Kafka, desahuciado ya por los médicos, desalentado por una larga disputa con su padre y frustrado porque parecía que nunca iba a cumplir su sueño de vivir de la literatura, se retira a un hotel en la ciudad húngara de Cesj, en donde tres siglos atrás Erzhebet Bathory, la condesa sangrienta, moriría emparedada en el último piso de una lúgubre torre después de desangrar a más de trescientas doncellas en la búsqueda desesperada de la eterna juventud.
Frente a un parque daba el ventanal del amplio piso que habitó el escritor durante su breve retiro. La idea era estar allí, donde nadie lo conocía e importunaba, para terminar El castillo, una novela que le corroía el cerebro desde hace mucho tiempo y contaba las vicisitudes de un agrimensor condenado a medir un castillo enorme, tan enorme que no tenía fin, como esa muralla China que describiría hace ya muchos años cuando aún era un muchacho que se debatía entre la presión de ser alguien o sucumbir al bohemio y mendicante encanto de la literatura.
Se sentaba en las tardes en el parque de tréboles marchitos. Los caminantes se sorprendían al ver a ese hombre flaco de rostro pétreo y ojos saltones como los de un insecto, inmerso en intensos ataques de tos que lo hacían acostarse, agotado, en la fría piedra de los bancos.
Regresaba a su apartamento tarde a enfrentarse a la derrota de la hoja en blanco. Su novela El castillo, como la edificación descrita en el relato, parecía no tener fin. Desalentado y teniendo certeza de su bloqueo, a Kafka no le quedaba de otra que regresar al mismo banco, rodeado de las hojas secas del otoño y de los incontables papelitos empapados con la sangre que, en coágulos, no paraba de salir de su boca por culpa de la tuberculosis.
Una tarde ve a una niña llorar al lado de un árbol. El llanto era tan profuso y desgarrador que a Franz no le queda otra que levantarse de su banco y llegar a su lado jadeante y rojo. La niña era flaca, con el pelo grasiento, los ojos saltones, el rostro lleno de hollín y el tremor intenso de los que van mal abrigados en inverno. Kafka se agacha y toma de los hombros a la pequeña mendiga. Al preguntarle qué era lo que le pasaba, la niña contestó, entre sollozos, que su muñeca Londrina había desaparecido, “la dejé allí, al lado del árbol, mientras que recogía las hojas. Te pagan lo suficiente para comprarte un pastelillo si recoges muchas hojas; la dejé allí y cuando volví ya no estaba”.
El escritor la miró a los ojos y le dijo sin que le temblara la voz: “Londrina está bien, lo que pasa es que se ha hecho grande y quería ver el mundo sin ti”. “¿Cómo lo sabes?”, espetó la niña, y él, pasándose por la boca roja una servilleta le respondió “porque ella habló conmigo antes de irse y me lo dijo. Me pidió mi dirección y me prometió que mañana me mandaría una carta para ti”. “No sabía que Londrina sabía escribir”, dijo la niña escéptica. “Mañana nos vemos a esta misma hora y sabrás de Londrina”. Kafka se levantó, le dio la espalda a la niña y, entre toses, sofocado y exhausto, regresó a su cama.
La hoja en blanco ya no era una amenaza. Ahora abandonaría para siempre su intención de acabar El castillo y se centraría en la noble tarea de llenar de esperanza la prematuramente vacía y triste existencia de una mendiga. Diariamente iba entregándole a la niña las cartas de viajes imaginarios más bellas jamás escritas. Londrina navegaba en barquitos de papel por la Vía Láctea, se dejaba caer por espesas y ruidosas cataratas que la llevaban de vuelta a los tiempos de los faraones, cuando ayudados por hadas magníficas, construían sus oráculos en formas de pirámides. Durante ocho meses Kafka alimentó la ilusión de una niña que había perdido a una muñeca pero que gracias a su infortunio había logrado atisbar el paraíso literario de la mano de uno de sus ángeles.
Kafka, que pensaba terminar la más importante de sus novelas con las pocas energías que le quedaban, terminó haciéndose pasar por una muñeca que escribía cartas desde la más recóndita y verde luna de Saturno.