La palabra o la idea de orgullo tiene dos significaciones. La una lleva consigo el exceso de estimación que se tenga hacia uno mismo y hacia los propios méritos que pueden llevar a creerse superior a los demás. La otra, abraza al orgullo como el sentimiento de satisfacción hacia algo propio o cercano que bien puede considerarse meritorio. Hay entonces quienes se sienten orgullosos por haber nacido en alguna región y hay otros a quienes el trato diario termina por aislar cuando no a estigmatizar porque resultan ser tan orgullosos que no reconocen ni la realidad ni los errores.
____________________________________________________________________________________________
Vibro oyendo el himno paisa, pero tambuén he atacado con vehemencia la extrema caracterización del sentimiento antioqueño para no reconocer los errores ni el comportamiento equivocado
____________________________________________________________________________________________
Ambas acepciones son las que por estos días vuelven a los antioqueños el centro del mantel. Dada la conformación geopolítica y humana de los habitantes del territorio paisa y, sobre todo, el ejemplo de verraquera que han dado sus mayores, hay millones de colombianos que con todo derecho se sienten orgullosos de ser antioqueños. Yo, que desciendo por los Álvarez Restrepo de la orilla del rio Porce y por el lado Gardeazábal del viejo teniente alcalde de Santa Fé de Antioquia que regó su semilla en Rionegro para que algunos de los suyos la sembraran en el Valle, soy un colombiano que todavía vibro oyendo “Oh libertad que perfumas las montañas de mi tierra…” el himno paisa. Pero de la misma manera he atacado con vehemencia la extrema caracterización del sentimiento antioqueño para ocultar su desmedida ambición, su picardía innata y su suficiencia comercial y entonces no reconocer ni los errores ni el comportamiento equivocado y, lo que ha sido peor, el negarse a estudiar las razones de fallas repetidas o esporádicas. Lo que está volviendo lamentablemente a pasar con los edificios enfermos, seguramente mal construidos, es el mejor ejemplo de ese orgullo mal aplicado. Si se hubiese organizado una Comisión de la Verdad para que atribuyera falencias o nos dijera la razón de tantos y tan repetidos edificios colapsados, los ingenieros del futuro habrían aprendido y Medellin se habría salvado de volver a ver pasar la misma película. No fue así. No parece que lo fuera a ser.