Los habitantes del centro de Armenia, que regresaban a sus trabajos después del almuerzo ese medio día del 25 de enero de 1999, sintieron una trepidación ascendente y luego un bramido profundo y súbito. A la 1 y 19 minutos de la tarde, los habitantes de la Ciudad Milagro vieron derrumbarse las primeras viviendas del promisorio barrio Brasilia y las casuchas centenarias de la Galería, que se desintegraban, al compás siniestro del movimiento telúrico durante veinticinco interminables segundos de aniquiliación.
Las placa tectónica Nazca se había desplazado bajo la placa suramericana, a una profundidad de 16 kilómetros, en cercanías del municipio de Córdoba – Quindío, zona inestable que facilitó la liberación de una fuerza incontenible, un oleaje oculto que llegó a los 6.5 grados de la escala Richter, que emergió transformado en ondas de energía, un sacudón que desquebrajó montañas, desorientó carreteras y dejó barrios completos reducidos a montículos de escombros.
Tres horas después del evento. En medio de una espesa nata ocre y bajo una llovizna ligera, la pequeña avioneta Cessna de ocho pasajeros, pudo aterrizar en el Aeropuerto de Pereira a donde fuimos conducidos por el operador aéreo, ante la congestión que ya se registraba en el terminal de Armenia. Durante el recorrido, el Ministro de Obras de la época Mauricio Cárdenas y el doctor Gustavo Cabal, gerente de Invías- enviados por el gobierno para tener información de primera mano -esbozaban a priori, un plan preliminar para atender la contingencia.
Los emisarios del gobierno, recibieron, desde el centro de monitoreo la confirmación de la gravedad del sismo , ante la vulnerabilidad de los suelos volcánicos que caracterizan la región. Con los datos en sus agendas, siguieron su curso en camioneta, en tanto el grupo de dos periodistas y dos fotógrafos que pudimos colarnos en el bimotor gubernamental dejamos el aeropuerto de Pereira, en busca de la ruta a las entrañas de la Tragedia. A las seis de la tarde de aquel lunes fatídico, la ciudad estaba envuelta en una mortaja de polvo. El centro histórico, que en la mañana palpitaba con el entusiasmo de los vendedores y el ambiente de los cafetines con sus viejos dicharacheros oyendo tangos, se había trocado en el silencio, recién instalado de una tumba que se extendía desde el poblado de Calarcá hasta la avenida Centenario.
Sobre las casuchas a punto de derrumbarse, que horas antes eran el patrimonio colonial de los cuyabros, permanece la nube de tierra, que sobrevino a la caída de los edificios y que tiñó el cielo con un manto ceniciento. Esa capa granulosa se obstina en cubrirlo todo, dando cierta uniformidad a las viviendas derruidas, a los autos volcados sobre las aceras; a los niños les pintó canas haciéndolos más viejos y a los viejos les dibujó un gesto de inocencia, desconcierto y abandono propio de niños.
En el claroscuro de las seis de la tarde, en el barrio Uribe, la gente se ha reunido frente a la casa de doña Delia María Correa. Frente a una puerta desquiciada que quedó en pie bajo el 32-15 de la carrera doce, Don Julio, el hijo de la señora de 90 años, víctima de la tragedia, enciende una fogata con los travesaños de las camas y maderas de ventanas y vigas que mantuvieron por centurias las casonas de sus vecinos, destripadas por la fuerza sísmica. Tiembla bajo una frazada, se resigna ante la muerte de su vieja y contempla el juego de sombras, que surge de la silenciosa llamarada que se extingue con el rumor de la crepitación baja de leña que se vuelve ceniza.
Máquinas retroexcavadoras se encienden con un rugido encriptado. Mientras apartan paredes y retiran escombros, los rescatistas, se aferran a la posibilidad de escuchar algún vestigio de vida, cae la noche del 25 de enero y ya se han registrado cerca de 400 víctimas fatales en los reportes oficiales que llegan a través de las bocinas de transistores afónicos, que junto a ollas, muebles maltrechos, fotografías y colchones viejos, son los enseres que miles de sobrevivientes cuidan como tesoros, en ranchos y cambuches improvisados sobre veredas y callejuelas, donde las luces de lámparas Coleman y linternas lanzan chorros blanquecinos que perpetran agujeros incontables sobre el lienzo mate de la oscura noche.
