Fue en febrero de 1987 cuando su ex esposa Patricia se lo propuso. Mario Vargas Llosa, que en su juventud fue un ferviente admirador de la revolución cubana, ahora sería el encargado de restaurar el Perú de las políticas de izquierdas de Alán García que habían devastado al país. Dejó los libros a un lado, la pasión por escribir y se centró en maratónicas jornadas en donde intentaba, infructuosamente, unir a toda la derecha en torno suyo. Se reunió con el ex presidente Fernando Balaúnde quien era incapaz de entender las complicadas teorías económicas de Karl Popper para crear riqueza en un país arrasado por el populismo.
Sus discursos, perfectamente elaborados, aburrían a las multitudes que se agolpaban en la plazas de Tacna y Piura, queriendo escuchar que tendrían alguna vez casa, vivienda y educación gratis, ofertas que el candidato del Frente Democrático no estaba dispuesto a dar tan fácilmente.
En esos tres años fueron los únicos en que el Nobel no tuvo un solo día disponible para la literatura. Al principio de la campaña parecía que el esfuerzo valía la pena: ningún otro candidato se le acercaba en las encuestas. La clase media alta y los intelectuales lo apoyaban con firmeza y los pobres intentaban concientizarse que lo que más le podría convenir al país era la apertura de mercado.
Dos hechos inclinaron la balanza en su contra: un comercial en televisión que insinuaba cierto tipo de racismo de los blancos acomodados y los cholos y la irrupción de un ingeniero de origen japonés que, a pesar de ser un desconocido y de tener un tono de voz nasal, supo interpretar los deseos del pueblo que quería escuchar la misma cantinela de siempre: régimen subsidiado, vivienda gratis y, sobre todo, acabar de una buena vez por todas con Sendero Luminoso, el grupo guerrillero que con sus continuos atentados aterrorizaba al país.
Cuando todo hacía presagiar una aplastante victoria en primera vuelta ocurrió la peor: A Fujimori le alcanzaba para ir a una segunda en donde, con suma comodidad y con el apoyo de los otros partidos, ganaría sin ningún tipo de problemas. Mario Vargas Llosa entendió que todo había sido en vano. En su libro El pez en el agua cuenta lo frustrante que fue pensar en todas esas novelas que dejó de escribir, en los libros que dejó de leer por caer en la tentación de querer ser presidente del Perú.
Fujimori se burlaba de su cosmopolitismo, de sus libros, de su ateísmo, de su desprecio por lo popular, de su neoliberalismo. En el laberinto en el que se encontraba Vargas Llosa cometió todos los errores: un día después de la primera vuelta el escritor fue a la casa de su rival y le ofreció renunciar, reconocer la derrota y ahorrarle al país los millones de dólares que podría costar una nueva elección. Fujimori, al otro día, le dijo a los medios que Vargas Llosa estaba asustado y al futuro Nobel lo único que le quedó fue seguir adelante.
Fue arrasado, burlado, vilipendiado. Se nacionalizó español y se fue a vivir a Madrid. Para exorcizar sus demonios escribió sus memorias y siguió haciendo más novelas y 20 años después vio cómo se hacía justicia: En el 2010 mientras su enemigo estaba en la cárcel por el escándalo de Vladimiro Montecinos, Mario Vargas Llosa se convertía en el primer peruano en ganar el premio Nobel.
Ahora, desde su columna en El País de España, el autor de La casa verde trata de evitar que otra Fujimori vuelva a apoderarse del Perú.