No tiene nada de raro que una o cien mujeres les den la espalda a otras. Y no porque "una mujer sea el peor enemigo de otra mujer" ni ningún cliché por el estilo, sino porque está proyectado que así sea. Es parte del mecanismo y ellas lo único que hacen es representar su papel al pie de la letra: así funciona esto que algunos llaman guerra de los sexos y atribuyen al feminismo, cuando en realidad es una guerra contra las mujeres declarada y ordenada por lo que se conoce como patriarcado. ¿O por qué será que en esta guerra hay menos mujeres peleando por la causa de las mujeres que en el bando contrario?
El viralizado grito "A mí también" (#MeToo) no lo inventó una actriz de Hollywood: surgió en 2006, cuando Tarana Burke, que trabajaba con niñas sobrevivientes de violencia sexual, observó que las ayudaba a recuperar su autoestima nombrar el problema, conceptualizarlo como lo que era, descubrir que no eran las únicas y saber que no eran culpables
En estos once años han seguido su ejemplo en redes sociales mujeres de varias partes del mundo que, a través de hashtags como el de #MiPrimerAcoso, se atrevieron a contar experiencias que tenían poco que ver con un inocente piropo o una halagadora galantería: a una a los seis años un tío le metía la mano a los calzones mientras veían la tele, otra a los cinco fue toqueteada por el novio de su hermana, una más recuerda las dos ocasiones en que de muy niña amaneció con una sustancia viscosa en los glúteos tras haber dormido en la cama de sus abuelos.
Y así, miles y miles de historias parecidas. Algunas de las palabras más frecuentes en aquellos desgarradores relatos eran difícil, vergüenza, triste, culpable... A muchas, el solo hecho de contarlo les ayudó a superarlo.
Esta sociedad no solo se hace de la vista gorda ante la omnipresente violencia sexual contra las mujeres sino que, cuando se vuelve imposible seguir ocultándola, también se las arregla para echarles la culpa. Ellas son culpables de haber provocado a un hombre, culpables de consentir a una violación para que no las mate un hombre, culpables de mentir para destruirle la carrera a un hombre o culpables de ser unas puritanas que se niegan a ser el objeto sexual de un hombre.
Hasta en las esferas de más riqueza y glamour campea a sus anchas la violencia sexual tras bambalinas. Han vivido experiencias equiparables las estudiantes de teatro mexicanas que denunciaron el modus operandi del director Felipe Oliva y las actrices hollywoodenses que han revelado las constantes extorsiones del productor Harvey Weinstein.
¿Qué tienen en común una guineana que trabaja como mucama en un hotel de Manhattan y la actriz Angelina Jolie? Que ambas son mujeres y por tanto están expuestas a que un señor poderoso las amenace con arruinarles la vida o hacerles perder el trabajo si no consienten a sus deseos, y que ambas se arriesgan a que si lo cuentan nadie les crea. Pero también tienen en común el hecho de que un buen día decidieron no callar. Eso es lo que algunos y algunas no les perdonan.
Hablar de los abusos sexuales cotidianos (en la casa, en la calle, en el trabajo), cada una desde su tribuna y en la medida de sus posibilidades, es una importante manera de visibilizarlos y aspirar a quitarles su condición de procedimiento normal e inevitable. Cuando unas mujeres cuentan a otras lo que les pasó, no solo evitan que alguna caiga después en la misma trampa sino que a las que ya pasaron por ese trance les dan ánimo y fuerza para no callar más y dejar de ser víctimas.
Solo que hablar, denunciar y decir basta no es parte del guion: es un fallo del sistema que pone en riesgo su correcto funcionamiento. Entonces se activan los anticuerpos del patriarcado: el cuerpo social se resiste, lanza la contraofensiva y, al lado de los hombres que sienten amenazados sus privilegios y su derecho inalienable de agarrarles las nalgas a desconocidas, algunas obedientes se prestan a hacerle el trabajo sucio. Lo sorprendente no es que unas mujeres se pongan del lado de los acosadores sino que, aprovechando las confusiones conceptuales propias de la era de la posverdad, haya quien tenga la desfachatez de pretender que lo hace en nombre del feminismo.
Al igual que Catherine Deneuve o Catherine Millet, de quienes sí era de esperarse, a la tristemente célebre Marta Lamas, que en cambio va por la vida con bandera de feminista, no parecen importarle mucho los millones de mujeres víctimas de violencia sexual en el mundo. Olvidando que la inmensa mayoría de quienes sufren violencia sexual son mujeres o niñas y la inmensa mayoría de los perpetradores son hombres, lo que a la creadora del feminismo XY le quita el sueño es que en ese clima de lo que llama puritanismo sexualunos cuantos hombres puedan perder el trabajo o el prestigio por haberle tocado la rodilla o subido la falda a una mujer sin ella quererlo.
A las mujeres que han padecido todo tipo de asedios sexuales por años, las opositoras al #MeToo las acusan de victimizarse (ellas solitas con sus propias acciones), mientras que a ellos los convierten en pobres víctimas (ellos sí legítimamente tales) de las pérfidas y santurronas feministas que pretenden volver a una moral victoriana.
La idea de que aquí se trata de libertad sexual contra puritanismo es una de las numerosas confusiones conceptuales de quienes se han puesto del lado de los Woody Allen y su "derecho a la galantería" en ese simulacro de debate feminista de la semana pasada.
