Una de las últimas jugadas que le armó Fernán Martínez a Juanes para ayudarle con su imagen, fue organizarle una reunión en la oficina Oval de la Casa Blanca con el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama. Era abril de 2011 y, paradójicamente, todo era muy distinto de cuanto está sucediendo hoy entre los dos colombianos que ya no se pueden ni ver, Fernán en ese momento deseaba que con esa visita se les cerrara la boca a todos los malintencionados que decían que el cantante colombiano ya no producía gran entusiasmo entre los estadounidenses. Quizá Juanes nunca imaginó que él, ese muchacho de Medellín que hasta hace diez años era un metalero poco conocido, que había vivido las duras y las maduras en Estados Unidos y que además tenía tatuado en sus brazos y en su alma la historia de un colombiano que llegó al éxito sin tomar atajos, fuera a tener el honor de pararse a conversar con el hombre más poderoso del mundo.
Y fue así, con los tatuajes, que empezó la historia de Fernán Martínez y Juan Esteban Aristizábal. El músico argentino Gustavo Santaolalla lo llamó al teléfono y le solicitó una cita para un cantante paisa que sonaba bien y tenía eso que los productores llaman “buen feeling”. Pocos días después, entró a su oficina un tipo delgado, de pelo largo, de jeans acabados, tenis converse, camiseta de metalero y un par de tatuajes en cada brazo. Hablaron de la vida en Colombia, de la violencia y después pasaron a la música. Fue una charla corta. Pero a Fernán, el hombre de las percepciones, sólo le llamaron la atención dos cosas de aquel muchacho: la honestidad que irradiaba y sus tatuajes.
—Déjame pensar y yo te llamo —le dijo.
Semanas más tarde, en su casa, la esposa de Fernán Martínez, Paola Gutiérrez, le confesó que se quería hacer un tatuaje. De inmediato, Fernán saltó de su silla y le dijo que la mamá de sus hijos jamás tendría una línea de pintura tatuada en su cuerpo. Intercambiaron puntos de vista, pero el payanés, por un momento y sin ser consiente, volvió a las raíces de aquella ciudad conservadora que llevaba en sus genes. Se fue a meditar al estudio y recordó los tatuajes de aquel paisa honesto que se hacía llamar Juanes. Sacó de uno de sus tantos maletines el disco compacto de aquel paisano colombiano y oyó su guitarra. Esa noche aterrizó en la mente del mánager una epifanía que después convirtió en una gran realidad: a la música le hacían falta tatuajes, le hacía falta una marca, le hacía falta un Juanes.
A la mañana siguiente Fernán llegó a la oficina, llamó a uno de sus asistentes, al bogotano Andrés Recio, y le pidió que escuchara el Disco Compacto que le iba a entregar y le pidió que en la tarde le recordara del tema.
—Andrés, estuve escuchando el CD de este muchacho que trajo Santaolalla ¿lo escuchaste?, ¿qué te pareció?
—Fernán, ¿quién escribió las canciones?
—El muchacho.
—¿Quién hizo la instrumentación?
—El muchacho. Eso dijo.
—¿Y los arreglos?
—Él mismo. Por qué, ¿te pareció muy malo?
—No, al contrario, ¡es un genio!
Aquel día, Martínez encargó de aquel proyecto musical a Recio. Días más tarde lo llamó y le dijo que recogiera a Juanes. El cantante llegó a vivir al apartamento de Recio, en la 28 y Collins de Miami. Se instaló en la sala y dormía en el sofá. Como ya habían pasado cuatro semanas, Recio entró a la oficina de Martínez y, preocupado por la comodidad de Juanes, le preguntó qué harían con él.
—¿Cómo así?, ¿está viviendo en tu apartamento?, ¡esta cabeza mía!, instálalo ya mismo en un buen hotel, qué pena con ese muchacho.
