady Tabares, sería así: “Primero haré que conozca el infierno de los hombres, luego que padezca la gloria de los ángeles, y después la encerraré para que contemple mi obra, que todos llamarán un cuento de hadas”
Hace diecisiete años, a mediados de mayo, cuando los cerezos estaban en flor en el Viejo continente, una quinceañera atrevida de un país duro caminaba por las calles de Cannes, en la Costa Azul francesa, como si hubiera viajado en el tiempo. Iba vestida de gala y descalza, rumbo a una alfombra roja de cartelera mundial. A su lado iba una limosina con un joven duro, de un país atrevido, vestido de esmoquin, que tomaba champaña y la miraba por la ventanilla. —Lady, subite —le decía.
Ambos iban camino de convertirse en estrellas de cine. La historia de la jovencita había empezado en otra época, en otro lugar, muchos años antes, y estaba escrito que en el futuro, en la primavera francesa de 1998, La vendedora de cerillas de Christian Andersen sería encarnada por una vendedora de rosas. Encarnaría por obra de un director de cine de ese país atrevido y duro, llamado Víctor Gaviria, capaz de encontrar en la vida real un cuento infantil.
Desde la presentación de Ramiro Meneses, protagonista de Rodrigo D. No Futuro, en el Festival de Cannes de 1990, ningún colombiano había estado cerca de lo que Lady Tabares viviría aquella primavera, pues ninguna otra película colombiana ha estado en la competencia oficial por la Palma de Oro.
“En algún momento pensé que la protagonista de la vendedora era una persona disparatada, díscola, pero yo me imaginaba un término medio de la vida en la calle, que no era solamente caos y desorden, sino que mantenía una esencia que la protegía de todo. Cuando conocí a Mónica Rodríguez me proyectó eso; era ladrona, vivía ensacolada, y aun así, era una persona que permanecía en su sitio, justa, en la que podías confiar. Así era Lady Tabares”.
Quien habla es Víctor Gaviria, y Mónica Rodríguez es la niña en cuya vida se basó para crear su vendedora de rosas. El joven que iba en la limosina era ‘El Zarco’, el antagonista de la película, quien estuvo a punto de no ir a Cannes. El día del viaje en los controles de inmigración del aeropuerto de Bogotá le pidieron la cédula.
—La tengo en el maletín —dijo.
Y el maletín ya estaba embalado. Víctor y el Zarco salieron corriendo a ver si conseguían sacar la maleta del avión. Por aquella empatía colombiana con quienes se sospecha triunfarán en el exterior, los dejaron ir a la pista y bajaron las maletas del avión. Buscaban una maleta gris entre decenas de maletas grises. Buscaron y buscaron hasta que el Zarco reconoció la suya. Era muy grande, pero parecía vacía. La abrió. Víctor no podía creer lo que veía: una camiseta, un calzoncillo, un par de medias y la cédula. Miró para los lados para ver si alguien los estaba viendo.
—Zarquito, ¿pero vos no trajiste nada?
—Güevón, yo no tengo nada.
Más tarde Víctor se daría cuenta de que el Zarco quería devolverse con ella llena.
En Cannes los alojó un productor francés en una mansión junto al mar, con cava de vinos y acceso directo a la playa.Vieron por televisión la gala inaugural, con la presencia de Kofi Annan y John Travolta. Esperaban a que llegara su día. Bebían, hacían recocha y se acostaban tarde, se levantaban a mediodía y se iban para la playa.
Aunque había estado en la misma situación ocho años antes, y estaba seguro de que tenía pocas opciones frente a directores como Ken Loach y Theo Angelopoulos, Víctor se iba contagiando del desasosiego y la emoción de estar en el centro de atención.
Lady y el Zarco la pasaban mal con la comida. Querían comer fríjoles, arroz, carne frita y tajadas de maduro todos los días. La felicidad para ellos tenía pocos ingredientes. En las noches los atacaba la nostalgia y el mundo de Medellín se les venía encima.
—Víctor, yo vivo tirado —decía el Zarco.
