Caminar San Gil y recorrer sus empinadas calles, además de ser un placer visual, requiere de buen estado físico. Ayer invertí tres horas y ocho punto dos kilómetros de larga caminata.
La ventaja de caminar en lugares desconocidos, es que todos los días puedes tener nuevas vistas. No repites. Esto, en mi caso, me incentiva mucho. La rutinaria repetición de paisajes, cuando se permanece mucho tiempo en un mismo lugar, me da tedio.
San Gil tiene muchas iglesias. Grandes, medianas y pequeñas; y todas construidas con grandes bloques de piedra ocre, que dan ese toque centenario que tanto encanta a quienes apreciamos con nostalgia y valor histórico todo lo que nos traslada el pasado.
Muchas casas y edificaciones también usan este material, dando ese aspecto colonial de barrio antiguo a toda la población.
Es un pueblo seguro. Sus habitantes de manera desprevenida hablan y observan su celular en cualquier esquina. Y para más asombro he visto en dos ocasiones personas contar considerables sumas de dinero en plena calle. En una ocasión, un señor al salir de un cajero electrónico de una reconocida entidad bancaria. Y la otra, dos parroquianos cualquiera, transando algún negocio en pleno parque.
Algo personal, este comentario de la seguridad en este bello paraje, pensé mucho si escribirlo o no. Es tan convulsionado y peligroso lo que estamos viviendo en las grandes ciudades, que sentí temor de que un simple e inocente comentario pudiese dar ideas a quienes viven del mal vivir. Pero me ganó el beneficio que sé, trae lo dicho, al turismo que bien merece San Gil.
Al caer la tarde, y cuando la penumbra comienza a arropar todo el paisaje, la luna coqueta juguetea entre los tejados de barro cocido. Esto me recuerda con gracia que soy afortunado de permanecer aún con vida después de todo lo sucedido a nivel mundial y de estar hoy en día en la capital turística de santander, disfrutando de su arquitectura, gastronomía y en general de los sangilenses.