Vivíamos en la carrera nueve, entre las calles 20 y 21, frente a un edificio blanco en donde existió por más de medio siglo un molino gigante que convertía el trigo en harina. Entre las anécdotas que más recuerdo, está la vez en que el tren, que pasaba por el frente de mi casa, arrolló a una vaca lechera.
Hubo carne para todo el que llegó a recogerla en un monte lleno de todo tipo de plantas silvestres, desde pipones hasta enredaderas con unos frutos rojos muy apetecidos por las culebras. Ese lote enmontado quedaba en donde hoy existe el Rumbódromo o los cimientos abandonados de un parque sistemático que iban a llamar Taykú, pero que se lo robaron.
Además, tenía toda clase de plantas silvestres, también había madrigueras de conejos y mucha hierba fresca, por lo que las reses de una casa finca cercana, en uno de los barrios más antiguos de Santa Marta de nombre Santa Catalina, detrás de donde hoy se encuentra la cárcel que se llamó por un tiempo El Panóptico, se salían para venirse a pastar a ese lugar. Ese día, una de las vacas como que trató de pasar la línea ferrocarrilera, con tan mala fortuna que lo hizo cuando el tren acababa de cruzar rápido por el paso nivel que había en la avenida Santa Rita. El bovino quedó totalmente destrozado y los pedazos de carne se esparcieron por todo el mencionado lote enmontado.
Otro suceso que recuerdo cuando el tren pasaba por el frente de mi casa, ocurrió en el mes de febrero, un día después de la muerte de Joselito Carnaval. Exactamente, al frente de mi casa, donde había un registro de agua potable en el que nos metíamos, para incluso bañarnos y llenar bolsitas de plástico con agua que luego nos arrojábamos en el día tradicional de la mojadera. Ese día, un amigo de nombre May, se metió y colocó una manguera en el tubo madre del acueducto y desde ahí comenzó a echarle agua a un tren de pasajeros que pasaba por esos momentos, con tan mala suerte que al final, en el último vagón, iba un policía carabinero y a quien mojó sin querer queriendo.
El uniformado, muy enojado, desenfundó su arma de dotación y desde el tren en marcha, le disparó un solo tiro, cuyo proyectil por fortuna pegó en la tapa del registro de agua y no en la cabeza del amigo May, quien luego salió corriendo de aquel sitio, tartamudeando y con la determinación de que más nunca se pondría a tirar agua en el día tradicional de la mojadera y en verdad nunca lo volvió a hacer.
Otro episodio que recuerdo de cuando el tren pasaba por mi casa, es el ocurrido el día en que el Unión Magdalena, el equipo de fútbol de la ciudad, quedó campeón por primera y última vez, en 1968. Yo tenía 8 años de edad y desde la puerta de la casa ví a la locomotora negra botando humo y pitando con su sonido único, que transportaba a los jugadores campeones. Distinguí a “la hormiguita” Quiñónez, a Pipico, a Justo Palacio y a Sayas, los jugadores que más idolatraba del onceno bananero o del otrora gran “Ciclón”.
Después de esos gratos recuerdos de cuando el tren pasaba por el frente de mi casa en Santa Marta, me quedan otros no tan agradables, sino violentos, que sucedieron luego de que el tren dejó de pasar por el frente de mi casa y quitaron la línea ferrocarrilera y la reemplazaron en 1975, en el Sesquicentenario de la ciudad, por una avenida de cuatro carriles a la que le pusieron como nombre La Avenida del Ferrocarril, como era de esperarse, pero esas anécdotas serán contadas en otra crónica.