Así empezó la historia entre los dos. En un año Juanes comenzó a sonar en todas las emisoras de Colombia, seguiría con las de Estados Unidos, y su nombre llegaría hasta el lejano oriente. La buena voz y banda se complementaban con algo que solo tenía Fernán: olfato de periodista, creatividad de publicista y percepción de empresario. “Yo de música no sé, pero si tengo buen gusto y sé lo que a la gente le gusta”, decía el payanés. Giraron por el mundo durante 11 años, dormían en los mismo hoteles, comían del mismo plato y hasta se llamaban en vacaciones a preguntar por la salud del otro.
No fue casual que juntos ganaran 19 premios Grammy Latinos, 18 Premios MTV, 16 Premios Lo Nuestro, vendieran doce millones de discos y que la imagen del paisa apareciera en las portadas de medios tan importantes como Billboard, People, Rolling Stone, Hola, Ocean Drive, ELP, Latina, Spin, GQ. A la oficina de Martínez, periodistas de diarios y revistas como Time, Nuevo Herald, New York Times, Le Monde, El País, The Angeles Time y The Economist, llamaban para obtener una entrevista con su invento. El uno un talentoso en tarima y encantador en cámara, era encumbrado por el otro que tenía en su celular los contactos perfectos para ponerlo a cantar en el premio Nobel de la Paz en Oslo y hasta en el Mundial de Futbol Sudáfrica 2010.
El mejor ejercicio de mercadotecnia que realizó Martínez con Juanes, fue convertirlo en un símbolo de Paz. Mientras el paisa se encontraba en Miami, Fernán junto a la Fundación Mi sangre se estaban inventando en Venezuela un concierto por los secuestrados, por los heridos en combate, por las víctimas de la guerra. Sudaron la gota fría buscando los permisos del gobierno de Hugo Chávez y de Álvaro Uribe para poner a cantar al paisa en el puente de la frontera. Fue tanto el éxito que los conciertos se repitieron dos veces, uno en entre Colombia y Ecuador y el otro, el más visto, en la isla del comunismo, Cuba.
Pero como en los más bellos matrimonios, la felicidad se agotó. No hables con tu mejor amigo de política o religión, reza el aforismo. Pues bien, esta no fue la excepción. Personas cercanas a los dos cuentan que la pelea comenzó cuando Juanes le dijo a Fernán que iba a cantar música góspel. Aquella que siempre lleva en su letra a Dios. De hecho había aflorado una gran amistad entre el paisa y el cantante Juan Luis Guerra, quien es un cristiano de muchos años. Martínez no estuvo de acuerdo, porque era el mejor momento de la carrera de Juanes en el genero pop y cambiar de un día para otro iba a ser difícil. Ninguno de los dos cedió y todo se vino al traste. Juanes hoy no brilla con la luz de aquellos días, aunque dicen se le nota tranquilo.
Por su lado Fernán Martínez, siguió en los suyo, pues su carrera como manager no comenzó con el paisa. Bastante agua pasó por debajo del puente para llegar a tener el nombre y la credibilidad que tiene entre los artistas. Su historia comenzó en Popayán, su tierra natal. Allá como su papá, hizo carrera como periodista mientras estudiaba Derecho en la Universidad del Cauca. Pronto en el periódico El Pueblo de Cali conocerían de su buena pluma y de su incansable forma de buscar el dato.
Fernán tenía 18 años y el director de la época le encargó una nota periodística sobre la visita del príncipe Bernardo de Holanda al municipio de Puracé, Cauca. La gente los recibió con afecto de modo que una campesina del lugar, en honor a la visita del hijo del ilustre principado, les ofreció a todos los invitados un chocolate espeso, con unas masitas de maíz, duras como el pan de la Última Cena. El chocolate cayó mal en los estómagos de algunos invitados. El primero que sintió el deshielo fue Fernán, quién corrió hacia la letrina de cemento que estaba encerrada en cuatro paredes de madera en el patio de la casa. En medio de la derretida escena, tocaron a la puerta del baño con afán. Era su majestad el príncipe que reclamaba el lugar, porque estaba en las mismas condiciones naturales del periodista. Con la demora de Fernán, el príncipe no tuvo más opción que tumbar la puerta y rogar por el uso del humilde recinto, una letrina por la que en ese momento daría todo su reino. El domingo siguiente, Fernán se graduaría como periodista con un articulo titulado “Plebeyo le cede el trono al Príncipe”.
