Antes de llegar a la cima se camina despacio, paso a paso y tomando cada bocanada de aire como si fuera la última. Llegó como tantos al Everest en el mejor mes del año para escalarlo: abril. Los Sherpas, amos y señores del Himalaya, van adelante marcando el escarpado camino. Carlos Sánchez va detrás de ellos. Era la primera vez que ascendía el Everest y, a pesar de un chorro de sangre que le bajaba por la nariz, había podido soportar la extenuante experiencia sin contratiempos. Ese día recorrieron apenas 800 metros. El equipo, atiborrado en un maletín, había ganado tres veces su peso por culpa de la altura: A seis mil metros una mano invisible te estruja la garganta y las rodillas se doblan.
El catalán levanta la mano, se arrodilla en el prado del poblado de Namche Bazaar y le da a entender a los sherpas que no puede dar un paso más. Abre la boca para que el poco aire que queda en esos riscos inaccesibles entre en los pulmones y, después de un par de minutos de crisis, Sánchez recupera los colores de su rostro. Los sherpas le ayudan a quitar el equipo de la espalda, se sienta y contempla el paisaje. Una sucesión de picos blancos se confunden con las nubes. El cansancio y la asfixia se atemperan ante la iluminación mística que siente el escalador tras lograr alguno de sus objetivos.
La paz se interrumpe brutalmente. El suelo empieza a moverse y las casas de barro de Namche Bazaar se derrumban como un castillo de naipe. A sus pies se abre un boquete en la tierra y el escalador siente vértigo al ver las pequeñas piedritas caer al vacío. Corre y se refugia debajo de una roca. Nunca antes cuarenta segundos fueron tan largos.
Cuando la montaña dejó de moverse el paisaje era desolador. Al ver los escombros a los que había quedado reducido el poblado nepalí, Sánchez por primera vez pensó en sus compañeros que estaban en el campamento base número uno.
Allí, cerca del Pico Island, su compañero alemán Wolfgang Effemberg grababa con sangre fria los movimientos de los más de 150 alpinistas que acampaban en ese lugar. El video de dos minutos es el testimonio más crudo de los instantes de ese infierno invernal cuando la avalancha de nieve borró el campamento. En las carpas de Pico Island quedaron enterradas las expediciones japonesas y chinas con sus 217 escaladores que aún permanecen desaparecidos.
Carlos Sánchez escucha ruido de helicópteros. Son las aeronaves de rescate que salen de Lukla, un poblado en el valle de Kuhmbu . Es el lugar más cercano, a cuatro días de camino a pie y donde pueden prestar servicios de urgencia para salvar vidas. También allí está el aereopuerto con la pista que a colinda con un tenebroso y kilométrico abismo. Quienes no logran ser salvados por las brigadas médicas internacionales son expropiados a sus paises de origen, Japón, Alemania, Estados Unidos. Sánchez recuerda el helaje y el hambre que con 180 escaladores más espera ganarle el duelo a la muerte.
Divisa un helicóptero cerca; agita las manos y ve las astas giratorias descender y apagarse lentamente. Sobre una meseta el aparato se estaciona. Los rescatistas lo suben envuelto en una sábana, los sherpas que lo acompañaban no lo abandonan. En el helicóptero, silenciosos y serios, con los ojos vidriosos acaban de enterarse de la muerte de dos de los suyos.
El helicóptero levanta vuelo y los habitantes de Namche Bazaar lo miran perderse en el cielo. Desamparados, esperaran que alguien se acuerde de ellos que tan sólo tienen una hoguera y unas cuantas ramas para sobrevivir al hambre y la desesperación que ha traído la avalancha. Desde el cielo Carlos Sanchez ve la montaña rasgada, respira aliviado por salido con vida a un infierno de piedras y nieve al que llegó detrás del paisaje más grandioso del mundo para un alpinista. .