Bajo mi ventana corre la Avenida Santander, la del semáforo ambiguo, un río de carros que nos separa del mar.
No solo los bañistas, familias de cada barrio entre acá y el Cerro de la Popa, sino además todo transeúnte que quiera viajar hacia el centro y más allá, deben cruzar esta avenida.
¿Pero cómo? A la brava, de bravía. Sé de personas que a veces han optado por no cruzar; he visto mil veces a la señora de los ojos resignados al terror del raudal levantar su brazo pidiendo un breve y solidario descenso de velocidad que le dé apenas tiempo para cruzar nerviosamente.
Es la ciudad sin sombra. Es la ciudad sin andenes. A los dueños de esta ciudad no les pega el sol, y solo han sabido usar sus pies para mandar.
Y ya los jóvenes dicen ajá normal.
Romantizar el caos —querer creer que él representa un goce natural para quienes sí saben reconocerlo como manifestación cotidiana de una mentalidad cultural, o defender que es un valor incomprendido por las coloniales pretensiones de un orden universalista occidental— puede ser una opción atrayente, pero seguiremos excluyendo a nuestros viejos y a nuestros conciudadanos más vulnerables del ambiente de vida amable que todos merecemos por igual.
Quizás, pienso a veces, todas las personas lleguemos a tener por dónde caminar frescas y tranquilas el día que logremos que los machos que comandan nuestra manada por cuenta y gracia de la ley de la selva, se den cuenta finalmente que ésta dejará de convenirles cuando sus barbas se tornen blancas.
Tal vez podamos cruzar la avenida del caos cuando el ímpetu represado de nuestros jóvenes ya no sucumba ante lo que se les ha ido dejando como “lo normal”.