Cuando conocí a Raúl Gómez Jattin, el poeta loco

Cuando conocí a Raúl Gómez Jattin, el poeta loco

En una visita a su hermana a Cereté, lo vio por primera vez. Charlo con él sin saber quién era hasta que finalmente descubrió el nombre de tan peculiar personaje

Por: Douglas Iván Páez Sosa
junio 13, 2019
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Cuando conocí a Raúl Gómez Jattin, el poeta loco
Foto: Cortesía

A comienzos de los años ochenta (tendría aproximadamente 14 años), mi hermana Faride se encontraba realizando su año de prácticas de Instrumentación Quirúrgica en la ciudad de Cereté, Córdoba.

Mi madre y yo íbamos con frecuencia a visitarla. Siempre era grato recorrer esas extensiones inmensas de tierra plana, dotadas de abundantes prados verdes, con sus ganados blancos y pardos, robustos y bien cuidados, los cuales podíamos apreciar desde la carretera al pasar. Praderas inmensas e interminables, sembradas de algodón, eran lo más similar que podíamos tener, en estas tropicales latitudes, a un prado cubierto de nieve.

Se quedaba mi hermana hospedada en la casa de la familia Rodríguez Espitia, ubicada en el barrio Venus. Es una casona antigua, grande y de madera. Su color, verde claro. Además, con un elaborado jardín que demarca el camino de la entrada.

Justo enfrente de esta casa, un brazo del río Sinú pasa agrandado y veloz en época de invierno. Es una vista hermosa, pero intimidante al mismo tiempo. Ver todo ese caudal bravío y poderoso de aguas turbias, fluyendo tan cerca del límite del desborde, siempre me asustó.

Un mediodía cualquiera, y después de haber caído un torrencial aguacero, sentados en la sala y reposando el almuerzo, degustábamos un tinto. De repente, irrumpió en medio de la sala un hombre inmensamente alto. Fue tan rápido e inesperado su arribo, que nos sorprendió cual aparición.

Era fornido, de piel blanca pero curtida, no sucia, bronceada. Su cabeza, notoriamente grande, estaba cubierta de cabello liso, negro y ligeramente alborotado.

Vestía una camisa guayabera gris, de cuatro bolsillos, la cual se veía algo gastada. La combinaba muy bien con un pantalón negro, remangado a los tobillos; ambas prendas estaban limpias. Pero lo que resaltó de inmediato y captó toda mi atención, fueron sus enormes pies descalzos; trajinados y untados de barro.

Su tono de voz era grave, hablaba fuerte y con mucha seguridad; parecía ser allegado, o por lo menos, cercano a esta familia. Usando buen léxico y denotando modales, pide un tinto y se sienta con nosotros.

Era una imagen extraña—por decir lo menos— ver a este señor sentado con sus piernas elegantemente cruzadas, pocillo en mano, vestido de guayabera y pantalón largo; pero sus pies, totalmente desnudos y llenos de barro.

Empezó a dialogar y con mucha tranquilidad comenzó a interrogarnos.

Inició con mi madre, le preguntó sobre su ocupación, cuál era la relación de ella con la familia Rodríguez, su procedencia, etc. Luego se dirigió a mí. Preguntó el parentesco entre mi madre y yo, mi edad, colegio, año que cursaba... y así de repente y salido de contexto, me preguntó, refiriéndose a mí en tercera persona: ¿Y a Douglas Iván le gusta la poesía? Respondí que sí, y acto seguido comenzó a declamar uno de sus poemas. Uno que hablaba de que él era un Dios en su pueblo o algo así.

Quedé asombrado. ¿Cómo alguien, evidentemente desquiciado, podía haber escrito algo tan bonito y coherente?

Después preguntó por mi dirección en la ciudad de Cartagena. Esthercita Rodríguez Espitia, hija de la dueña de casa, me hizo unos ademanes a espaldas del sujeto que no entendí. Y le di mi dirección.

Cuando este extraño sujeto terminó su café, de la misma forma atrevida e irreverente con la que irrumpió, se marchó. No sin antes prometer visita a nuestra casa en Cartagena. Apenas salió, Esthercita, algo preocupada me dice: no te asombre si llega a tu casa. Él tiene una memoria excelente. "¿Y quién es él?", pregunté preocupado. Es Raúl Gómez Jattin, alguien a quien la inteligencia lo llevó a la locura.

Nunca me visitó, cosa que agradezco, porque la verdad es que el personaje me intimidaba.

Años después, estando de amores con quien fue mi esposa y madre de dos de mis hijas, estábamos sentados en el parque de San Diego de la ciudad de Cartagena. Tomábamos vino y escuchábamos canciones de Silvio Rodríguez. De repente, llegó Raúl. Lo reconocí de inmediato. Pidió un trago de ron Tres Esquinas a otro grupo de muchachos que estaba cerca de nosotros; ellos, con tono displicente, le dijeron que no.{

Raúl, visiblemente enojado, hace como quien se marcha; pero a escasos metros se regresó corriendo, y sin que nadie lo esperara, de un zarpazo les arrebató la botella. Allí, de pie y delante de estos chicos y nosotros, empinó la botella y se tomó un desbordante sorbo de licor. Y lo poco que dejó en la botella, haciendo gala a su locura, carácter e irreverencia, lo reventó contra el piso; salpicándonos de vidrios y licor a todos los allí presentes. Después, con una carcajada estridente, despavorido corrió y se perdió entre las estrechas callejuelas del barrio de San Diego.

¡Loco hijueputaaa! Como salido del alma, alcanzó a gritarle uno de los afectados, pero después todos, absolutamente todos, soltamos una contagiosa carcajada. Es que ver la osadía y desfachatez del personaje fue muy gracioso.

Pocos días después de aquel suceso, leí en el periódico local la trágica noticia de su muerte. Murió atropellado por un bus a las seis de la mañana en inmediaciones del puente de Chambacú, frente a la mirada fija y estática de la India Catalina.

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