En 1981 el mundo decidió aferrarse al mito de Diana. Era una joven rubia, magnética, creada para encantar a los medios y también a los Windsor. La presentación en Balmoral, el palacio de verano de la Reina en Escocia, gestada por su futuro suegro, el Duque de Edimburgo, fue arrolladora. Semanas atrás la familia real en pleno había visto en ese lugar el hundimiento de Margaret Thatcher, recién elegida primer ministra, provinciana, insegura y torpe. Demasiado plebeya para monstruos tan refinados como los jóvenes Felipe y Andrés. Pero Diana era diferente. Diana sabía los códigos crueles que manejaba la realeza con los demás mortales.
La idea de la reina y de su esposo Felipe era curar al Principe Carlos de su obsesión por Camila Shand, una joven aristócrata dos años mayor que el heredero al trono y con una tortuosa relación con el Mayor Andrew Henry Parker Bowles. La impresión que dejó Diana, quien en ese momento tenia 19 años en la Reina Madre, la Reina Isabel, en Felipe de Edimburgo y en la Princesa Margarita, la cúpula que movía los hilos de esa pequeña República de odiosos conocida como El Palacio de Buckingham, fue determinante para que terminaran obligando a casarse a Carlos con ella.
Me he centrado en el drama de Diana porque sin duda era la principal razón de la expectativa que la última temporada de The Crown desataba en redes sociales. Pero estos diez capítulos son mucho más que eso. El duelo entre Olivia Colman y Gillian Anderson no ha decepcionado. Para una mujer como Isabel que ha lidiado con 13 primeros ministros en un reinado de 74 años, Margaret Thatcher fue la más difícil de todas. El reto de encarnar a la Dama de Hierro se lo ganó la actriz norteamericana quien ha vivido sus último veinticinco años en Londres. La interpretación ha sido calificada por sus compañeros de set como “milagrosa”. Incluso Colman afirma haber sentido “el fantasmas de la Thatcher en Anderson”. Esa visita con su esposo a Balmoral, la humillación que le propinaron los miembros de la familia real sólo por desconocer las reglas de la etiqueta, forjaron uno de los caracteres más duros de la política mundial.
The Crown en esta cuarta temporada es un triunfo de la imagen, es raro que una serie pueda ser tan grande como el cine teniendo en cuenta la diferencia de los formatos, pero acá hay momentos, gracias a la música avasallante de Hans Zimmer, a una fotografía deslumbrante, en los que uno cree estar viendo a Luchino Visconti. El nivel de perfección con el que se reconstruye el pasado es tan obsesivo que el traje de novia que usa Diana durante una toma de 10 segundos durante el tercer capítulo de la temporada costó 600 horas de trabajo, 95 metros de tafetán, 10 metros de encaje y 10 personas para ayudar a la actriz Emma Corrin a ponérselo.
Pero todo eso no serían más que datos fríos si la serie no estuviera revestida de una emoción latente, constante, que la transforma en uno de los melodramas más intensos que hayamos visto jamás en la televisión.