¿Cuál Gabo? El primer Nobel de Colombia fue para Quintiliano Ardila

¿Cuál Gabo? El primer Nobel de Colombia fue para Quintiliano Ardila

El reconocimiento, hecho por un grupo de amigos en 1969, cambió la vida de un hombre sencillo y analfabeta, que genuinamente sentía que era el mejor poeta del mundo

Por: Pedro Luis Barco Díaz. (Caronte)
febrero 22, 2019
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¿Cuál Gabo? El primer Nobel de Colombia fue para Quintiliano Ardila
Foto: Pixabay

Ahora que están de moda las proclamaciones y las autoproclamaciones, como la de Guaidó, la de Keiko Fujimori y sabrá el diablo de cuántos más, vale la pena contar la verdadera historia del primer premio Nobel de Literatura proclamado y entregado a un colombiano, honor que tiene don Quintiliano Ardila de la Ciudad Centinela del Valle del Cauca.

Transcurría el año 1969 A.U.,(antes de la era Uribe) y Caicedonia era un “pueblito que olía casi siempre a almendra de café, sobre todo en las madrugadas de la época de cosecha… entonces la niebla se deslizaba montañas abajo y humedecía los callejones polvorientos, abrazaba las hojas de los árboles y se anestesiaba en los rincones, dándole a uno la impresión de estar durmiendo en una finca”.

En esa época, alpargateaba el municipio don Quintiliano Ardila, un hombre sesentón, bajito, de color cetrino, callado y sencillo, quien le robaba tiempo a la labranza para entretejer sus poemas directos y elementales, los cuales resguardaba únicamente en su caletre: era analfabeto.

Para ese tiempo, yo estudiaba quinto de bachillerato en el Colegio Bolivariano y era inseparable de Elvecio Gómez, venido desde El Bordo, Cauca, y de Rodrigo Duque Henao, el hijo de don Elías, el de la compra de café. Los tres estábamos muy críos y teníamos aún la costumbre de chicanear con las aventuras de los compañeros de estudio mayores; algunos de los cuales ya estaban casados o eran habituales de los bares triple X: del “Balajú” o de “Travesuras”.

A Don Quinti lo conocimos un día de mercado, en plena traviesa, en el parque de arriba, en medio de la bullaranga de los recolectores del grano, de los agregados, de los gariteros, de los propietarios de fincas, de los vendedores de pirulíes, de frescos, o de mazamorra, y de los ofrecedores de la suerte con periquitos con cartas en el pico.

Después de observarnos un buen rato, nos abordó de frente y nos preguntó si éramos estudiantes. Le contestamos que sí y nos invitó a tomar “pintado con parva" en la Panadería El Nevado.

Ya sentados, nos contó con mucho orgullo, que él era el mejor poeta del mundo y que necesitaba que le escribiéramos sus poemas y se los mandáramos a Radio Roma, pues el muchacho que le ayudaba antes se había ido a vivir a Sevilla. Nos dijo también que él no podía entregar personalmente las cartas en Adpostal, porque don Luis Ernesto Arbeláez, quien era el gerente de la empresa oficial de comunicaciones local, lo tenía vetado y no le permitía difundir al mundo su extraordinario legado.

Elvecio Gómez, el de la mejor letra, le escribió a partir de ese sábado y por más de cuatro meses las cartas que invariablemente comenzaban así: “Señor locutor de Radio Roma, lo saludo para saludarlo y solicitarle que esparza por las ondas de radio el siguiente poema…”.

Recuerdo uno que tituló Las Estudiantas, en el que reflejaba su rechazo a las nuevas costumbres libertinas que —según él— eran el resultado de los hippies y de la música de la nueva ola:

Las estudiantas salen para vacaciones/ se ponen a tomar trago/ y pierden hasta sus calzones/ Ellas se van de la casa/ y se pierden del camino/ se paran en la cabeza/ hasta que se les vea el ombligo/ y los padres muy confiados/ sacan los quinientos pesos/ para hacerles el mercado/

Después del poema (que entonaba con los ojos entrecerrados, henchido de orgullo y alargando su cuello como gallo de pelea invicto) invariablemente se despedía con un saludo coqueto para la reina de Roma, quien supuestamente era su eterna enamorada. Por último, él mismo cerraba con sus labios la carta, no sin antes introducirle una foto de carné en la que lucía un sombrero Barbisio, saco a cuadros, ancha corbata y una sonrisa triste.