Insistía en que lo único que le ayudaba a sobrevivir era enloquecerse con la droga. Lady miraba los tacones que tendría que ponerse el día de la gala y se acordaba de su madre.
—Mi mamá sí que sabe manejar estos —decía.
“Desde que llegamos a Cannes nos enamoramos de Lady. Nos tenía asombrados con su desparpajo, su inteligencia; teníamos la cara más hermosa de una niña de la calle, llena de gracia y de luz, un ángel. El Zarco entró en una dimensión de muchacho bueno, con una vida normal, fuera de la droga; no le faltaba sino ir al colegio. Y se dio cuenta de que se había enamorado”.
—Víctor, estoy enamorado de Lady —le dijo.
Él nunca se había fijado en ella, pero en Cannes era una niña gigante, cada cosa que hacía tenía un valor inmenso. Le dio porque tenían que ser novios. Lady se asustaba y se moría de la risa.
—Usted está loco —le decía. Aunque en algún momento lo pensó. Erwin Goggel, principal mecenas de la delegación que viajó a Cannes, patrocinó el esmoquin del Zarco y le compró a Lady un ajuar para los días importantes: un vestido café, con chaleco, con el que ella se sentía muy rara, uno plateado y otro negro, con el que finalmente se vestiría en la premier.
El miércoles 13 de mayo llegó el día para La vendedora de rosas. Hubo revuelo en la mansión. La gente corría de abajo para arriba, Lady escuchaba voces que decían “péineme aquí”, “hágame así”, “maquílleme acá”, “ya viene la limosina…”.
—¡¿Limosina?!
La terminaron de peinar y le dejaron dos mechones crespos a lado y lado de la cara. Era una quinceañera lista para bailar el vals, pero se puso nerviosa. Cuando llegó la limosina no se quiso subir y se quitó los tacones. Si iba a ser famosa, lo haría como su realidad la obligaba: caminando y descalza (¡Ay, las metáforas! ¡La poesía del sacol! ¡Para qué zapatos si no hay casa!).
La Croisette, la famosa avenida que da paso a los escenarios del Palacio de Eventos y Congresos donde se realiza el Festival, conocería los pies de una niña de la calle. En la limosina también iba Víctor.
—Lady, súbase, vea que ya vamos a llegar —le decía, enamorado, a su ángel.
Detrás de ellos venía la limosina de Travolta.
“Cuando le muestran la película a la prensa uno se mete en el ritual del Festival, una cosa de ensueño con unos quinientos fotógrafos. Entramos al Palacio, subimos las escalinatas con la alfombra roja y llegamos a una terraza donde había periodistas del mundo entero. Uno se emociona, es un fuego a miles de grados que te derrite inmediatamente, y te creés que estás en el centro de las miradas de todo el mundo. Ese relámpago de flashes es una cosa extraordinaria, y pensás que te lo merecés, aunque no sepás por qué. Y sentís la emoción de ver esa niña de nadie venida de Niquitao, que por una casualidad había caído en una película, y al Zarco, ese bandido, personas que aparentemente no tenían méritos para estar allí; y darse cuenta de su talento y de lo que habíamos hecho… y los flashes tran, tran, tran… ¿Qué podían estar sintiendo ellos dos? Con los días me di cuenta de que tenían un secreto”, dice Víctor.
***
La noche anterior hubo un escándalo en la mansión. Se perdieron unas joyas de la abuela de la asistente del jefe de prensa; varios collares y anillos de oro, con esmeraldas y diamantes. Víctor buscó a Lady y al Zarco y le preguntó a cada uno por su lado.
—Zarquito, ¿dónde están las joyas? Eso no se puede perder, hijueputa. Olvídense que eso no puede pasar, ni se les ocurra, tienen que aparecer.
—Ay Víctor, hermano, Lady es una ladrona, está enferma, no vaya a dejar nada por ahí… Entonces
Víctor se iba a hablar con Lady.
—Lady, hermosa, ¿dónde está eso? Tenés que devolver lo que se perdió.
—Ay, Víctor, el Zarco es un ladrón el hijueputa, no vaya a dejar nada por ahí si no quiere estar de traído.
