Cuando el joven reportero Gabriel García Márquez empeñaba su máquina de escribir

Cuando el joven reportero Gabriel García Márquez empeñaba su máquina de escribir

La Smith Corona eléctrica, donde el laureado escritor culminó Cien años de soledad, se encuentra bajo llave en la Biblioteca Nacional de Colombia

Por: Ricardo Rondón Chamorro
octubre 21, 2022
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Cuando el joven reportero Gabriel García Márquez empeñaba su máquina de escribir
Gabriel García Márquez, cuando era reportero raso, empezó a escribir su gloria narrativa en las antiguas máquinas de escribir/Fotos: FNPI/Biblioteca Nacional

En los vuelos recónditos e itinerantes del periodismo y la imaginación, como ese halcón peregrino que fue de las letras, Gabriel García Márquez (Gabo) vivió entre el esplendor y la nostalgia de los teclados mecánicos y eléctricos donde chuzografió sus poemas y dedicatorias amorosas de galán costeño cuando cursaba bachillerato en Zipaquirá, y los primeros cuentos, crónicas y novelas que contribuyeron a su gloria postrera, con su obra cumbre: Cien años de soledad.

Como reportero varado, de esos de ayer y de siempre, Gabo también se vio obligado a empeñar su herramienta de trabajo en aras de cancelar un arriendo atrasado, o la libranza emergente de un prestamista acosador, dispuesto a torcerle el cuello. Por estas fechas, la máquina de escribir no pasa de ser una pieza decorativa o de museo, pero las vitrinas de los montepíos están atiborradas de tabletas y portátiles de cargaladrillos, cronistas y letrados vacantes, quebrados o en uso de buen retiro.

Cuenta Daniel Samper Pizano en su memorable crónica ‘La historia de las máquinas de escribir de Gabo’ (publicada en la Revista Diners N° 103, edición de octubre de 1978), que la primera máquina de escribir que llegó a manos del Nobel colombiano, fue un regalo de su padre, Gabriel Eligio García, el humilde y bien mentado telegrafista de Aracataca.

Por esos tiempos, la máquina de García Márquez era una Remington en estuche de maletín, la misma que lo acompañó en muchas de sus correrías de reportero raso, la inseparable en esos ‘cuatro años de soledad’, etapa productiva del escritor iniciático que relata en minucias el periodista y analista de televisión Gustavo Castro Caycedo.

Tiempos difíciles

Esa Remington, según Samper Pizano, por lastimosa necesidad, fue a parar varias veces a las compraventas, cuando el Nobel se graduó de bachiller y se trasladó a una pensión del centro capitalino, como él narra en sus memorias, donde Bogotá era solo lluvia, neblina y transeúntes cubiertos hasta el cogote de abrigos de paño, guarecidos entre chubasquillos y sombrillas.

Prosigue la crónica antológica que al prolífico escritor lo sorprendieron los fogonazos y estruendos arrasadores del Bogotazo en el centro -al igual que a Plinio Apuleyo Mendoza, con quien tiempo después afincaría una estrecha amistad-, y que en medio de la enloquecida turbamulta de saqueadores, pistoleros, incendiarios y cadáveres desperdigados por el pavimento, batió el récord de los 200 metros con obstáculos, camino a la prendería, para rescatar la máquina. Cuando llegó aturdido y con la lengua afuera, el escritor se malhayó que el establecimiento ya estaba reducido a escombros y cenizas.

Luego, capoteando las consecuentes borrascas de entreguerras derivadas del asesinato del caudillo liberal, García Márquez, como suele suceder con las primaveras y las tempestades del amor, sostuvo relaciones temporales y de concubinato autorizado con las máquinas de las salas de redacción de los periódicos, apunta Samper, “que le ofrecían desvergonzadamente sus teclas por unas horas o días”.

  • Fue a mediados del decenio del 50, cuando el escritor de Aracataca partió a París como corresponsal de El Espectador, y Plinio, su amigo y compañero de bregas, quien residía en la Ciudad Luz, le vendió por fina una máquina ordinaria de teclas desteñidas y engranaje oxidado, que no le alcanzó a garrapatear tres reportajes.

Épocas del notable cuartillero que fue Gabo, luego de agotar ejemplares con su reportaje de varias entregas de ‘Relato de un náufrago’, en la solitaria complicidad de estos artefactos que, en su caso, desde el rigor periodístico y el apetito desmesurado del novelista, pedían al por mayor resmas de papel.

La Torpedo

Otra portátil de vuelve y juega, fue una que le ofertó su ya compadre Plinio Apuleyo  Mendoza, en 1956, cuando ambos compartían nicho periodístico en una revista de Caracas (Venezuela). Si la primera que le vendió el escritor y periodista boyacense a su amigo Gabo fue una inservible y carcomida por el óxido, esta resultó que no era de él sino de su hermana, Consuelo Mendoza, que ella insistió en recobrar con el argumento de que estaba obstinada en seguir los pasos literarios del “inteligente Gabito”.

