Ya suman catorce los ciudadanos asesinados por la policía en las protestas del 9 y 10 de septiembre. La mayoría de ellos (doce), jóvenes. Si bien desde que en el marco de la pandemia se ha venido haciendo gala de la recursividad para apelar al neolenguaje y así aminorar el impacto negativo de los procedimientos policiales, es en lo relacionado con la brutalidad de estos días donde el neolenguaje ha acentuado su voz engañosa. La policía no ha asesinado sino que en el curso de procedimientos policiales algunos vándalos han fallecido.
La brutalidad policial es procedimiento. El ciudadano en ejercicio de sus derechos constitucionales es vándalo. El asesinato es fallecimiento. El neolenguaje convierte un atropello criminal en un acto regular de la naturaleza. Una bala, que nunca es perdida, nueve golpes asestados al cráneo de un abogado ya violentamente golpeado por la policía se convierten en medios casi que pulcramente clínicos por los que una vida llega a su fin.
Nada de esto es nuevo. Ya los fabricantes de discursos oficiales habían lanzado los “homicidios colectivos” para evitar la realidad de que se deben investigar las masacres. Mucho antes, las andanzas de familiares directos de los más altos ejecutivos del Estado se habían convertido en tragedias familiares.
Con todo, esta vez el neolenguaje incrementa su capacidad ultrajante pues viene en el contexto de otras dos grandes expectativas de la sociedad, las que pasan a un segundo plano o se lanzan al olvido en virtud del ruido del nuevo lenguaje. Esas expectativas son: la necesidad de reconciliación que conduzca a la convivencia y la urgencia de una reforma estructural, profunda, del aparato policivo.
En relación con la primera, la agresión simbólica corrió no solamente por cuenta del alto gobierno nacional, sino que también fue ejecutada por la administración distrital. Yendo más allá de la atrocidad del neolenguaje, se profirió un perdón que, en últimas, hizo recaer sobre la víctima la responsabilidad de la reconciliación y de la convivencia. Mientras que el ministro de Defensa balbuceaba una solicitud de perdón que ponía en duda el procedimiento abiertamente criminal de la policía contra la ciudadanía, la Alcaldesa pedía ser perdonada por omisiones que, en su momento, habían provocado su molestia y justo cuando la policía seguía atropellando ciudadanos en Bogotá casi que simultáneamente al acto de reconciliación que se había organizado.
La banalización del perdón. Como bien se preguntan diferentes observadores como el de equipo de los pueblos, el perdón así instrumentalizado no establece la dinámica de relacionamiento que se pretende restaurar. ¿A quién se perdona? ¿De qué? ¿Con qué fin? Tanto el ministro de Defensa como la alcaldesa hicieron a un lado un importante debate sobre el perdón en el marco de los conflictos sociales y económicos que se ha venido construyendo desde las experiencias recientes de búsqueda de la paz en diferentes regiones del mundo.
Una de las conclusiones a las que conduce el consenso entre los expertos en este tema es que el perdón es prerrogativa de la víctima. El perdón se presenta cuando la víctima se asume como sujeto, que fue la condición primordial que le arrebató su perpetrador. La convocatoria la hace la víctima. Ni un ministro de Defensa ni una alcaldesa pueden ser convocantes a “perdonatones”. Ellos son las cabezas de instituciones que deben ayudar a esclarecer la verdad de lo que pasó. La banalización del perdón es una ofensa que profundiza la herida que el Estado le sigue infligiendo a la ciudadanía.
Esto lleva a la segunda expectativa: la urgencia de una reforma estructural de la policía. Desde los años 50 esta institución viene siendo parte del Ministerio de Defensa. Con ello se mantiene la idea de que el espacio público, el escenario político, es un teatro de operaciones militares. La participación ciudadana es, de entrada y en principio, materia de sospecha para las autoridades. El derecho a la seguridad no son asuntos de preocupación civil, sino de iniciativas castrenses.
La policía es una organización civil, no constitutiva de las Fuerzas Armadas, bajo el mando de autoridades civiles democráticamente elegidas para que administren el bien común. Sus protocolos de intervención, su equipamiento, su entrenamiento, su recurso humano no deben seguir las líneas castrenses.
Es urgente la transformación de la institución policial, lo que se propone es una institución garante de la convivencia ciudadana, bajo el mando de autoridades civiles y desconectada del aparato represivo del Estado. En resumen, lo que se necesita es una refundación del aparato punitivo del Estado con una policía que asuma su carácter civil.
Catorce ciudadanos muertos en manos de la policía que se suman a los cientos que caen en masacres que siguen anegando de sangre el territorio nacional. Catorce ciudadanos que no deben ser instrumentalizados por autoridades en necesidad imperiosa de ganar legitimidad. Catorce asesinatos para lo cual no hay neolenguaje que pueda maquillar. Catorce víctimas de la masacre de Bogotá.