Los dos ponían una cara de inocencia que desconcertaba a Víctor.
—Mañana tienen que estar acá — les dijo.
—Ojalá Lady devuelva eso —decía el Zarco.
Luego iba otra vez donde Lady.
—Yo creo que el Zarco las devuelve, él es muy ladrón, pero imposible…
Al otro día Víctor volvió a preguntarles.
—Lady, entonces, ¿las cosas qué?
—Yo le voy a decir al Zarco que entregue eso. Iba donde el Zarco.
—Zarquito, dígale pues a Lady que entregue eso.
—Tranquilo Víctor, Lady las entrega.
Y aparecieron. No faltó una sola, pero Víctor seguía preguntándose quién había sido.
***
La sala principal del festival es para unas 1.500 personas, un auditorio moderno dividido en terrazas. En el medio están los asientos reservados para el director, los actores y el equipo de la película que se va a proyectar. La gala principal de La vendedora de rosas era a las diez de la noche. A la izquierda de Víctor se sentó Lady y a la derecha su esposa Marcela. Más allá estaban el Zarco y Ewin Goggel, quien esperaba que ganaran algo para recuperar una parte de la inversión que había hecho, o para sentir que el esfuerzo había valido la pena.
Una voz nombró al director, al productor y a los actores. Cada uno se puso de pie, los iluminaron y saludaron. Y empezó la película. Lady temblaba y Víctor la abrazaba. Ella los miraba a él y a Erwin sorprendida, tratando de entender por qué estaba tan emocionados.
Se fueron metiendo en la historia, en ese mundo extraño que por primera vez era visto por ojos ajenos, una tierra oscura llena de peligros donde un grupo de niños se enamora, alucina y tiene viajes fantásticos a sus propios recuerdos. Y en ese preciso momento, por el acto mágico de la mirada de un director de cine, eran, existían, salían de las alcantarillas, trasportados como Momos sin tiempo.
Lady lloraba. Víctor la miraba y se le aguaban los ojos. Hacia el final de la película lloró de pensar que estaba en Cannes, entre grandes directores, ofreciendo ese mundo en el que había creído, acompañado de personas tan humildes, héroes de la vida cotidiana, y agradeció al cine por haberle permitido comunicar una realidad que en su país nadie quería ver.
Como la vendedora de cerillas del cuento de Andersen, la vendedora de rosas muere feliz, alucinando, en los brazos de su abuelita, pero no a causa de un frío invernal sino de una bala perdida.
La pantalla se quedó en negro y por unos segundos hubo silencio.
—¿Qué está pasando? ¿Qué significa esto? ¿Les gustó? —decía Lady.
—Tranquila, ahora cuando enciendan la luz la gente se va a acercar. No te preocupes, yo voy a estar aquí.
“Apenas terminó la película hubo un aplauso enorme, enorme, enorme. Nos levantamos a recibirlo, llorando. Alrededor había grandes invitados, burguesía europea, mujeres elegantísimas con el maquillaje corrido por las lágrimas. Salimos y toda la atención se dirigió hacia Lady, que también tenía el maquillaje corrido; esas señoras maduras, madres, que se veían muy cultas, estaban derretidas por ella, con una conmoción y una compasión tremendas. Era como si hubiera llovido dentro de la sala, como si estuvieran viendo todo a través de un parabrisas”.
Esa noche hubo fiesta colombiana en Cannes, con conjunto vallenato, embajador y cuanto pato nacional pudo colarse. Quedaba una semana de festival y a partir de ese momento Víctor y Lady se dedicaron a dar entrevistas.
En la mansión Lady y el Zarco armaron campamentos aparte, cada uno se apoderó de su espacio, al que solo accedían quienes ellos invitaran. El Zarco hacía fiestas, Lady se encerraba a hablar por teléfono con su mamá. En los ratos libres salían a la playa o de paseo, en compañía de dos jamaiquinos que tenían la misión de acompañarlos. Lady quería comprar todas las lociones que veía y el Zarco acumulaba souvenirs para llenar su maleta, detalles que le regalaban, cachivaches que se robaba.