En esa máquina, otra Remington que sí cumplía a unas condiciones decentes y laborales, García Márquez alcanzó a escribir ‘El coronel no tiene quién le escriba’. Cumplida su misión de reportero en tierras venezolanas, Gabo regresó a Bogotá y llegó armado de una máquina Torpedo, de manufactura alemana, que adquirió a plazos, y que nunca terminó de pagar porque firmó el negocio en un almacén de Caracas, dejando las cuotas al garete.

Narra Samper Pizano, que esa Torpedo fue la cuarta máquina del novelista costeño y la primera de su museo, por intercesión de su hijo Rodrigo, que estuvo deambulando con el Nobel entre Barcelona y México, donde ya residía la familia García-Barcha, hasta que un ladronzuelo penetró una noche a la residencia, y entre otras pertenencias escamoteó la preciada portátil que resistió varios cuentos, el relato mayor de ‘Los funerales de la Mama Grande’ y los primeros capítulos de ‘Cien años de soledad’.

La Smith Corona

Ante la irreparable pérdida y con la saga de los Buendía pidiendo a gritos la continuación de su macondiana historia, Gabo se hizo a la que él, en entrevistas posteriores, llamaría su primera ‘máquina biónica’: una Smith Corona eléctrica que compró en México, en 1964.

Acostumbrado por años a las mecánicas, el nuevo juguete le pareció una treta luciferina en el empalme de la fascinante historia de Úrsula Iguarán y su prole de alucinados, toda vez que con solo oprimir una tecla podía correr a su antojo el carro del rodillo o el espaciador, y lo más sorprendente para él: le devolvía unos originales de preciosa imprenta, con una rapidez sobrenatural, al punto de afirmar que era la máquina la que escribía por él. En esa “sofisticada e ‘inteligente” Smith Corona el hijo del telegrafista finiquitó ‘Cien años de soledad’, en 1967.

Esa extraordinaria herramienta eléctrica, que también estuvo en manos de Álvaro Mutis, otro de los entrañables amigos de Gabo, fue a parar al cuarto de San Alejo de la casa del Premio Nobel colombiano, en el exclusivo sector de Pedregal de San Ángel, del D.F. mexicano.

A principios de 2014, la familia García Barcha anunció la donación de la Smith Corona a la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, cuyo trámite, meses después, se vio interrumpido por el fallecimiento del laureado autor, ocurrido el 17 de abril del citado año.

Hoy, cuando se conmemoran 40 años del Premio Nobel de Literatura concedido a Gabriel García Márquez,  la Smith Corona que vibró hasta el final con la magia, los sueños, las pestes, los pescaditos de oro y los exóticos personajes que hacen parte del universo macondiano, junto a la medalla y el diploma del Premio Nobel (ilustrado por el escritor y artista sueco Gunnar Brusewitz), otorgado por el Rey de Suecia, en 1982, reposa en una sala de seguridad de la Biblioteca Nacional.

El trabajo de curaduría de tan preciado teclado estuvo a cargo de Alejandra Padilla, experta en el tema. La máquina posee la energía espectral de quien la uso por largo tiempo, cuando la restauradora en mención ilustró que en la barra espaciadora estaban intactas las huellas del genio que escribió la otra biblia del mundo: ‘Cien años de soledad’.

 - Cuando el joven reportero Gabriel García Márquez empeñaba su máquina de escribir

La máquina Smith-Corona eléctrica, en la que Gabo culminó su obra cumbre: Cien años de soledad. Foto: Biblioteca Nacional

Máquina, medalla y diploma

La Smith Corona (que lleva una inscripción en una pequeña lámina al respaldo que dice: “Servicios técnicos. Reparación de máquinas de oficina. Baja California. T.256212), igual que el diploma y la medalla del Premio Nobel, algunas de las primeras ediciones de las novelas y cuentos de Gabo que él le dedicó a Daniel Samper Pizano, y que éste a su vez donó a la Biblioteca Nacional, hicieron parte de la exposición ‘Un espejo del mundo’ (2014), inspirado en los tesoros del genio de las letras.

"La máquina simboliza el triunfo del escritor, que contra toda adversidad y pronóstico, transfiere al papel la quintaescencia de su pensamiento, decantado por décadas, y que obtiene su forma más exquisita en la obra de arte, en el caso de García Márquez, la novela por la que le entregaron el premio Nobel: ‘Cien años de soledad’”, enfatiza Consuelo Gaitán, filósofa, literata, librera y gestora cultural, quien fue directora de la Biblioteca Nacional.

En ese recinto, la Smith Corona, bajo llave (qué lástima que no hubiera sido expuesta al público para tan importante efemérides), reina cautiva con los laureles de quien fue su propietario, Gabriel García Márquez, el Nobel, a 40 años de su reconocimiento como uno de los grandes de la literatura universal. Afortunado destino, contrario a tantos teclados desdichados que acomodan los mercachifles entre chatarras y trebejos de los mercados de las pulgas, o en el desolador inventario de las prenderías.

 

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