Con ese artículo se ganó el cariño y respeto de Henry Holguín, quien se lo llevaría de lleno a trabajar a Cali. Allá quemaría su etapa de joven parrandero y bailarín. En un garaje del barrio Vipasa, Fernán era el anfitrión de inolvidables veladas. Como ya ganaba dinero y además vivía solo, los amigos aprovechaban sus “lujos” para celebrar. Él no les gastaba trago, pero sí les prestaba el espacio. Mientras ellos bebían, Fernán leía a Faulkner, Hemingway, Balzac, Proust, Borges, Kafka y los clásicos que se pudiera sacar de la Librería Nacional.
—Los libros no son de quien los compra, sino de quien los merece —dice.
Cuando le gustaba mucho un párrafo o una línea de un libro, saltaba para brindar, pero no con alcohol, sino con un baile muy a su estilo, hablándole al oído a la damisela de turno. Allá dejó enamorada a una hermosa caleña de apellido Zambrano, quien aún le cuenta a su amigas que el “payanés” cada que se la encontraba le decía una frase bonita. “Qué lindo está tu pelo hoy, te luce suelto”. “Esa sonrisa nunca se me va a olvidar, se puede uno peinar con el reflejo”. “Tienes el dedo meñique más hermoso del mundo”.
Henry Holguín se fue para Bogotá a dirigir la revista Antena y se llevó a Fernán. El día que llegó a la capital, el “monito”, como le decía Holguín, apareció en el Aeropuerto El Dorado con una caja de cartón donde llevaba tres mudas de ropa y dos libros.
En la revista se untó de moda, farándula, reinas de belleza y el reto de tener que magnificar un mundo que muchos consideran superficial. Pero allí haría fama de buen periodista. En moda no dejaba maniquí con cabeza. Le daba duro a las mujeres del momento: Virginia Vallejo, Aura María Mojica, Amparo Grisales. En lugar de contar lo mismo que todos los periodistas, él le sacaba el papá perdido a Claudia de Colombia, entrevistaba a la modista de Mary Luz y contaba los cuentos del barbero de Pacheco.
Daniel Samper Pizano, subdirector del periódico El Tiempo, fue deslumbrado por la versatilidad que tenía el “Mono” para el periodismo y se lo llevó a trabajar a su redacción. Con él en su nómina podía contar con un periodista que tenía el perrenque para hacer investigaciones de asesinatos y la chispa para realizar crónicas de color. El secreto de Fernán era su pasión por la fotografía. Es un fotógrafo que revela negativos con palabras.
—Dónde carajos está usted, que nadie lo vio ni en el recorrido del presidente ni en la rueda de prensa —le diría Daniel Samper Pizano un día que lo mandó a hacer una nota a Cali.
A Fernán lo enviaron a cubrir la visita del Presidente Alfonso López Michelsen a la sultana del valle. El periodista llegó tarde y para su suerte toda la comitiva ya se había ido del aeropuerto. Fernán vio que una perra dálmata bajaba del avión presidencial con un cortejo de escoltas. Entonces, le dio por seguir todos los pasos del animal y de sus guardaespaldas. Con su simpatía se hizo amigo del policía encargado. Le tomó fotos, averiguó cómo se llamaba, qué comía, cuánto media, cuánto pesaba, cuántos años tenía, cómo dormía y hasta cuántas veces hacía pipí.
Cuando envió la crónica a la redacción del periódico en Bogotá, su jefe inmediato soltó un suspiro de alivió y se la entregó a don Enrique Santos Castillo. El domingo le dieron los dos cuartos superiores de la portada del diario, con un título que resumiría el momento político por el que pasaba Colombia: “Lara, la primera perra del país”.
