Cuando era una fiesta ir al Campín y al Palacio del Coresterol

Cuando era una fiesta ir al Campín y al Palacio del Coresterol

Claudia López anunció la demolición de un sitio sagrado para los amantes del fútbol, donde los hinchas remataban con un buen chicharrón y una jarra de refajo

Por: Manuel Enrique Estevez Moscoso
septiembre 24, 2021
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Cuando era una fiesta ir al Campín y al Palacio del Coresterol
Foto: Pxfuel

Por allá en el año 1965 contábamos con poca edad, también poca plata, pero eso sí, con muchas ganas de ir al Estadio a ver a Santa Fe.

De la Candelaria al Campín era superlejos y cuando no había sino para la boleta tocaba coger el bus amarillo “colado” que decía “Chicó/Miranda bajarse en la 7a y echar pata por la 57 al Estadio.

En esa época éramos asiduos clientes de el palco de “ gorriones”, que era gratis para los niños y los policías que estaban a la entrada, pues tenían una vara que daba la medida y el que se pasara de ahí no podía entrar.

Sin estar los talibanes por ahí les quiero contar que la participación de las niñas de la época era casi nula.

Quienes por estatura superaban la vara se hacían en las puertas de las otras localidades y aprovechando la norma uno se le “pegaba” a un aficionado y le decía: “Señor, ¿me entra?”, y sin proponérselo resultaba sin plata en la tribuna de Occidental o en Preferencial, que eran las más caras.

Pero el espectáculo era Oriental, esa era la tribuna, llegar allí era lo máximo, ya se tenían los amigos logrados a lo largo de los otros domingos, el que llegaba primero le guardaba el puesto a los amigos limitando con sacos y ruanas.

Ya siendo mayor de edad se volvió un ritual llegar a la 24 con 57 en una esquina del Club de Tenis que colinda con el Estadio a buscar al negro de la avena y los buñuelos... qué avena tan rica, y su buñuelo del día. Ese man tenía una olla grande con el producto y unos cubos de hielo; por lo tanto, a medida que se derretían los cubos la avena se iba regenerando, entonces la ollada alcanzaba para antes y después del partido. El vaso valía 300 pesos, y el Buñuelo, 100 pesos.

Además, grupo que se respetaba llevaba “piquete” para comer en el entretiempo del partido, así como la bota con todo tipo de bebidas fuertes.

Esa comida se repartía y de pronto se le invitaba a algún vecino que lo miraba a uno como “perro de piqueadero”, y la bota circulaba de igual manera entre los amigos y vecinos. También llegaban botas de otros vecinos de puesto, especialmente de quienes estaban sentados atrás o en la gradería de adelante, se llegaba el caso de que si se tenían amigos a cuatro o cinco graderías, se les hacía llegar la bota y todos departíamos.

No importaba que mi vecino fuera del equipo contrario; todos escuchábamos a Carlos Arturo, a Hernando Perdomo Ch, a Pastor Londoño o al Pato Ríos. Y para llegar al estadio sin transistor era mejor no ir.

La fiesta de ir al Campín también era la oportunidad de comer chicharrón totiado, que vendían adentro con las paletas Victoria y algunos chitos y papitas de talego, eso para el que no llevaba nada.

Cabe anotar que las guerras de huesos de oriental eran famosas y eran parte del espectáculo, pues sin medir el grado de cultura y medio folclórica la vaina, los huesos de pollo, tusas, pedazos de papas y hasta huesos de marrano sobrantes eran utilizados como armas para “ cascarle” al que borracho comenzaba una sana trifulca. Cabe anotar que eso no se veía sino en oriental, todo bajo el ta ta ta de la BARRA 25.

Cómo olvidar al matrimonio de la tercera edad, quienes eran los celadores del estadio que caminaban por la pista atlética y los aficionados les tiraban monedas o a los espectáculos del Batallón Guardia Presidencial en la Izada de la bandera; además interpretaban los himnos y todo el público los aplaudía, momentos que aprovechaban algunos niños para atravesar el estadio en medio de los policías, quienes por estar rindiendo honores a los símbolos patrios no podían reprimirlos.

Para terminar, ni les cuento cómo era la salida de la tribuna... Los que se hacían arriba se orinaban y los chorros les caían a los que muchos metros abajo estaban saliendo, entonces había que aprender a pasar rápido para no ser meado.

Si se perdía, se ganaba o se empataba la cita era en el Palacio del Colesterol, que fue el nombre que Carlos Arturo Rueda le puso a las fritanguerías ubicadas al nororiente del estadio. Era tan delicioso el ambiente allí que muchos no entraban al estadio y preferían sentarse a beber pola y a escuchar el partido por el radio Panela de la época. Sagradamente, el partido comenzaba a las 3.30 y el palacio se llenaba de 5.30 a 2:00 de la mañana al son de los vallenatos, tríos, mariachis y música llanera, que cobraban por cada canción interpretada.

Lo que vendían adentro eso era otra cosa, uno con la sola “pruebita” que ofrecían las marchantas podía subsistir sin pagar. Y ellas se identificaban con la camiseta de su equipo, entonces ya los de Santa Fe sabíamos a dónde ir, pues allá no llegaban sino los aficionados, pero no se le incomodaba a nadie.

Hoy, con mucho dolor, vemos cómo la señora alcaldesa anuncia la demolición de nuestro otro sitio sagrado y punto de reunión, donde se remataban los partidos de fútbol y los corrillos; donde se hablaba de todo para darle paso en ese terreno a una actividad cultural, y se elimina de tajo más de 50 años de la historia bogotana donde confluían los señores de Occidental, mezclados con los mechudos de Bajas. Se acaba el sitio de comer el mejor cuchuco con espinazo y la mazamorra chiquita que se comía en Bogotá, todo acompañado con el “refajo” de dos polas y una colombiana, una pony y una copita de néctar, fórmula que solo entendemos los de la vieja guardia.

Eran los tiempos de Panzutto, Perazzo, Reznik. Todos alabábamos a Cañon a Seki, a Manolín Pacheco a Mina Camacho y sus uniformes estrafalarios, cómo no recordar a Ernesto Díaz o al “suavecito” del chiquito Aponte.

También sufríamos con jugadores como el viejo Willinton Ortiz, Brand, Morón y Maravillita Lima, de Millos; los que traía el Junior, el Cali o el Nacional, sin olvidar al América.

Nadie se citaba para darse cuchillo en el Estadio, era el sitio para ver fútbol entre todos y mamarle gallo al que perdía...

Como decía el Patico Ríos por la voz de Colombia: “Han escuchado un minuto de silencio” que se lo dedicamos a esos recuerdos y, en especial, al Palacio del Colesterol, donde los reyes éramos los aficionados al fútbol.

 

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