Cuando la muerte y la barbarie aparecieron en la Universidad Nacional de Colombia en aquel fatídico 1984

Cuando la muerte y la barbarie aparecieron en la Universidad Nacional de Colombia en aquel fatídico 1984

Para contribuir a la sensibilización de las nuevas generaciones de colombianos, esta es la crónica de lo sucedido en la sede Bogotá de la Institución

Por: Ismael Enrique Urrego Varón
mayo 10, 2023
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Cuando la muerte y la barbarie aparecieron en la Universidad Nacional de Colombia en aquel fatídico 1984

Yo también estuve ahí ese día, el miércoles aquel cuando la pólvora llovió sobre los cuerpos jóvenes como uno de esos aguaceros que saben caer en Bogotá. Al día siguiente los rumores entre quienes estuvieron ahí hablaban de 13 muertos, pero pudieron ser más. A mis 23 años había participado en algunas de esas acciones recurrentes de protesta, a pesar de que, en general, no estaba de acuerdo con ellas. Tengo que admitir que también era porque sentía miedo, mucho miedo. Miedo a ser capturado, miedo a resultar herido, miedo a lo que ocurriría en mi familia si se enterara: aún pesaba mucho su autoridad vertical. No obstante, en una ocasión, 3 años atrás, había estado en las primeras líneas de la acción. Aquella vez, a un observador de tantos que había siempre (aunque ese día la diferencia entre unos y otros no era tanta) le habría parecido risible verme allí, en vestido de paño, usando incómodos zapatos de calle y con el rostro a medio cubrir. El traje me delataba más que si hubiese llevado el rostro descubierto.

Debí parecer ridículo, pero allí estaba: dibujaba un arco con mi brazo derecho por encima de la cabeza, observaba un instante al aire, veía la dirección tomada por el sólido, verificaba su destino final, retrocedía y me agachaba para recoger un nuevo proyectil de mano, y repetía la secuencia anterior. Entre una y otra era frecuente tener que retroceder ante una embestida de aquella manada salvaje de potros vestidos de verde. Pero, enseguida, un largo grito de guerra de aquel frente de piedra y de muchos de los espectadores, acompañado de una carrera colectiva, daba nuevo ímpetu a la refriega. Al mismo tiempo, la sangre golpeaba la cabeza y esparcía una luz extraña en el cuadro de aquella escena caótica. La respiración de frenos de aire, el sudor en todo el cuerpo y el miedo retorciéndose en el estómago contribuían a aquella atmósfera bélica. Al final, me retiré cansado, con la camisa abierta, poco antes de que la batalla de aquel día llegara a su fin.

Ahora, todo eso parecía un pasado muy lejano. Estaba más convencido que antes de la inutilidad de aquellos remedos de combate. Es verdad que años después, ya alejado de la vida universitaria, tuve que reconocer para mí mismo que eran preferibles a ese sopor, a ese sueño narcótico en el que se sumían la ciudad y el país. Pero en aquellos días llegué incluso a enfrentarme a quienes quisieron convertir esas acciones en un rito semanal exigiendo que todos los demás fuésemos los feligreses de su desesperación. Algunos de ellos en una ocasión se vinieron contra mí, gritaban y me acusaban de ser un infiltrado del enemigo. Apenas adivinaba sus ojos entre las vueltas de tela con que cubrían sus rostros.

Ese miércoles asistía a clase de dos de la tarde. El profesor era Rubén Jaramillo Vélez, un hombre alto, rubio, de inquisitivos ojos azules, voz grave y afectada, a ratos grandilocuente. Aunque no llegaba a los 45 años, su larga y desordenada barba rubia y su estómago abundante le hacían parecer unos diez años mayor. Era reconocido como uno de los mayores intelectuales del país, aunque en clase pocas veces dejaba ver sus méritos.

Los rituales de aquellos jóvenes lunáticos se habían vuelto tan frecuentes que ya ni siquiera representaban algo. Uno sabía que no alcanzaban a durar una hora y que los protagonistas de aquellos sainetes eran escasos. Las clases continuaban con normalidad y solo al terminar ellas salía uno a enterarse de lo sucedido. Esta vez al comienzo sucedió lo mismo. Solo que las circunstancias habían cambiado un poco, cosa que no valoré bien en ese momento. Un estudiante muy reconocido y un profesor habían sido asesinados. Habría pasado una hora desde el comienzo del tropel cuando se escucharon unas explosiones.

Decidimos salir en compañía del profesor, dispuestos a observar el acontecer de esta jornada. Nos ubicamos a algo más de 100 metros de la puerta en donde se desarrollaba la refriega. Me sorprendió ver la cantidad de participantes, muy superior a las de otras ocasiones recientes. Había un bombardeo de gases lacrimógenos. Se escucharon algunos disparos de incierta procedencia. La ola de avances y retrocesos parecía habitual de no ser por la magnitud de la marea y porque fue interrumpida por la ruidosa explosión de un artefacto que levantó por el aire a algunos policías, así como nubes de polvo y humo. Entre ellas pude ver saltar algunos cascos desprendidos de las cabezas que protegían. Todo pareció congelarse en ese momento. Una muralla de silencio se posó sobre toda el área por un instante, pero de inmediato el rugido de gritos y pisadas de la masa arrasó el estupor previo. Seguros de que la balanza se había inclinado a su favor se lanzaron a la batalla como guerreros medievales. Pero no duró.

El trueno de voces y pisadas fue aplastado por los golpes duros de disparos numerosos, incesantes. La masa humana retrocedió como una ola en un acantilado. Escuché el ruido agresivo de motos ingresando al Campus. Vi, entre el humo y el polvo, cómo participantes y espectadores retrocedieron despavoridos y yo mismo, mis compañeros de clase y el profesor tuvimos que correr. Los disparos no cesaban de invadir el aire y de plantar pánico entre los centenares de personas que corríamos. Buscamos la salida norte porque en ese momento también ingresaban desde la calle 45. Tal vez nunca haya sentido más miedo en mi vida que en esa oportunidad. Los gritos de pánico, las voces que intentaban guiar a la multitud, los disparos, el ruido de las motos, mi respiración agitada, los pasos que por miles golpeaban el piso, todo contribuía a una atmósfera de pánico y de caos. Ya veíamos la salida de la 53 pero aún teníamos el temor de que por allí también ingresaran. Por fortuna no ocurrió y pudimos llegar hasta la calle. Los sonidos de la muerte se escuchaban ahora más lejos pero no cesaban. Habíamos corrido más de un kilómetro y durante el tiempo que eso nos tomó los ruidos de guerra no se detuvieron. Alcanzamos a ver algunas motocicletas, con sus hombres de verde esgrimiendo sus armas, por los lados del estadio. Pero estábamos a salvo.

En la noche, después de contactarnos por teléfono, nos reunimos en el apartamento de una compañera que vivía en el barrio El Recuerdo. Desde allí se podía ver la calle 26, unos metros abajo de la entrada de la universidad. Mientras tomábamos unos vinos, comentábamos los sucesos, según cada uno los había vivido. Hasta los más mesurados mostraban su indignación por lo sucedido. Había rumores de personas que habían visto asesinatos a quemarropa. Una de ellas era un profesor que (se decía) había visto cuando habían disparado a la cabeza de un joven que había caído al suelo.  A eso de las 11 de la noche una camioneta de estacas y con carpa se detuvo sobre la 26 en dirección este-oeste. Pudimos ver cuando sacaron por sobre la alta cerca que rodea la universidad un bulto envuelto en algo negro (tal vez una manta o un plástico). No tuvimos duda: era un cadáver.

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