Por sus locuras argumentadas se ganó el aprecio y la admiración del director del periódico. Enrique Santos Castillo le encargaba las notas más normales del mundo, pero sabía que aquel muchacho de mechas rubias y de elegancia al vestir, les daría la vuelta, les imprimiría narrativa.
Y entonces apareció la estrella del momento para llevárselo a un viaje de diez años: el cantante Julio Iglesias. Su amistad con él había nacido un año atrás en una de sus magnilocuentes ocurrencias. Iglesias había aterrizado en Colombia con los éxitos de su disco El Amor. El periódico entonces envió a su periodista estrella a cubrir la rueda de prensa. Cuando llegó Martínez, los demás periodistas se asustaron y se pusieron a copiar los detalles que anotaba el payanes. Su fama de iconoclasta ya echaba raíces en el gremio nacional. El viejo mánager de Iglesias dio la orden de una sola pregunta por periodista. Fernán estallaba de ira, e hizo la pregunta más normal del mundo, pero casi que gritando para hacerse notar. Al finalizar, salió con todos sus colegas contándoles que no iba a ir al concierto porque no le gustaban las canciones del español.
Sin embargo, Fernán no podía dormir pensando en la nota que tenía que escribir para el periódico. De modo que decidió dirigirse al hotel donde se hospedaba la estrella. Con su gracia convenció a uno de los mucamos a que le dijera qué habitación era oara el español. Fernán se fue, pero volvió sin que lo atisbaran. Subió y abrió con su cédula la puerta de aquel cuarto. Entró y se sentó a esperar.
Iglesias llegó a la media noche. Al abrir la puerta de su habitación se encontró con el persistente periodista sentado en el piso y leyendo un libro del cantante. Fernán no lo dejó ni hablar y sólo le pidió diez minutos. Julio accedió y duraron dos horas hablando de la vida, las mujeres, la fama y el mundo.
A Julio le advirtieron al día siguiente que Fernán lo acabaría en su artículo de El Tiempo. Pero el visionario payanés se la jugó con una de sus sorpresas y escribió toda una oda en honor al cantante español: “Cuando las luces se apagan”, fue el título del perfil. Julio lo llamó desde Perú para agradecerle y pedirle que si podía contar con sus consejos de vez en cuando. Así comenzó a surgir una gran amistad. Un par de años más tarde, Iglesias volvió al país a cantar. Fernán lo sacó del hotel sin guardaespaldas y se lo llevó en su carro Simca para untarse de pueblo. Así lo convenció de hacer una portada en una revista vendiendo perros calientes en plena carrera 7 con calle 26.
—Esto mejorará tu imagen con la gente de a pie— le dijo el periodista.
Ese día la estrella de la balada romántica, le diría que lo quería como su jefe de prensa y que pronto lo llamaría, pero Fernán pensó que era un de los tantos ofrecimientos que hacen los artistas para que se hable bien de ellos en todas partes. El hijo de Manolo no se dedicó a esperar la llamada y siguió con su trabajo de periodista, fotógrafo y “percepcionista” de historias.
A los pocos días, Fernán fue enviado a un pueblo de Arauca a cubrir una toma que nunca sucedió, y como siempre, lo dejó la avioneta de regreso. Entonces marcó un billete, el único que le quedaba en sus bolsillos, pintando la imagen de una mujer esbelta y su apellido, Martínez. Pagó en la cafetería donde estaba y, mientras leía Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, comenzó a seguir el billete para ver quién salía primero del pueblo. Cada vez que cambiaba de mano, Fernán contaba un pedazo de historia de ese inhóspito caserío. La del panadero, la de la ama de casa, la del lechero, la del comerciante, la del policía, la del alcalde, la del sacerdote, hasta que por fin llegó a las manos de una de las putas que pasaban de pueblo en pueblo.
