Nunca, si la ha estudiado con fervor. El otro día me preguntó un estudiante, ¿Profe, usted todavía ejerce? Le contesté ¡Y qué crees que estoy haciendo ahora hablando contigo! Quizás mejor le hubiera precisado la respuesta: me gradué de médico en 1977, al acabar mi primer período de posgrado empecé a enseñar en 1980, dejé de firmar biopsias como patólogo hace siete meses pero desde que inicié mis estudios en 1969 todos los días pienso en la medicina y las enfermedades, nunca he dejado de ejercer. Ahora, al inicio de mi tercera edad, recuerdo a veces un prestigioso cirujano quien diariamente entraba encorvado en el hospital hasta que no pudo operar más. Luego murió. La medicina es una dulce carga que uno toma en la juventud sin conocerla bien y no se puede soltar porque apasiona como pocos oficios pueden hacer. En ciertas ocasiones estudiantes me han llamado “profesor atemporal” porque fui compañero de alguno de sus abuelos, enseñé a alguno de sus padres o madres y ahora intento enseñar algo a los médicos jóvenes. Estoy íntimamente orgulloso de esta circunstancia.
Mi primera especialidad médica fue la patología. Y algunas personas me han preguntado qué hace en realidad un patólogo. La respuesta más simple sería que revisa Autopsias, Biopsias y exámenes de laboratorio Clínico, el ABC de la medicina diagnóstica. Pero la cosa es más profunda, simple y compleja al mismo tiempo. Un editorial reciente en una prestigiosa revista de patología (Arch Pathol Lab Med—Vol 139, April 2015) resume bien el rol de este especialista en las instituciones y sistemas de salud: educar, motivar y cultivar. En este sentido es claro que nunca he dejado de ejercer la medicina.
Pero todavía me encuentro quienes me preguntan, ¿cuándo hiciste la última autopsia? O me repiten el antiquísimo chiste, ¿verdad que tus pacientes ni te llaman por teléfono ni se quejan? Quizás no saben que el hombre es el único animal que abre un cadáver para aprender y enseñar a otros sobre el dolor y sufrimiento de la enfermedad. Lo hacemos desde los tiempos de la Alejandría helenística y hoy lo seguimos haciendo para dar cumplimiento a aquella famosa directriz de Bichat (1801) al final de la Ilustración: “Abrid algunos cadáveres, veréis desaparecer enseguida la oscuridad”. Algunos de mis discípulos más apreciados escogieron esta actividad como centro de su oficio médico (“¿Cómo es vivir dutante 20 años abriendo cadáveres?” El País de Cali, 17 de marzo, 2015) Y si leen la nota del periódico observarán que ese joven profesional es además educador universitario.
La labor esencial del patólogo más allá de hacer autopsias, y del médico en general, es enseñar. Lo que no es nada fácil teniendo en cuenta que a la gran mayoría de las personas no les apetece pensar en las enfermedades aunque todos las experimentaremos tarde o temprano en nuestra vida. Es necesario conocer nuestras enfermedades, convénzase, o nos tomarán por sorpresa con resultados impredecibles. En alguna ocasión mi hijo mayor, músico, interrumpió una conversación que tenía con mi esposa, médica como yo, con esta afirmación: “Ya comenzaron ustedes con sus tristezas”. Le hubiera querido responder: “Hijo, esas tristezas de la medicina son nuestras tristezas, las de toda la humanidad”. Pero ese comentario me hizo entender por qué los médicos no somos usualmentelos mejores invitados a cenas y reuniones sociales. O también por qué algunos médicos son “pedantes” palabra que viene del italiano significando irritante pedagogo o “maestrito preceptor”. Es que a veces intentamos enseñar algo que no se quiere aprender. Sin excusar la molesta pedantería de algunos “galenos”.
Pero nuestra vocación debe ser siempre educar, motivar, cultivar. Por eso hablar al público, responder entrevistas en radio y televisión, escribir columnas añadiría yo, es ejercer la medicina. Por ende todo médico debe ser buen comunicador. Siempre he admirado que en la educación medieval del doctor (del latín doctor que significa el que enseña) se insistiera en cursar retórica médica, la retórica de la cura razonable. Porque aunque no todo tiene cura todo tiene tratamiento y cuidado apropiado. Para eso hay que transmitir al paciente, a su familia, a la sociedad, información y cultivar su confianza. Leche y miel como en la Tierra Prometida del Éxodo diría el psicólogo y humanista Erich Fromm en su libro El Arte de Amar (1956).
Ustedes observarán que en estas columnas a veces hago malos chistes o trato de mantener un tono ligero pero casi siempre incluyo información científica publicada citando el origen de esta. Es mi modesta contribución al ejercicio de la medicina que no he abandonado desde los días de mi juventud cuando abría cadáveres “donde los muertos ayudan alegremente a los vivos a vivir” como se leía con macabro y respetuoso humor en la pared de una morgue.