Cuando Diomedes era un abstemio que cantaba a palo seco

Cuando Diomedes era un abstemio que cantaba a palo seco

No recibía ni sorbos de cerveza fría, mascaba panela y tomaba consomé de pollo, hasta que la fama lo traicionó. Terminó con una muerte prematura hace 5 años

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diciembre 19, 2018
Cuando Diomedes era un abstemio que cantaba a palo seco

El primer trabajo que consiguió Diomedes Días en Carrizal, el pueblo donde nació, fue el de espantapájaros. Cuentan que se ponía un sombrero rojo, unas alpargatas hechas por él mismo que tenían de suelas restos de llantas viejas y una camisa manga larga de algodón que resultaba sofocante en las mañanas ardientes de La Guajira. Así, bajo un sol de justicia, se paraba en el centro del cultivo de maíz y movía las mangas de la camisa para que los pájaros no dañaran la cosecha.

Para soportar el aburrimiento se distraía haciendo música con una lata, con las piedras, cantándole al viento. Los Wayuu que vivían en la finca lo miraban pasmados. Era la voz de un sinsonte. Ante su espontáneo público Diomedes, de nueve años, detenía su canto. Cuando los Wayuu le pedían que siguiera el niño les pedía un pedazo de pan y café. Así descubrió que podía vivir de lo que más amaba en esta vida: cantar.

Y le metió empeño al talento y sabía que no habia de otra que trabajar y meterle aplomo y disciplina.  Su familia se mudó a Villanueva. Diomedes, despierto para los negocios, vendía empanadas de arroz con carne en los descansos. Atraía a los clientes con su voz. Si bien el Colegio tenía una tienda, él vendía el surtido con rapidez. A los 18 años, convencido de que sería un cantante famoso, entró a trabajar como mensajero en Radio Guatapurí de Valledupar. Era la manera de estar cerca de la música. En esa época Diomedes era un muchacho que se levantaba a las cuatro de la mañana a hacer ejercicios con su voz y a pintar sus zapatos de distintos colores para disimular la carencia. Nunca quiso que le tuvieran lástima

La fama se le asomó a los veinte años. Por esa época ya había grabado clásicos instantáneos como Consuelo, Frente a mí y El alma de un acordeón. El cronista Alberto Salcedo Ramos lo conoció en esa época. Llegó a San Estanislao, un pueblo al norte de Bolivar, en donde daría un concierto. Era 1979. Ya tenía el carisma arrollador que lo convertiría en el  rock star criollo.  Sorprendía su  sobriedad. La gente se le abalanzaba ofreciéndole botellas de ron, de Whisky que rechazaba, igual que las inofensivas cervezas frías, tal como lo cuenta el cronista Salced Ramos en su reportaje Eterna Parranda:

-Los cantantes no consumimos bebidas frías, si me pongo ronco se nos daña el baile primo.

Allí lo vieron que lo único que sacaba de los bolsillos de su camisa eran pedacitos de panela. En esa época era impensable que un músico vallenato no fuera un alcohólico. El muchacho quería llegar lejos. Un consejo que le había dado su mamá y que practicaba a raja tabla era el de, entre canción y canción, tomarse una tacita de consomé de pollo y más panela. Ese día en San Estanislao la gente cantó y bailó hasta que se reventó.

Diomedes la tenia clara: quería ser el mejor, y cuidarse era la condición. Solo cuando estuvo seguro de serlo, de que ya era leyenda, se intentó calmar los demonios a punta de Old Parr y pases de coca. Entonces ya era otro. Igual seguía llenando estadios y vendiendo discos como ningún otro cantante vallenato en la historia de Colombia, una fama que terminó destruyéndolo.

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