La indignidad es ser inferior al mérito de los demás, es un calificativo, que en el pasado, era unas de las afrentas de más desvergüenza y deshonor que se le podía endilgar a una persona decente. En mi niñez oía a los mayores decirles esa palabra a personajes indecorosos: me marcó como algo impúdico. De hecho, cuando se lo dicen a alguien todavía me repugna, más cuando ya esos valores que descalificaba ese vocablo se han perdido.
En el pretérito recuerdo, en lo político, que una columna o un editorial, sin bases consistentes, hacía renunciar a un ministro o un personaje de alto coturno de un gobierno. La mayoría de esos altos funcionarios del estado tenían una carta de renuncia en sus portafolios. Recordemos a Alfonso López Pumarejo, por una infamia sin bases contundentes, se retira con su dignidad y grandeza del poder. Esos episodios hoy son una pilatuna sin fundamento de un niño.
En lo personal, siendo muy joven, recuerdo el resquebrajamiento moral de un político, hijo de un patricio de dimensión nacional, que lo señalaron de un acto indebido en un cargo público que fungía en el departamento, se retira, sale de la ciudad a vivir en otra región y muere de tristeza.
La indignidad va acompañada del cinismo y la ambición, recordemos la historia: la carrera política de Fouché se caracteriza, sobre todo, por su habilidad para asegurarse su propia supervivencia y por mantenerse en el poder a toda costa, independientemente de quien ocupe el poder; además de su desmedida ambición e indignidad.
Aun así Fouché no se destacaba por su presencia en la vida pública, no era de los que hablaban a voces en las tribunas ni los que proclamaban discursos grandilocuentes, más bien actuaba por detrás moviendo los hilos de la política con movimientos silenciosos e inapreciables a simple vista. Se movía en la sombra como esos bandoleros chinos de encrucijada, no daba la cara porque la tenía ulcerada por la lepra de la inmoralidad. Un claro ejemplo de ello es la caída de Robespierre donde el tuvo mucho que ver, es más, con el mismo Napoleón. Imperturbable, educado en el seno de la Iglesia, dejó a sus espaldas miles de cadáveres reales y cientos de cadáveres políticos, algunos de la talla de Danton, Robespierre, Barras, Carnot.
Quiero envilecer la historia con este caso, para llegar a la actualidad, por lo que nos pasa en nuestro acontecer político y característico de nuestra vida cotidiana.
En lo político, recordemos los tres últimos gobiernos, por economía de espacio, tratémoslo someramente, creo que con mencionar solo palabras describo un mundo de episodios: El ocho mil, el Caguán y la defensa que se hace de ese dislate. El actual, jamás en mi vida había presenciado tanta indignidad en unos altos funcionarios.
En la actualidad la dignidad desapareció, es más, entre más indigno más se les aprecia, principalmente cuando es el acervo monetario. Maldito estiércol, como decía Papini, el que se interpone entre el sujeto y su entorno. Los que ejercen con decoro ese honor, son una especie en ascenso, porque, como me dijo un muchacho: mono, el que no tiene plata no vale nada. Hasta se les rechaza: son unos “amargados” y “resentidos” porque no tienen el dinero para protagonizar socialmente.