Día Dos
Con las primeras luces del martes el drama dejaba los tecnicismos documentados en grados de magnitud y términos como sismicidad y vulnerabilidad, para traducirse en imágenes de extrema crudeza. Detrás de la fetidez que procede de los montículos de escombros que fueron tradicionales barrios de Armenia, el cielo apenas conserva en sus bordes los últimos vestigios del gigante remolino de polvo y se desvanece en un velo opalescente que ilumina los nuevos “ barrios “, campamentos levantados en lotes y montecitos aledaños, con carpas que reemplazan las casas, lonas que suplen los techos, techumbres, que derruidas, ahora sirven para conformar los pisos, en un entramado de una singular policromía, un asentamiento humano que un emprendedor sobreviviente ha bautizado como Nueva Armenia.
En contraste, es interminable el desfile de gentes buscando a sus familiares en hospitales, transportando ataúdes y tocando las puertas de las iglesias en busca de sacerdotes que les oficien entierros. La mayoría de los sobrevivientes se concentra en el Polideportivo del INEM, improvisado como una gigantesca morgue, donde apenas se puede respirar. Un salón que recibió un centenar de cuerpos inertes, donde el personal de medicina legal intenta mantener la cordura, en medio del llanto de viudas y huérfanos y tanto dolor y tanto llanto reunido en un solo sitio y un lamento al unísono preguntando a Dios las razones de tal tribulación.
El caos se extiende a los barrios como Brasilia o Villa Dorada, donde los vecinos que lo perdieron todo, comparten reflexiones tratando de entender la naturaleza de esa energía volcánica que derrumbó 95 mil viviendas. Las que fueran principales arterias, son callejuelas interrumpidas por cúmulos de escombros y fragmentos de autos estrangulados y motociclistas que pasan llevando cajas mortuorias y ambulancias que serpentean llevando heridos y bomberos que se internan en las casas herrumbrosas con taladros, que hacen incisiones en los muros caídos en busca de sobrevivientes, y socorristas que confirman que las víctimas ahora llegan al millar, y hombres de torsos desnudos que caminan con ojos opacos de muerto mientras piden una frazada o un mercado para mitigar la hambruna.
La angustia transpira en cada rincón de la derruida urbe, corre por cuenta de las personas que rezan porque su familiar aún respire bajo las montañas de ladrillos y de las turbas de ciudadanos que, presos de la desesperación decidieron saquear supermercados y tiendas del sector la Galería.
Doña Leonor Gómez; cincuenta años macilenta, de gesto adusto, me interrumpe al lado de un local de abarrotes que ya fue desocupada por el grupúsculo saqueador, que solo se dispersó con la presencia de un escuadrón policial y sus gases lacrimógenos.
En vez de comida nos echan agua y gases pimienta- me dice, mientras protege una libra de arroz y un frasco de aceite de cocina como si fueran oro. Agrega que no entiende de escalas, grados, ni placas tectónicas: ¡Esta es la furia de Dios, que se cansó de tanta vagancia y maldad de este pueblo, donde la gente ya nisiquiera va a misa!. Sigue su camino, debe ir a visitar a sus dos hijos que se encuentran en el Hospital San Juan de Dios con traumas en piernas y brazos.
Intento conseguir un taxi para llegar al Aeropuerto a enviar fotografías faxear las primera notas. Nadie se detiene, la mayoría lleva heridos, otros son ocupados por personas que emprendieron el éxodo a pueblos cercanos y pasan a prisa también los que llevan ataúdes en sus baúles, es medio día y el sopor es insufrible, cuando se dispone el traslado de unidades militares, a instancias de la declaratoria de toque de queda, para controlar los atracos que empiezan a registrarse en las casas que no revistieron mayores daños con el terremoto.
En busca de un transporte que me permita salir del centro de la ciudad abatida, me encuentro con una cuadrilla de la Defensa Civil frente a la iglesia del Perpetuo Socorro. La nave mayor amenaza con caerse, los muros exhiben grietas que a la distancia semejan cicatrices profundas. Al interior, donde una pareja de solitarios ancianos se aferra a sus escapularios, confirmo que una lujosa lámpara se desprendió del techo para decapitar la colonial estatua de San José, imagen que era el orgullo del templo.
La providencia divina parece haber escuchado las plegarias. Uno de los hombres de rescate salta de júbilo y le cuenta a sus compañeros que lograron rescatar a un niño de seis meses, que después de 24 horas había sido recuperado por otra cuadrilla de socorro. Acudo al lugar del milagro, los médicos que atienden al bebé disponen que deben trasladarlo en helicóptero al Hospital del Seguro Social Rafael Uribe Uribe de Cali. El milagro tiene nombre, es Jimmy Mauricio Benavidez, como lo indican las letras que en preciosa caligrafía escribió el rescatista en una cinta de esparadrapo que pegó ,con devoción paternal, a la manito del infante, una señal inequívoca de esperanza en días de adversidad.