A solo 16,2 kilómetros, media hora en auto y 1,5 dólares de costo en autobús queda Villanueva de San Gil, Santander.
Llegas a la reconocida Terminalito de San Gil, abordas un pequeño autobús que sale cada media hora; y por una carretera totalmente pavimentada, con pronunciadas curvas y paisaje exuberante, te trasladas a este pueblerino destino de clima agradable.
Sus artesanos, especialistas en tallar la roca; sus helados de sabores exóticos y poco comunes, y un restaurante de renombre son tres cosas que no puedes dejar de ver y probar en este municipio enclavado en un descanso de la cordillera Oriental.
El recorrido es rápido, pocas cuadras circundan la plaza. Y en esta, haciendo eje central de todo, una descomunal Ceiba se alza orgullosa, mostrando sus largos musgos cayendo de sus ramas. Parece estar siempre vestida de Navidad.
Bajé del autobús y recorrí su plaza de inmediato, haciendo tomas varias del frondoso y cuidado parque e iglesia.
Después, algo hostigado por la canícula de aquel noviembre a las 12:40 p. m., decidí ingresar a cualquiera de los bares y tiendas de comercio, que en el lugar pululan.
Una fría Póker se deslizó refrescante por mi seca garganta, y sin dar espera, la agradable conversa con quien bien me atiende, y uno que otro lugareño que mi vida escudriñan.
Les hablo de mi origen, procedencia y trabajo; para de esta manera obtener rápida información de lo que ellos, con orgullo, me sugieren visitar en su natal Villanueva.
Cuatro cervezas después, me doy a la tarea de seguir obediente todas sus recomendaciones. Y me fue muy bien.
Referente a los artesanos, tallar la piedra sigue siendo sustento de muchos, pero quejumbrosos, lamentan las consecuencias que dicha labor deja en sus pulmones.
La heladería El Nevado, en plena remodelación, orgullosa exhibe su excéntrica carta o menú. Donde el fríjol, la yuca y hasta el viagra integran su oferta de galgerías.
Al salir de la heladería, y como si la causalidad me permitiera una recepción, el redoblar prolongado de campanas saludan mi arribo. Todo esto, mientras con mi celular hago un video de una toma en giro completo de 360 grados. Fue una sensación agradable, la embriaguez de la vuelta y las cuatro cervezas hicieron del corto momento algo idílico.
Hurgando entre calles y con algo de información preguntada a un aldeano, llegué al reconocido restaurante Villa Chalá. Fue un momento especial.
Pedí un costillar asado de cabrito. Y llegó con mucha solemnidad. Servicio de manera abundante y cuidadosa, sobre una cama de exquisita pepitoria. Y los jugos del animal recién expuesto al calor se dejaban caer sobre el arroz de pepitoria para enriquecer, aún más, la explosión de sabores. Y una ensalada de vegetales en sal, con decoro, reposaba a un lado del plato.
Todo lo anterior disfruté de manera calmada, sin prisas. Con la tranquilidad de quien le gusta hurgar hasta percibir cada sabor de manera individual.
Y para finalizar, a manera de postre refrescante, una deliciosa chicha de maíz, obsequiada por la atenta propietaria del lugar: doña Luz Estela Romero Naranjo. Su mano cuidadosa y dedicada se nota en todo el lugar. A ella y todo su personal, mil gracias. ¡Volveré!
Esta fue mi experiencia en Villanueva, mas adelante, Barichara.
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