Cuando a Martin Scorsese casi lo mata la cocaína

Cuando a Martin Scorsese casi lo mata la cocaína

Asmático, histérico, cocainómano y rockero, nadie como él supo interpretar la rebeldía de los setenta. Sus noches de fiesta lo tuvieron al borde de la muerte

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febrero 18, 2017
Cuando a Martin Scorsese casi lo mata la cocaína
Foto: archivo ElladoG

Martin Scorsese se gastaba 10 mil dólares mensuales en cocaína. Eran los setenta. El LSD y la marihuana se habían disipado con los Beatles. Ahora eran las fiestas en Estudio 59 con Cool and the Gang, Led Zepellin y speed a la lata. El sueño había terminado. La cocaína lo ayudaba a pasar las noches frente a la moviola. Así había creado la atmósfera lisérgica de Taxi Driver y había matado a un montajista mientras ensamblaba la incomprendida y grandiosa New York New York. El fracaso de esa película lo sumió en un bache creativo y en una dependencia a las rayitas blancas que una noche cualquiera, mientras rumbeaba con Julia Cameron, su pareja de la época, explotó por dentro. La sangre le salía por la boca, la nariz, todos los agujeros de su cuerpo.

La coca le había acabado todas sus defensas. Estaba a punto de morirse. A Martin le hubiera gustado hacerlo. El Nuevo Hollywood, el movimiento de finales de los sesenta que había encumbrado a los directores como los dueños absolutos del cine norteamericano, se acababa en 1976. Ya no era posible hacer películas como Easy Ryder, Nashville o French Conection. Steven Spielberg y Tiburón le demostraron a los grandes estudios que las películas servían para amasar fortunas. Dos años después George Lucas y su Star Wars volverían un mandamiento este precepto. Scorsese era mercancía dañada. Las ilusiones que se había formado cuando llegó a Los Angeles las había arruinado el asma, el perico y New York New York. Él mismo había visto como las prometedoras carreras de Peter Bogdanovich, William Friedkin y Bob Rafelson, se habían acabado con un solo fracaso.

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Mientras se recuperaba de los excesos lo fue a visitar Robert De Niro. Se habían conocido por Brian De Palma quien lo usó en su primera película, Greetings. Era patológicamente tímido, no hablaba con nadie. Era un lío desentumecerlo en los casting. Tenía novias flacas y rubias a las que le peleaba todo el día y las contentaba con un gran frasco de perfume. Trabajaron por primera vez en Malas calles, la primera obra maestra de Scorsese. Cuando Coppola lo vio supo que tenía que ser Vito Corleone en la segunda parte de El padrino. Ganó su primer Oscar y, después de ser Travis Bickle, se volvió una estrella mundial. De Niro era fiel con los amigos y por eso le llevó la autobiografía de Jake La Motta, campeón de peso mediano al que nadie pudo derribar. La idea era hacer una película pero a Scorsese no le interesaban los boxeadores. “Que de encantador tiene un bruto que se gana la vida dando golpes”. De Niro quería hacer el papel. Lo entrenó Ángelo Dundee, el hombre que creó a Muhammad Ali. Llegó a estar entre los veinte mejores pesos welter del mundo. Influenciado por Lee Strasberg, De Niro se mimetizó en el personaje. Para mostrarlo en la decadencia comió día y noche pastas. En tres meses pesaba 100 kilos y lucía una protuberante barriga. Scorsese, reestablecido, empezó a rodar.

El resultado fue Toro Salvaje la mejor película norteamericana de los últimos 35 años. No ganó un solo Oscar y fue un fracaso de taquilla. Scorsese siguió el descenso a los infiernos. Noches de coca, de sangrados incesantes. Increíblemente seguía vivo a pesar de sus fiestas y de sus fracasos.  Seguía vivo y libre y por eso pudo hacer lo que quiso sin importar que nadie las viera: Después de las horas, El rey de la comedia, La última tentación de cristo. A principios de los noventa volvió a las cotas creativas que experimentó en los setenta: Buenos muchachos lo confirmó como un monstruo sagrado de la cultura americana.

Veinticinco años después Martin Scorsese es el más grande de los directores vivos y sigue haciendo lo que se le da la gana. Silence, su última obra maestra, lo acerca a Akira Kurosawa. Él ni siquiera se ha dado cuenta que está a la altura de los consagrados.

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