Corría el año 2012 y el Congreso atravesaba por una profunda crisis de desprestigio e impopularidad. Al precario interés por avanzar en la discusión de las grandes reformas sociales se sumaron episodios como el del presidente del Senado al que no le alcanzaba para “pagar la gasolina”; el escándalo de la fallida reforma a la justicia (confeccionada a la medida del interés personal de los congresistas) y el reencauche de condenados por parapolítica que crearon su propio partido (el extinto PIN) y desde ahí pusieron sus herederos en el Capitolio.
En el 2010 Romero llegó al Congreso como el senador más joven del país y con la cuarta votación del Polo; desde su curul promovió una agenda ciudadana y a fines de 2012 se embarcó en la quijotesca labor de convocar la indignación de los colombianos con un único objetivo: revocar el Congreso. Resultaba paradójico, pero era un congresista quien promovía la revocatoria del Congreso.
El comité promotor Revoquemos el Congreso se inscribió ante la Registraduría con la entrega de 43 carpetas que contenían 203.829 firmas. El comité fue avalado y asumió el compromiso de recoger en un plazo de seis meses un millón seiscientas mil firmas válidas (equivalentes al 5% del censo electoral de la época). Fue una tarea titánica a la que se sumaron múltiples sectores ciudadanos, estudiantiles y sindicales. Aunque se activaron comités promotores en las principales ciudades del país, el tiempo no fue suficiente para conseguir las rubricas exigidas por la ley ya que solo se reunieron 1.326.944.
La clase política tradicional desestimó constantemente el referendo afirmando que era una “causa perdida” porque la propuesta de obtener las firmas tendría que ser aprobada por el Congreso y este no se haría un harakiri. A pesar del resultado, Romero no lo asumió como un fracaso porque logró convocar a cientos de miles de colombianos para que enviaran un mensaje de inconformidad y malestar ciudadano. Las firmas fueron utilizadas en una actividad simbólica en los pasillos del Congreso.
Ese mensaje se volvió a enviar en 2018 con los resultados de la consulta anticorrupción donde se buscaba limitar la elección de los congresistas y reducir su salarió. Sin embargo, el Congreso no quiso escuchar y todos los proyectos derivados de la consulta fueron hundidos. Es claro que no hay un compromiso real con el país y eso se ratificó hace algunos días con la elección de Arturo Char como presidente del Senado.
Char reúne los peores vicios que se pueden encontrar en un parlamentario: es un ausentista profesional que nunca ha destacado por una ley o algún debate de control político (tiene en su historial más canciones que leyes); se encuentra inmerso en una investigación por compra de votos y es la cabeza de una maquinaria electoral que a base de clientelismo lo convirtió en el quinto senador más votado del país. Char solo es un síntoma de la profunda crisis ética que corroe el Congreso. Una institución cooptada por los poderes regionales de la clase política más tradicional y corrupta.
Ahora, nos debemos unir nuevamente como ciudadanos en ese objetivo de revocar el Congreso, pero no promoviendo un referendo como el propuesto por Romero en 2012, no, la mayor revocatoria la podremos hacer en las elecciones del 2022. Apoyando listas a Cámara y Senado integradas por candidatos realmente interesados en impulsar las grandes transformaciones que requiere el país. Debemos converger para elegir un Congreso alternativo y así lograr esa gran revocatoria.