Catherine Millet, una de las firmantes del manifiesto de un grupo de francesas contra la campaña #MeToo y todo indica que su redactora y autora intelectual, publicó en 2001 su obra autobiográfica La vida sexual de Catherine M. Si suponemos que esas páginas, donde narra en detalle los encuentros sexuales que fue coleccionando a lo largo de los años, transmiten su ideal de sexualidad libérrima, es inevitable concluir que en su definición predomina lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Léanse si no estas confesiones:
"Tener relaciones sexuales y experimentar deseo eran casi dos actividades separadas"; "No me preocupaba tampoco la calidad de las relaciones sexuales. Aunque no me procurasen mucho placer, o incluso si me desagradaban, o cuando el hombre me arrastraba a prácticas que no casaban demasiado con mis gustos, no por eso las cuestionaba"; "Que en la relación hallase o no la satisfacción inmediata de los sentidos era secundario"; "No exagero si digo que hasta alrededor de los 35 años no consideré que mi propio placer pudiera ser la finalidad de una relación sexual".
En sus comentarios sobre el lamentable espectáculo "liberales francesas contra conservadoras estadounidenses", Alexandra Petri ironiza: "Eros es una relación unilateral entre un hombre y un objeto. Si nos quitan esto, ¿qué nos dejan?". En efecto, a eso se parece la visión del erotismo de quienes acusan de persignadas a las feministas que sí conciben una sexualidad donde haya deseo y placer en todas las partes, una sexualidad donde la mujer no sea el objeto pasivo de los "galanteos" o acosos de un hombre sino sujeto de una juguetona o amorosa dialéctica entre dos o más partes igualmente activas.
Es impresionante y desolador notar cuánto les cuesta a muchas y muchos tan solo tratar de pensar cómo podría tener lugar una relación sexual excitante y satisfactoria sin violencia ni cosificación y sin jerárquicos arribas y abajos. La imaginación nomás no les da, como si padecieran el equivalente mental a la posición del misionero. Lo chistoso es que se creen revolucionarios y rompedores.
La recientemente fallecida feminista radical Kate Millett tenía una aspiración un poco más ambiciosa que la de su homónima francesa. En el clásico Política sexual, libro fundamental de la llamada segunda ola del feminismo publicado en 1970, planteaba:
"Una revolución sexual necesitaría, quizá antes que nada, poner fin a las tradicionales inhibiciones y tabúes sexuales, especialmente los que más amenazan el matrimonio monógamo patriarcal: la homosexualidad, la 'ilegitimidad', la sexualidad adolescente y la sexualidad pre y extra marital. El aura negativa con que generalmente se ha rodeado la actividad sexual se eliminaría por fuerza, junto con la doble moral y la prostitución.
El objetivo de la revolución sería una norma de libertad sexual permisiva, la misma para todos: una que no se hubiera visto corrompida por las burdas y explotadoras bases de las alianzas sexuales tradicionales. Principalmente, sin embargo, una revolución sexual pondría fin a la institución del patriarcado y aboliría tanto la ideología de la supremacía masculina como la socialización tradicional que la sustenta vía estatus, rol y temperamento" (esta es su manera de referirse a los estereotipos sexuales y al orden jerárquico que en nuestros días suelen englobarse en la palabra género).
Entonces no, aquí no se trata de un debate de liberales pro sexo contra puritanas anti seducción y coqueteo: se trata de un desencuentro crucial entre quienes siguen teniendo el cerebro formateado por milenios de patriarcado y quienes nos salimos del esquema y nos atrevemos a imaginar y desear un mundo enteramente distinto, con relaciones entre los sexos libres de esas ataduras y limitaciones que para tantos, y por efecto de los usos y costumbres, siguen siendo invisibles pero no por eso inexistentes.
La historiadora Gerda Lerner, en la introducción a su obra La creación del patriarcado (1986), insiste en que las mujeres, lejos de ser eternas víctimas, han sido activas participantes en la construcción de civilizaciones e incluso de ese sistema social que las mantiene subordinadas. Ellas siempre han formado parte de la historia con minúscula (todos los acontecimientos del pasado), pero han estado excluidas de la Historia con mayúscula (el registro y la interpretación, hechos por hombres, de esos mismos acontecimientos). Y para entender tal dinámica propone una útil analogía.
Imaginemos que hombres y mujeres viven arriba de un escenario teatral. Los papeles que se les han asignado son igual de importantes y la obra no puede seguir si se prescinde de los unos o de las otras. El pequeño detalle es que han sido los hombres quienes han pintado la escenografía, escrito la obra, dirigido la puesta en escena, aparte de que se dieron a sí mismos los papeles más interesantes y heroicos. Las mujeres pueden querer más igualdad en la asignación de roles, pero cuando piden un mejor parlamento también son los hombres quienes determinan si dan el ancho. ¿Qué harán ellos? Por supuesto, darán preferencia a las más dóciles y obedientes, a las que no osen reivindicar su derecho a reescribir el libreto.
Pero, más que papeles iguales, lo que se necesita es que las mujeres vean cómo está armado todo el tinglado. El feminismo, prosigue Lerner, es la toma de conciencia de que las partes iguales no las harán a ellas iguales mientras la producción en su conjunto esté en manos masculinas. "Lo que las mujeres deben hacer, lo que las feministas ahora están haciendo, es apuntar a ese tablado, sus decorados, la utilería, el director y el dramaturgo [...], y señalar que la desigualdad básica entre nosotros estriba en esa estructura. Y luego deben tirarla abajo".
Derribar la milenaria y sólida estructura patriarcal y erigir un nuevo mundo donde los hombres no sean la medida de todas las cosas y también las mujeres puedan ser libres en lo sexual y en todo lo demás.Esa es nuestra tarea, nada más y nada menos. Así de conservadoras somos.