El 24 de diciembre de 1979, sonó el teléfono del apartamento de Fernán. Era Julio Iglesias. Lo llamaba para dos cosas. Primero para desearle una feliz navidad. Y segundo, para decirle que lo necesitaba en París el primero de enero de 1980 y por ende para que se enlistara como su jefe de prensa. Fernán Martínez no vaciló ni un segundo y respondió… que no. Que no, que muchas gracias por el ofrecimiento, pero que no podía dejar tirado su trabajo por la primer propuesta que le hacían. Que él era fiel a quienes le habían abierto la puerta y no saldría corriendo por unos pocos pesos más. Tal vez esa lealtad fue lo que más le sorprendió a Julio Iglesias del periodista payanés. El cantante sólo atinó a preguntarle que cuánto se ganaba en el periódico. Fernán hizo cálculos y le respondió que más o menos uno doscientos dólares mensuales.
Sólo pasaron tres meses para que volviera a llamar Julio Iglesias. Esa vez le dijo a Martínez que le iba a hacer una oferta difícil de rechazar. Le ofreció un apartamento con todos los gastos pagos en Miami, un carro y un sueldo de 6.000 dólares mensuales. Martínez alistó su carta de renuncia a su manera, única y creativa. Le escribió a don Enrique Santos Castillo una parábola sobre una empleada del servicio doméstico, llamada Adelfa, que tuvo su mamá en Popayán, quien dejó su trabajo por unos cuantos pesos más para irse a la casa de al frente. A los pocos meses la empleada se arrepintió y volvió pidiendo auxilio. Fernán le dijo que él era esa Adelfa que hoy se iba pero que quería dejar las puertas abiertas del mejor trabajo del mundo, por si se arrepentía.
Cuando don Enrique leyó la carta de renuncia, salió furioso de su oficina, increpó al payanés por su decisión y le preguntó que cuánto le iba a pagar Iglesias. Cuando Fernán le respondió, don Enrique sólo atinó a decir: “No te olvides de mandar platica”. Se dice que al único personaje que Santos Castillo le hizo una despedida fue a aquella pluma payanesa.
El día que llegó a Miami lo recogió un Roll Royce, lo llevó a un apartamento en Brickell, desempacó sus libros, salió a comprar ropa y se devolvió para el aeropuerto, porque Julio lo necesitaba en Mónaco. 24 horas después, ahí estaba en Montecarlo sentado al lado de la prensa más cotizada del mundo, con las mujeres más bellas del principado y en pleno concierto para la esposa del príncipe Raniero III.
Entonces empezó su trabajo con el cantante que vendería más discos en todo el planeta entre 1980 y 1983. En ese rol no se limitó a escribir comunicados de prensa, sino a innovar en la imagen del artista para que tapizaran con su nombre todas las tapas de las revistas más importantes de los cinco continentes.
La percepción de Martínez ubicó el elemento que más gustaba del cantante, aparte de su singular voz, la del gentleman de gentleman’s que conquistaba mujeres a donde iba. Martínez no se inventaba los romances de Iglesias, los hacía verosímiles. Su tarea era esa, aunque su jefe se enfureciera sobremanera. Julio llamaba a “Ferny”, apelativo con el que lo bautizaría para siempre, y le pedía que le reservara todas las mesas del mejor restaurante de la ciudad donde se encontraban de gira, porque iría a cenar con una nueva conquista. El mánager haría lo propio, pero también marcaba los teléfonos de los fotógrafos de Sigma, Gamma y VIP, las agencias más destacadas del momento, y les decía dónde iba a estar su jefe. Ese era su trabajo, hacer free press, hacer más fama.
Despertarse en un yate en las islas baleares, broncearse con las mujeres más bellas del universo en la cubierta de un crucero, desayunar en Cannes en la misma mesa con Mia Farrow, recibir a la mitad de la mañana a la prensa en el paseo de la fama en Hollywood, almorzar en la Casa Blanca con Reagan, organizar en la tarde la presentación de Iglesias en los Juegos Olímpicos de Seúl, cenar con el emperador Hirohito de Japón y compartir en la noche una copa con Frank Sinatra. Esos eran sus días.
