Crónicas desde una cáscara de huevo (I)

Crónicas desde una cáscara de huevo (I)

Historias en tiempos de coronavirus

Por: Alexander Ortega Marin
abril 02, 2020
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Crónicas desde una cáscara de huevo (I)
Foto: Pixabay

Desde el jueves 12 marzo, cuando Emmanuel Macron habló por televisión, París entró en el escenario de una película donde una mitad de la población está vaciando los supermercados para comprar papel higiénico, y la otra sigue haciendo la fiesta. El viernes 13 a las seis de la tarde, un estertor de muerte resonó en toda la Biblioteca Nacional para decirnos a los cuatro gatos que estábamos ahí que a partir del sábado sus puertas estarían cerradas hasta nueva orden. Antes de abandonar el edificio, revisé mi correo. Mis clases en la universidad habían sido canceladas. Hasta Tinder me envió un mensaje para recomendarme no hacer más encuentros furtivos. Lágrimas. Mientras avanzaba hacia el metro observé a la gente en las terrazas, en sus acostumbrados after-work. Por razones de paranoia periodística pensé en todas las posibilidades para contagiar a alguien. Los franceses se cierran la mano mientras se dan dos besos en cada mejilla. Cuando se comienzan a emborrachar, inicia una inevitable confusión de vasos de cristal en la mesa que termina, ineluctablemente, en un desacuerdo de besos en la boca antes de tomar el metro. Mientras los observaba me preguntaba: ¿cuántas gotas de saliva pueden caer en una copa de vino?

Seguí avanzando hacia la estación de metro. En el vagón, una chica hablaba en español por teléfono discretamente en tono acusador contra su hermana, una tal Jennifer. La chica al teléfono le suplicaba a Jennifer que no dejase que su papá tuviese contacto con la gente. Luego, pidió hablar con su mamá. Su tono de ofuscación aumentó: ¡Mamá!, ¡tienen que impedir que mi papá tenga contacto con la gente! Esa enfermedad llega a Venezuela y lo mata.

Dicha conversación fue la evidencia del primer síntoma mundial del coronavirus: el pánico. En mi teléfono, la situación era más desalentadora. El gobierno italiano ordenó la cuarentena de un cuarto de la población del norte del país. En los comercios de toda Italia se exige una distancia de un metro entre clientela y comerciantes. Los desplazamientos dentro de la ciudad se limitaron. Las fuerzas del orden están autorizadas para pedir justificaciones a los transeúntes en la calle. Sigo mirando mi teléfono y las cosas siguen empeorando. El actor italiano de la serie Gomorra Luca Franzese, en un desesperante video mortuorio, le dice al mundo por la cámara de su teléfono que su hermana Teresa ha muerto. Ni médicos ni autoridades han venido por el cadáver por miedo a contaminarse.

Era sábado a las siete de la mañana. Prendí la radio y el viejo locutor de Flip me disparó al oído la primera bala: Francia contaba ya con 3.661 casos y 79 muertos. Salí al supermercado. Hacía frío, y para colmo, llovía. En la calle, mis ojos sólo buscaban chinos con tapabocas, como si ellos tuvieran la culpa. Por primera vez me percaté de la cantidad de viejos que viven en París y me pregunté cuántos de ellos mañana estarán muertos. ¿A dónde van los viejos que viven en las calles? Los invisibles cajeros de los centros comerciales, las personas que recogen la basura, los policías, los conductores de transporte, esos que nosotros maldecíamos hace un mes porque estaban exigiendo mejores condiciones de trabajo, de la noche a la mañana están obligados a dar la cara, a exponerse a la enfermedad. El metro era una orquesta interminable de ecos de tos. Y por primera vez me he dado cuenta de cuántas veces, de forma automática, me puedo tocar la cara. En el supermercado se ha agotado el arroz, la pasta y por una extraña razón que no comprendo, se ha acabado el papel higiénico. Pensando en la forma más artesanal de solucionar la falta de papel en mi casa durante la cuarentena, llegaron a mi cabeza dos preguntas escatológicas pero solo repetí en voz alta la segunda: ¿moriré por este virus?

Juan David Barrera, estadístico de una prestigiosa universidad en París y, además, la única persona en el mundo que puede explicarle a usted la teoría de la relatividad en 30 segundos, me había dicho por teléfono que según sus interpretaciones, las mismas de Angela Merkel, valga la pena decir, el COVID-19 puede contagiar al 60-70% de la población sin inmunidad. Es decir, la enfermedad podría contagiar 4900 millones de personas en el mundo, con una tasa de mortandad del 2 %, lo cual, en una escala de tiempo indefinido, se podría traducir en 98 millones de decesos. Es una hipótesis para el peor de los escenarios.

Con mayor precisión me explicó que podría ser cierto que la enfermedad matase "solo" el 0.5% de los que tienen menos de 50 años, pero hasta el 15% de los que tienen más de 70, entonces, en el peor de los escenarios, por cada diez abuelos morirá uno de los siete que se contagian. De forma más clara, me dijo que si se agravase la situación, si no se respetan las consignas poniendo en riesgo a las personas más frágiles, de un grupo de cinco amigos entre los treinta y cuarenta años, alguno verá morir a su padre o madre, y todos acabaríamos yendo a algún funeral.

Lo que sí parecen mostrar las estadísticas es que la mayoría de la humanidad sobrevivirá y apenas sentirá el paso de la enfermedad por su cuerpo. Sin embargo, lo inédito es que de un solo golpe, el sistema económico se apagó. Por primera vez el sistema capitalista se ha dado cuenta de que la verdadera amenaza son los estilos de vida del hombre moderno.

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