Mi esposa Ruth y yo oímos la noticia mientras viajábamos de Massachusetts hacia Connecticut, donde vivimos: la Corte suprema de los Estados Unidos había declarado que la constitución norteamericana claramente garantiza el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. La noticia resultaba más que bienvenida, pensé yo. Una decisión que confirma el derecho de todo grupo minoritario a ser tratado en una forma justa en una semana de tristes y horribles acontecimientos a nivel internacional y nacional como la horripilante matanza en el interior de una iglesia en Charleston, Carolina del Sur: nueve seres humanos acribillados a tiros por el simple hecho de ser negros; por representar para el asesino blanco al otro, el grupo odiado por ser distinto.
Oímos el final de las palabras que leía en nombre de la Corte el Juez Anthony Kennedy, y Ruth y yo no pudimos más que silenciosamente sonreírnos: “Ellos están pidiendo una dignidad igualitaria ante la ley. La constitución les concede ese derecho.”
Palabras simples que encerraban una profunda verdad. Todas las parejas de este mundo deben tener el derecho de escoger a casarse o no casarse. A vivir unidos legal o no legalmente. Que victoria en este país tan profundamente contradictorio en tantas de sus leyes, tan extremadamente conservador y progresista al mismo tiempo…un país compuesto en cierta forma de distintos países, un país fascinante en su complejidad.
Al escuchar la decisión juntas en el carro me sentí más que afortunada de tener a Ruth a mi lado. Ruth, mujer de casi 69 años, que recuerda claramente todo el proceso de la lucha que llevó a esta victoria; Ruth, que marchó por las calles de Hartford, Connecticut, con veinte valientes hombres y mujeres gay, pidiendo un tratamiento justo. Marchas del siglo pasado, en la década de los 70, los 80, los 90… Ruth siempre marchando por cualquier grupo oprimido. Pero estas marchas pequeñísimas y casi solitarias, como ella las describe, ocupan un puesto muy importante en su álbum de recuerdos. Y fue por esas memorias de las calles vacías, del pequeño grupo marchando y de personas en los andenes gritándoles insultos, que las dos decidimos detenernos en ese mismo Hartford, la capital del estado donde vivimos, y donde nos casamos hace cuatro años, uno de los estados donde el matrimonio gay ya está permitido. Esta vez estábamos allí para celebrar junto a cientos de personas.
Y allí llegamos: dos mujeres mayores, que hemos compartido juntas casi 17 años felices, corriendo hacia el palacio municipal uniéndonos a cientos de otras personas. Policías en uniforme exhibiendo la bandera de los Estados Unidos y otra mostrando todos los colores; el arco iris impreso por todas partes; en coches de bebés, en los sombreros de adolescentes y en las camisas de sus padres y madres. Hombres de negocios al pie de obreros de la construcción. El arco iris volando erguido en la puerta del consejo de la ciudad; el arco iris en la corbata del alcalde, el alcalde que no necesita refugiarse en ningún tipo de closet para decir quién es y a quien quiere. Cientos de una multitud diversa contando sus historias.
Ruth se perdió entre la muchedumbre. Mucha gente conocida para abrazar: abogados y fotógrafos y activistas de la comunidad que nunca dejaron de creer que es en la lucha continua y persistente donde las batallas por la igualdad se ganan. Y con Ruth embolatada entre la gente, yo me quedé sola, oyendo los discursos y las conversaciones vecinas: las parejas de hombres y mujeres absortos en sus relatos, los jóvenes recordando el alto porcentaje de suicidio entre los adolescentes gay…y fue allí en ese espacio lleno de colores donde junto a mi escuché el diálogo de dos ancianos, dos hombres con décadas tras décadas de vida vivida, cogidos de la mano que se decían entre si: “amorcito, si te cansas, nos sentamos”. Decidí acercarme y abrazarlos en español.
Sí, me dije, de vez en cuando es bueno abrazar a extraños. Felicitaciones, les dije, y sus cuerpos eran tan frágiles y pequeños que los dos cupieron en un solo abrazo. “Ay, nena”, me dijo el más viejo, riéndose con esa hermosa cadencia puertorriqueña; sus palabras traían toda la música y la belleza de la isla. “Ay, nena”, repitió el anciano, besando suavemente la mano de su compañero: “Mira tú, aquí estamos los dos, viendo a todos estos nenes alrededor…mira, y nosotros acabamos de completar 72 años juntos, y yo le digo a él que completaremos los 80, pero para eso me toca llegar a los cien ”. El compañero le respondió jocosamente recordando que él era el nene de la pareja---“solo 89 años, mira tú, mientras este viejo mío tiene 92!” y regresaron a su abrazo estrecho, y rápido, rápido, con una palabra siguiendo a la otra como si supieran que nuestro encuentro duraría solo unos minutos y después desapareceríamos los tres para quizás nunca encontrarnos de nuevo.
Se habían conocido “bien nenes”, recién llegados de la isla a Connecticut. Recogiendo tabaco. “ Allí nos vimos y nos enamoramos y seguimos enamorados hasta hoy… y si, nuestras familias nos dejaron de hablar, y hubo puñetazos en los bares; pero aquí estamos, con unos dientes de menos y nada de cabello, mira, nena..” Y los dos, al mismo tiempo se sobaban las cabezas calvas. “Una sobrina nos trajo hasta aquí”, dice el mayor. “Ella nos dijo: Mira, tío, vayan a ver que el amor prohibido de ustedes ya no es prohibido en ningún estado de este país tan grande. Mira nena…pues sí, y aquí estamos…” Y se despidieron de mi con un suave abrazo y el menor diciéndome: “Pues nuestro cuento es como pa’ contarlo, no crees tu ?” Claro que sí, les grito, viéndolos alejarse despaciosamente, cada uno con la bandera de Puerto Rico en la mano.
Claro que sí, repito yo, y sacando mi pequeña libreta, en medio del arco iris, comencé a contarlo.