El problema era que, como tanto el destinatario como la dirección que daba era inexistente, don Luis Ernesto jamás nos dio chance de depositarlas en el buzón.

Por esa circunstancia nos quedamos enguaralados con todas las cartas sin entregar y, lo que era peor, nos quedamos con el dinero que nos daba don Quintiliano para el pago del envío de las mismas. Por eso, seriamente les propuse a mis compañeros que lo proclamáramos como el mejor poeta del mundo y le fabricáramos, con nuestras manos, un auténtico Premio Nobel de Literatura. Y nos dispusimos a hacerlo.

Lo primero que hicimos fue, entre carta y carta, entre café con leche y parva y café con leche y parva, hacerle saber al poeta que éramos aventajados alumnos de francés, ya que ni siquiera sabíamos que en Suecia no se hablaba francés, sino sueco.

En la biblioteca del Colegio Bolivariano, estudiamos sobre la letra gótica y su técnica. Una buena parte del alijo enguaralado lo gastamos en Armenia, comprando papel pergamino, tintas chinas de colores, plumillas, pinceles y demás. Al final, después de más de un mes de trabajo, obtuvimos un decoroso diploma que, de lejos, al menos parecía serlo.

Seguidamente, redactamos a máquina, una carta con membrete, dirigida a “Monsieur Quintiliano De La Ardila” y suscrita por el presidente de la Academia Sueca, en la cual le contábamos, en un francés muy paisa, que había sido el ganador del Premio Nobel de Literatura año 1969, entre miles de poetas de diversos países y lenguas; que esa distinción era la primera vez que se le otorgaba a un representarte de las letras colombianas; y que en una semana aproximadamente le llegaría el respectivo diploma así como un derecho de giro, por valor de un millón de dólares que debía personalmente reclamarle, al señor Luis Ernesto Arbeláez, director de Adpostal de Caicedonia. Dicha carta la deslizamos por debajo de la puerta de la casa de habitación del poeta.

El sábado siguiente, a eso de las 10 de la mañana, sentados en la panadería El Nevado, comiendo lo mismo de siempre, don Quintiliano Ardila nos entregó nuestra carta para que se la leyéramos. Yo fui el encargado de darle las buenas nuevas y su regocijo fue formidable.

Nos dijo que él siempre había esperado, en lo más recóndito de su alma, que algún día le reconocieran —y en vida— sus aportes a la poesía nacional e internacional. Además, nos prometió que una vez le llegara el premio, iba a clausurar su producción literaria y se dedicaría a descansar, pues la creación de sus poemas lo dejaba cada vez más extenuado.

También nos aclaró que jamás había pensado en recibir premios económicos por lo que le nacía de su corazón de poeta, pero que por ninguna razón y ante ninguna circunstancia iba a dejar que el tal por cual de don Luis Ernesto Arbeláez se fuera a quedar con el dinero que la academia sueca le había mandado.

Días después, pasamos por la rendija de la puerta el dichoso diploma, con foto y todo, más el derecho de giro. Nosotros mismos lo acompañamos al otro día a que le colocaran un marco grandilocuente al premio y se lo ayudamos a colgar en el mejor sitio de la sala de su casa. Allá permaneció colgado varios años, hasta que “Don Quinti” partió a declamarle sus poemas al Padre Celestial.

Por eso, desde ese día, hasta el 21 de octubre de 1982, en el que Gabriel José de la Concordia García Márquez lo recibió del Rey Gustavo Adolfo, el nuestro fue, en Colombia, el primero y único Premio Nobel de Literatura, mismo que le mejoró para siempre la sonrisa triste a un hombre sencillo y analfabeta, que genuinamente sentía por dentro que era el mejor poeta del mundo.

Sin embargo, como toda historia feliz tiene su lado oscuro, don Quintiliano Ardila se dedicó, desde entonces, a malograrle la bilis a don Luis Ernesto Arbeláez, pues le reclamó su billete cada vez en tono menos poético.

Ah ¿Y el resto de la plata de las cartas no entregadas? ¡Nos la comimos con pintado y parva en la panadería El Nevado!

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