Por su parte, Víctor seguía promocionando su película y soñando que quizás podrían ganar algo. Los comentarios eran muy buenos: “Los niños de la calle de Medellín comparten estrellato con Mira Sorvino”; “Bello filme colombiano en una jornada lúgubre”, tituló la prensa europea. Y también recogía chucherías y compraba confites, chocolates y candelas para llevarles a los actores que no habían viajado con ellos y que seguían buscando su viaje mágico en una botella de sacol. Llenó una maleta de regalos, parecía un vendedor ambulante.
“Me fui dando cuenta de que el secreto de Lady y el Zarco era que no tenían nada en Medellín. Estaban en una burbuja de irrealidad salida de la nada porque cuando volvieran qué más iban a tener. Ese era el significado de la maleta del Zarco, y por eso la quería llenar de cosas. Cuando llegamos a Medellín me di cuenta de que me habían robado casi todo de la maleta que yo había llenado”.
***
Con excepción de Omayra Sánchez, la niña muerta en Armero, Lady Tabares sigue siendo la niña más famosa de Colombia; no importa que ahora sea una mujer, madre de dos hijos.
En la cárcel El Pedregal, a las afueras de Medellín, Lady recordaba con alegría cómo le temblaban las piernas esa noche en Cannes, el sudor en las manos de Víctor, los ojos encharcados de Erwin, la alegría del Zarco. Fue el mejor momento de su vida: la llama de la cerilla del cuento de hadas, una alucinación en la que fue una princesa respetada, halagada, pero una llama efímera al fin y al cabo.
Lady pasó once años de su vida encerrada, alumbrada por la luz despiadada de la prisión. El vestido de gala se transformó en una camiseta y un pantalón ancho, los tacones en unos tenis, y el pelo largo y negro estuvo corto y rapado a los lados, teñido de amarillo, con una cola que le caía en el centro de la espalda.
La historia de cómo se apagó su llama es muy conocida, la televisión se ha encargado de mantenernos al tanto de las vicisitudes de esta niña-mujer que ya hace parte de nuestra cultura popular, como si El diablo no hubiera terminado de escribir el cuento y la hubiera condenado a contar su historia una y otra vez.
Entre rejas, Lady repitió, en decenas de entrevistas, la historia del asesinato del padre de su primer hijo en su cara, el momento oscuro en que se vio involucrada en el asesinato por el que fue condenada, y su lucha por que en la cárcel le dieran un trato digno y no le cobraran con castigos ser una famosa caída en desgracia.
“El relato de Lady está escribiéndose… Me imagino el final del cuento con ella libre, haciendo otra película muy hermosa y encarnando esa mujer que ella representa en el país, esa mujer de barrio, casi sin cultura, a la que le ha tocado desde niña vivir las dificultades más enormes; como un ícono popular, una persona que represente una voz, con esa voz de ella, sensata, generosa, equilibrada, para que haya una redención colectiva a través de ella y se entienda que los pecados en los que cae la gente en esas circunstancias son inevitables”.
***
El último día del festival, cuando se supo el desenlace de ese viaje mágico, el Zarco dejó de ser un niño bueno. Al oír los nombres de los ganadores, se sintió seco de la tristeza.
—Me estoy comiendo una tostada en el desierto, Víctor —decía.
La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos, se quedó con la Palma de Oro; La vida es bella, de Roberto Benigni, con el gran premio del jurado; La vida soñada de los ángeles, de Eric Zonca, con el premio a mejor actriz; Mi nombre es Joe, de Ken Loach, con el de mejor actor, y El general, de John Boorman, con el de mejor director.
—Les voy a robar, Víctor, les voy a robar la palma de oro a estos hijueputas, esta noche me les meto a estos malparidos y mañana sale en los periódicos.
El cuento que El diablo sí terminó fue el del Zarco. No hubo robo ni titulares de prensa en Cannes. Regresó con una maleta llena a la cara oculta de esa ciudad donde no tenía nada, pero dos años después, en un atraco a un carro, fue asesinado.