Era probable, pero no era así. Era una de sus apuestas, de sus imágenes creadas a partir de muchos episodios que –relatados por personas cercanas– dan cuenta de su irresponsabilidad y el incumplimiento de sus compromisos.
Las jornadas en las que no quiso o no pudo grabar los programas en los que laboró porque estaba sumido en una profunda depresión o en un guayabo terrible. No es bien vista la carroña social, es decir, comer pellejo del muerto, pero tras 25 años de su muerte va rumbo a convertirse en un ícono caricaturesco del que se desconoce casi todo.
Construyó para él varias imágenes: la de un hombre de extracción humilde que con base en su inteligencia escaló la pirámide social; la de un ser irreverente que no encajó en el modelo social de la Universidad Nacional; la del profesional insolente que desafía el establecimiento desde sus propias entrañas; la del entrevistador impertinente y grosero que no respeta el poder; la del luchador social –mesiánico, por momentos– que quiere cambiar el país y el futuro de sus conciudadanos; y la del exguerrillero redimido que descree de la armas como alternativa de lucha, entre otras más triviales, como la del feo irresistible.
Se valió primero de sus excelsas condiciones, es decir de su inteligencia, su memoria, el manejo de información tanto histórica como de actualidad, de su capacidad de imitación, de su rapidez para el apunte, de su versatilidad en el gracejo, y claro, de los medios de comunicación y el reconocimiento, la fama y el prestigio que le granjearon, para hablar sin medida o restricciones. Ya son famosas sus frases en las redes sociales. Por ejemplo: “En Colombia la gente se aterra porque uno dice hijueputa en televisión, pero los niños en los semáforos pidiendo limosna no, eso les parece folclor”.
Garzón destruía el prestigio del poder hegemónico en todas sus manifestaciones o, dicho en positivo, construía el desprestigio de los que criticaba, cruzando –y entrecruzando muchas veces–, las diversas formas de legitimidad. Y lo hacía con base en el carácter del discurso humorístico donde la información puede estar implícita, pero requiere de parte de quien construye ese discurso, un esfuerzo serio con resultados cómicos o risibles. El viejo paradigma: el humor es cosa seria.
De manera muy recurrente habló de la falta de compromiso de los ciudadanos y de la deshonestidad como nuestro principio rector. Se incluyó como colombiano, pero no era más que un simulacro de su régimen enunciativo, una estrategia en la que siempre mezcló el humor y la crítica, el personaje y la persona, en suma, la realidad y la ficción. Obvio, como estrategia de sus intereses políticos.
El simple trabajo de ortodoncia desvirtúa su aparente desinterés por todo. Resulta claro que no todo le valía huevo, pero le convenía a su imagen de irreverente y crítico. Le importaba verse bien, relacionarse bien, departía con el poder –al que criticaba, al que aspiraba y el que por momentos detentó–, le importaban los amigos y le fascinaban las mujeres bellas (bueno, como a casi todos los hombres y a algunas mujeres), al fin que era un simple mortal, con virtudes y defectos como todos, pero con la particularidad escasa del buen humor. Del que muchas veces fue cara, intérprete, pero no ideólogo, aunque le sumara su capacidad histriónica.
Jaime Garzón fue un hombre que primero moldeó una imagen y luego se aprovechó de la construida a partir de su éxito en los medios de comunicación, que no se contrapuso a la que pretendía, sino que la ratificaba y hasta cierto punto, idealizaron en periódicos, revistas y televisión, como una leyenda. Era sin duda un hombre capaz de interpretar muchos roles y personajes, amigo de la fama y del poder, que vivió por cuenta de su amplio reconocimiento al límite entre la ficción de los medios –de los que hacía parte y parodiaba– y la realidad del país. Siempre bien informado, hizo de él y de su personalidad cargada de crítica y burla, el centro de atracción en todo lugar en cuanto se desenvolvió y en todo cuanto hizo. Como sufría de incontinencia –no urinaria, sino verbal y conceptual– no podía callarse nada y todo en él era exaltación extrema, bien hacia lo positivo o hacia lo negativo, bien con sus palabras o con su actitud, bien con su trabajo o con la expresión de su corporalidad. Su mayor virtud si se quiere fue siempre lograr llamar la atención.
No sé cuántas veces vi a Jaime Garzón en televisión, en Zoociedad, en Quac: el noticero o con su personaje Heriberto de la Calle, pero sí recuerdo –con una precisión que no es característica de mi memoria– las dos veces que lo vi en persona. La primera vez fue en Bogotá y la segunda, en Cali. Ocurrió en la Casa de Nariño y en la Universidad Autónoma de Occidente. El primero fue un encuentro casual y el segundo, un cubrimiento periodístico.
Para la época ya había de este personaje diversas imágenes construidas a partir de su éxito mediático y de su innegable actividad política, sus diversos roles y esas facetas que no siempre resultan positivas. Pero es sobre todo a partir de su asesinato ocurrido el 13 de agosto de 1999, que comienza a forjarse en Colombia una imagen si se quiere colectiva que aún no detiene su conformación.
25 años después de su asesinato –aún impune– la opinión pública sigue repitiendo sólo facetas de una imagen que de Garzón construyen quienes en general desconocen su vida y obra. Por ejemplo, nada tuvo que ver el humor con su asesinato. Cada que incumplía –y lo hacía con frecuencia– todos lo disculpaban y alababan su desplante como en una especie de catarsis ante una virtud incomprendida: “A ese tipo todo le vale huevo”. Bueno, pues a la justicia colombiana también le ha valido huevo su muerte. Ojalá no termine convertido en una simple calcomanía, en un afiche barato, en un mural, en una imagen para la venta… Creo que ya es todo eso y menos.