“Nuestra lucha es por la familia”, dicen en las campañas políticas conservadoras esperando recibir el apoyo incondicional de los grupos cristianos más radicales. Uno se pregunta, sin embargo, cuál familia es la que defienden, porque tipos de familias hay muchos.
No defienden, claro está, las familias de los inmigrantes, cuyos hijos encerrados en jaulas, separados de sus padres, sufren devastadoras consecuencias sicológicas añorando reencontrarse con sus seres queridos. Por esas familias no luchan los sectores cristianos que apoyan sin ambages a Trump y sin remordimientos ni dudas piden en trance casi místico que se construya el muro.
Mucho menos defienden las familias de las comunidades indígenas. A ellas, los grupos cristianos han desintegrado en múltiples ocasiones, como ocurrió en la amable y tolerante Canadá, donde por más de cien años, hasta 1996, a más de 150.000 niños indígenas, las mayores denominaciones cristianas secuestraron y recluyeron en centros donde los menores eran adoctrinados en las pacíficas enseñas de su religión, no sin someterlos antes, claro está, a desnutrición y maltratos físicos. No se puede añorar el cielo bíblico, si en la tierra no se padece un infierno.
Tampoco defienden a las familias de las parejas del mismo sexo. A ellas se les prohíbe el matrimonio, la adopción, el amar a los niños. El amor del que los cristianos tanto hablan tiene límites y aduanas, y su pasaporte no es el perdón como muchos creen, es la cárcel en la que por centurias sometieron a homosexuales y lesbianas, o la hoguera en la que las brujas fueron quemadas hasta hace apenas unos pocos siglos.
No crean que defienden a sus propias familias. El ahora santo Karol Wojtyla sabía desde la década del noventa que Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, abusaba de menores, pero para Juan Pablo II eran más importantes los dólares de Maciel que los niños. Por eso Wojtyla no solo protegió al fundador de los Legionarios de Cristo, sino que no desaprovechó oportunidad para encomiar su labor. En 2004, cuando los crímenes de Maciel llevaban más de una década de público conocimiento, Juan Pablo II les envió una carta a los legionarios, en la que ensalzaba los dones que el Espíritu Santo había dado al fundador de su orden. Los mismos dones, imagino, con que el Espíritu colmó al Papa Santo, a quien ahora debemos imitar, según las enseñas de la Iglesia católica.
Por no hablar de los millones de familias que día a día se ven destruidas por el sistema punitivo estadounidense. El mismo sistema que enriquece a los dueños de las cárceles, quienes aumentan las ganancias de sus negocios pagando a los políticos para que incrementen las penas y sancionen cualquier tipo de conducta. Los mismos políticos que convirtieron a Estados Unidos en el país con el mayor índice de encarcelación del planeta y por los que votan los grupos cristianos, convencidos que eso de la guerra contra el crimen es algo similar a la guerra santa, y que el perdón no es su obligación, así lo diga la Biblia, sino la pena de muerte, el encierro y toda serie de castigos.
¿Cuál es la familia que defienden, entonces? No se dejen engañar, por familia no se refieren a un grupo de personas que se aman, que conviven, que procrean, o cualquier definición que ustedes deseen. Familia es un eslogan para perpetuar sus privilegios y perseguir a quien es diferente. Por eso, apoyan a Trump, aunque su conducta contradice todos los ideales que los grupos cristianos dicen defender. No lo duden, es su poder lo que está primero, ese es el verdadero objetivo de sus luchas.