Aunque siempre ha dicho que no tiene oído para la música, le compuso dos grandes éxitos al baladista; Esa Mujer, del álbum Divorcio, y No me vuelvo a enamorar, del álbum Momentos. Así trascurrieron diez años de trabajo, entre fiestas, escándalos y cientos de éxitos junto al más grande de la música hispanoamericana.
Pero lo perseguía el periodismo. Salió por la puerta de adelante de la casa Iglesias con las llaves para en cualquier momento volver. De regreso a Colombia aceptó dirigir el Noticiero TV Hoy. Era la época de Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, el Cartel de Cali y toda la guerra del narcotráfico hecha escena en cada apertura de la televisión nacional. Fernán titulaba, hacia continuidades y hasta cubría él mismo las noticias. El ambiente era pesado, pero gustaba de la adrenalina. Un año más tarde, la muerte llamó a su teléfono. Le dijo que con los juguetes del “Mexicano” nadie se metía, así el capo ya estuviera en el patíbulo, y que iba a pagar con su vida por el descubrimiento en vivo y en directo del lugar donde se ocultaba el tesoro más preciado del narco, su caballo. El periodista no se las dio de valiente, porque ya había estado en muchos entierros de esa guerra. Había un universo de estrellas más por descubrir y por una bestia no le iban a quitar la satisfacción de hacer historia.
En tanto, regresó a su segunda casa, Miami. Llegó con una gran idea en la cabeza y la casa Univisión le entregó de inmediato la clave de su caja fuerte. Con la invención de El Show de Cristina, Fernán consagraría a Cristina Saralegui como una de las presentadoras insignias del mundo del espectáculo. Martínez siempre estuvo detrás de las pantallas, produciendo y escribiendo los libretos del talk show más premiado en Latinoamérica. Un par de años más tarde, el hijo de Manolo Martínez se ganaría cuatro premios Emmy, mejor programa de interés público, mejor programa biográfico, mejor programa de orientación médica y mejor especial. Al año siguiente, llegarían dos más.
El teléfono sonó de nuevo. Era Julio Iglesias, quien le quería pedir un consejo:
—¿Qué hacemos con Enriquito, tío? El chaval ya está para grandes cosas —aseveró el cantante.
Sin embargo, Fernán no tomó esa propuesta como un favor sino como un trabajo. Firmó con el cantante y empezó a enrutar la carrera del muchacho. En 1997 ganaron el primer Grammy en la categoría de “Best Latin Pop Performance”. Se echó de nuevo las llaves de la casa Iglesias a su bolsillo, se subió a un avión y comenzaron a llenar estadios, plazas de toros y los grandes salones de la fama. De repente, llegaron los problemas con el pueril Enrique. Una situación que Martínez, por seriedad y cuidado de su buen nombre, no cuenta. Optó por ajustar la puerta sin hacer ruidos, llevando a la televisión hispanoamericana a Cháveli, la hija amada de Julio.
Hoy por hoy el teléfono de Vicky Pavajeau, la asistente personal de Fernán, no ha dejado de sonar. Trabaja como él, siete por veinticuatro. Cuando suenan no sólo llaman para buscar a su jefe, si no para preguntar por el book de Carolina Gómez, Taliana Vargas, Flora Martínez, Mónica Lopera, Juliana Galvis, Karen Martínez, Julián Arango, Mario Rivero o Roberto Urbino. Otras estrellas que empiezan a brillar bajo el cielo del payanés. El manager les presenta gente, les asesora en imagen, les recomienda libros y biografías, les recuerda películas, los pone a recitar poesía, a saludar al portero y al Presidente, les recomienda sitios y, como si fueran sus hijas, los regaña cuando cometen algún exceso, bien sea en comida, deporte, sueño, juego o fiestas. Si Fernán tuviera tiempo, los llevaría a comer helados y a ver una película los domingos. Pero el reloj no le da. Ahora su tiempo libre lo dedica sólo a sus dos hijas, Isabella y Antonella.
Por @PachoEscobar