A pesar de que por años había tenido el propósito de mudarme para siempre a Estados Unidos, solo lo logré cuando cumplí cuarenta. No sabía yo que mi marido moriría seis meses después de llegar. Le dio cáncer en el cerebro y en ocho meses moriría. Lo vi agonizar abrazándolo y se me quitó el miedo a la muerte.
Es así que emprendí mi nueva vida “americana” sola. Los hijos se fueron de la casa, yo me levanté un novio, me mudé de ciudad, mas novios, mas mudanzas, incluyendo un fugaz y frustrado regreso a Colombia. En 17 años me he mudado de ciudad siete veces. Menos de tres años en cada sitio.
De vuelta a Estados Unidos en 2015 –pasé 2013 y 2014 en Colombia- me fui a vivir con mi novio estrato dos con el propósito de asimilarme completamente y dejar de opinar sobre Colombia, algo que me había condenado al exilio, no solo por mis columnas, sino también por mis tuits.
Yo era una princesa que siempre había tenido ayuda doméstica, y ahora me enfrentaba a limpiar una casa completa con dos cuartos, dos baños, cocina, comedor, sala y todo lo demás, sin ayuda. Mi corazón se encogió.
Además, J, mi novio, era coleccionista o sea que no botaba nada. La casa era un desastre adentro y afuera. Pilas de baldes, trozos de madera, herramientas, sillas, BBQ’s, llantas, mangueras se acumulaban afuera de la casa, y adentro no había espacio para todas sus pertenencias. El tapete raído, el piso con pegotes, objetos inútiles por todos lados y muebles viejos, más el mugre generado por el cultivo que J tenía en el segundo piso, que dejaba un polvillo negro en la pantalla de mi laptop, aun estando cerrado.
J tenía subsidio de comida, doscientos dólares al mes, que alcanzaba y sobraba para una sola persona. Mi nivel de ingreso era inferior al de él y conseguí también que el Estado me pagara la comida.
A J le gustaba comer afuera pero el presupuesto era máximo seis dólares por plato. Ibamos a los carros de comidas y algunas veces podíamos pagar con el subsidio. Si no, teníamos todo un inventario de menús y precios en nuestras cabezas de los sitios del vecindario, todos por debajo del límite fatal de los seis dólares.
Solicité ayuda médica por parte del Estado y también lo conseguí. Tengo un excelente servicio de salud, que cubre todas las eventualidades, incluyendo salud mental, por el cual no pago nada. En otras palabras, entré al Sisben y Familias en Acción.
Yo prefiero estar en la casa que salir. El hogar me da seguridad. Por eso me dediqué a cocinar como antes, como cuando tenía una familia. J estaba fascinado. Nunca había comido mejor, todo aliñado con cebolla, tomate y cilantro, como cualquier plato colombiano que se respete, y tan barato. Traje guascas para el ajiaco y Totité para el arroz con coco.
Comprábamos ropa en Goodwill (ropa donada) a precios increíbles. Conseguí ropa de marca por cinco dólares, un abrigo de cachemir por veinte, y toda clase de electrodomésticos usados como el horno microondas y un calentador.
Nunca íbamos a cine o a un concierto. Dejé de comprar antojos en Amazon y disminuí el consumo de nueces, indispensables para una vegetariana como yo, pero carísimas. Iba a clase de yoga gratis; el único lujo que me daba era tomar clases de francés, como siempre lo he hecho.
Empecé a imitar inconscientemente el hablado y acento de J: un redneck o hillbilly como llaman acá a los montañeros. “I ain’t gonna do it” se convirtió en mi frase de cabecera. También me olvidé de la gramática al decir “I don’t see nothing” en lugar de “I don’t see anything”, a propósito.
Me dejó de dar vergüenza ir al supermercado en sudadera. Empecé a usar tenis todos los días. Mis zapatos de cuero me tallaban. La cartera era una mochila Wayúu. Las de cuero me pesaban. Compré tres buzos para el invierno y los usé todos los días. Tenía solo dos juegos de ropa térmica. La casa nunca estaba suficientemente caliente por lo que yo andaba con mi abrigo de piel que compré en Canada. De paso perdí peso, por andar tiritando. Los martes, que es Taco Tuesday, salíamos a comer tacos a un dólar. Con mi subsidio pude volver a comprar nueces y queso de cabra.
Debo confesar que estaba contenta. Mi ingreso era mínimo, pero siempre alcanzaba. El arriendo lo pagábamos entre J y yo, lo mismo que los servicios. La calidad de vida era prácticamente la misma de antes, con la única diferencia es que ahora estrenaba ropa vieja y no Banana Republic como solía hacerlo. Lo único que nos faltaba era reciclar botellas en el supermercado para tener un ingreso adicional, pero eso ya sería demasiado estrato uno.
Sin embargo, apareció una persona. Un hombre adinerado, estudiado y poderoso se enamoró de mí. Doy el paso de estrato dos a estrato siete en unos pocos días. Me mudo a New York con él. El precio, sin embargo, es la independencia, dejar de hacer lo que me da la gana. Por lo menos ahora sé que es posible ser pobre y feliz, por si tengo que reversar todo cuando este nuevo macho alfa pretenda cortarme las alas.