Todos fuimos un cúmulo de células rebeldes y caprichosas que crecíamos sin cesar dentro de nuestras madres. Un Alien como el de la película. Casi un cáncer. Nos conformamos a la matriz materna, a lo que somos y a nuestras circunstancias metabólicas poco a poco. Pero alguna memoria hay en nuestras células de aquellos primeros días tormentosos de embrión hambriento cuando cualquier cosa podía suceder. Y comíamos todo lo que nos llegaba por la placenta.
Luchábamos contra nuestra mamá por la glucosa de su sangre. Sin saberlo nuestra madre defendía lo que necesitaba. Nosotros, embriones hambrientos, capturábamos combustible para nuestro desaforado crecimiento. El arma de combate era la insulina: la nuestra absorbía para nuestro lado, la de ella retenía de su lado. ¿Qué ocurre cuando nuestra madre es diabética porque no produce suficiente hormona en su páncreas o porque necesita más por su exceso de peso? El equilibrio se rompe. El pequeño que crece en el útero materno gana la batalla y se engolosina absorbiendo glucosa y nace un bebé grande, casi gigante, que se llama en pediatría macrosómico con más de 4000 g de peso.
Por todo lo anterior es importante un buen control prenatal, con pruebas de laboratorio y seguimiento estrecho del peso de la madre gestante pues el embarazo puede disparar o empeorar diabetes materna. Pero al recién nacido grandote tampoco le va bien. En los primeros días de vida necesita, paradójicamente, más azúcar en la sangre pues se ha acostumbrado a robarla con un nivel alto de insulina, si así podemos decirlo, de su inagotable madrediabética o prediabética con un nivel bajo de insulina. No teniendo glucosa fácilmente disponible el niño, grande y rosado, hace hipoglicemia marcada, convulsiona y puede morir.
Como decía Heráclito de Éfeso“El combate es el padre de todas las cosas” y nacemos tras una guerra metabólica con nuestra madre por la glucosa sanguínea. Durante miles de generaciones humanas el día más peligroso de la vida fue el primero. No hay nada más importante para nuestra vida futura que un buen control médico del embarazo en nuestras madres. Y si hoy se registra que la mortalidad infantil global ha disminuido más de la mitad desde 1990 esto se debe en gran parte al cuidado prenatal. Para algo sirve la medicina moderna aunque a veces la sociedad no lo reconozca y solo vea sus falencias.
Pero aún no conocemos todos los secretos de ese combate intrauterino que termina en dulce paz, o eso esperamos, entre la madre y el niño. Sorprendentemente las guerras y conflictos del siglo XX que podemos estudiar con más precisión estadística en sus consecuencias inmediatas en las generaciones siguientes nos ilustran algunos aspectos del problema. En la Ucrania soviética de 1933 ocurrió una gran hambruna con más de cinco millones de muertos. Fue causada por la colectivización forzada de agricultores ordenada por el Padrecito Stalin. Una o dos generaciones después se observó en quienes nacieron en aquella época riesgo aumentado de obesidad, diabetes tipo 2 del adulto y enfermedades cardiovasculares. En la hoy rica y organizada Holanda ocurrió otra gran hambruna, que ha sido cuidadosamente estudiada, entre 1944 y 1945 al final de la Segunda Guerra Mundial. Si usted fue un joven embrión en el seno materno durante aquellos años al llegar a la adultez tendrá predisposición aumentada a las enfermedades cardiovasculares, diabetes, cáncer, esquizofrenia y otras condiciones asociadas usualmente al estrés metabólico y sicológico.
Lo interesante de todo esto es que heredamos las consecuencias de las dificultades nutricionales y fisiológicas vividas por nuestras madres. Y hasta por nuestros padres, afirman algunos investigadores, a través de cambios registrados en los gametos masculinos. Se dice que mi papá al nacer tenía una mancha roja en una mejilla. Mi abuela contaba que eso se debía a que estando en embarazo pasó una señora vendiendo manzanas por su casa y ella tuvo un deseo súbito e intenso de comer una. Como yo no tengo ninguna mancha similar en las mejillas dudo un poco de la transmisión paterna. Pero sí creo en las huellas dejadas en nuestro organismo por las vivencias intrauterinas de nuestra vida embrionaria.
En la facultad de medicina nos enseñaron que la herencia de características adquiridas o lamarckismo era una herejía biológica ridícula que debíamos olvidar. Luego célebres genetistas como la Dra. Lynn Margulis han dicho “ el difamado eslogan del lamarckismo, la herencia de los caracteres adquiridos, no debe ser todavía abandonado”. Hoy la epigenética investiga como se imprimen en el genoma o su expresión individual las experiencias bioquímicas y hasta el estilo de vida de generaciones inmediatamente anteriores. Recordamos lo que nos ofrecieron o quitaron en nuestra vida intrauterina y somos aún de cierta manera el embrión hambriento que éramos. Nuestras células no olvidan los años del hambre.