Crónica: Los perros lloraron

Crónica: Los perros lloraron

Por: Nota Ciudadana
febrero 12, 2015
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Crónica: Los perros lloraron

Había una vez un pueblo triste y confundido. Los cazadores salieron contentos como todos los años, con sus menajes, sus escopetas, sus morrales y sus jeeps de transporte cargados de ollas y mercado. Lo más importante, sus perros de casería adiestrados y queridos por todos como sus propios hijos, que con el tiempo se habían vuelto los mejores compañeros y amigos, que solo están contentos al sentir la mano del amo sobre su cabeza o su cuerpo.
Era un paseo que buscaba un equilibrio personal; mostraban la forma de vivir de un pueblo con su cultura ancestral. Días después, no se supo de ellos. El asesinato de los 11 cazadores en Méndez municipio de Armero Guayabal dejó en la historia una nota más de la descomposición social de nuestra querida y amada Colombia.
Este año se cumplió un año más desde finales del 2.002. Las conciencias de los familiares y amigos como siempre se unen en oración; - algo como esto no se puede repetir de nuevo.  Desde los pulpitos y los templos de los pastores se escuchaba decir lo mismo: -“solo existe el poder de Dios nuestro creador, que nos llenara de valor y nos alejara la cobardía. Con esa fortaleza podremos mantener la libertad y la paz que hoy vivimos”. A muchos les llegó el recuerdo de aquel viernes 13 de febrero del 2.003. A media noche, aullaban, ladraban y lloraban los perros, que se salvaron de aquella macabra historia porque no fueron, o pudieron huir. Eso decía uno de sus cuidanderos al señalar que de los ojos de los animales brotaban verdaderas lágrimas. ¿Lágrimas?. Si, los de casería lloraban la pérdida de sus amos y los demás eran solidarios.
Mientras eso sucedía, la noche dejaba escuchar a lo lejos los pitos y las sirenas de más de cien carros y motos, que despertaban a los habitantes de la zona rural y el casco urbano, de los municipios de Falan y Palocabildo Tolima, avisando la llegada de los cadáveres. Algunos se unieron al desfile a pie o montados a caballo. Cuando llegaron a Falan la gente se asomó a los balcones e hicieron calle de honor. Sacaron pañuelos blancos que subían al cielo con sus manos como pidiendo paz para Colombia. Lloraban y repudiaban el hecho, pues un concejal y unos cazadores de ese municipio también iban entre los muertos en la caravana. El desfile continúo y llegó a Palocabildo bien entrada la noche. Allí la presencia de la gente fue multitudinaria y los sentimientos de dolor se expresaron por doquier. Como en Falan, se repitieron las escenas de dolor. Estábamos aterrorizados, tristes, confundidos. Nos sentíamos solos, sin autoridad, sin ley que nos protegiera y hasta nos creímos abandonados por Dios nuestro padre, que no castiga a nadie sino que perdona y nos enseña amor. Algunos consideramos que éramos cobardes, alcahuetes, insolidarios e indolentes. Mataron a nuestros paisanos y no supimos por qué.
Algún medio de comunicación, nos hizo saber en sus líneas quienes eran los responsables y también como los militares encontraron las fosas en el corregimiento de Méndez el cinco de Febrero de 2.003. En una fosa encontraron doce cadáveres, once de los cuales eran los cazadores y quienes los recogerían.
El sábado 14 de febrero el pueblo se vistió de luto. La plaza de mercado de Palocabildo en esa época había sido acondicionada para albergar a la multitud de campesinos que desde las veredas, subían o bajaban para acompañar a familiares y amigos.
Mientras empezaba la homilía para el entierro, el correo popular traía cuentos e historias que quizás podrían ser o no ser, pero que contaban la sevicia que se cometió con esas personas en Méndez.
Frente a la iglesia de San José, sobre la calle, fueron formados los diez cajones. El olor nauseabundo se apodero del lugar, pues los cuerpos fueron retirados de las fosas comunes, y metidos en bolsas de plástico negro. Nadie los pudo ver ya que no permitían destaparlos por temor a una epidemia. Quince días y muchos más eran suficientes para que los cuerpos estuvieran descompuestos e inconoscibles. El olor a flores y fragancias, eran un calmante para quienes aprovechaban el momento para demostrar su aristocracia inexistente, o su política, o su protagonismo que les permitía estar junto a los féretros, mientras un separador entre los campesinos y la iglesia no permitía que sus verdaderos amigos, acariciaran de cerca el recuerdo de aquellos que se fueron.
Autoridades civiles y militares, el clero y oradores, arengaron discursos de alabanza. Los de la protesta momentánea, fueron expulsados por quienes eran dueños de la palabra y los micrófonos. Algunas palabras verdaderas y sentidas que quizás hoy nadie recuerda, y otras que pedían paciencia, mientras que el pueblo aterrorizado, solo esperaba que toda la prosa y el protocolo pasaran para enterrar a sus muertos, porque ya el olor no daba más tiempo.
La prensa nacional escrita, televisiva y radial no estuvo presente para sentar un precedente internacional sobre los delitos cometidos contra los derechos humanos.
A la hora de la elevación, en la eucaristía, cuando Dios hace presencia en los altares, el ruido de la Banda de guerra del Colegio Leopoldo García y una corneta entonaba el silencio. Mientras, los perros se ahogaban en ladridos y aullidos, sus ojos expulsaban lágrimas; aquella actitud de los animales que nos decían que ellos también tenían sentimientos, proporcionaban tristeza en las conciencias, dolor en los corazones y llanto en la multitud.
Poco después el desfile a pie y en carros nos permitió, ver a mujeres y hombres con pañuelos blancos reclamar la paz y pedir justicia, el llanto se apodero de muchos y los bomberos y enfermeras auxiliaban a quienes se desmayaban momentáneamente.
En el cementerio que queda en una de las partes más altas del pueblo, allí donde los sepultureros cavaron desde el día anterior las fosas para los difuntos, fueron entregados a la madre tierra, mientras aquellos hermosos perros de casería ladraban y aullaban sin parar llorando por sus amos. Muchas personas lloraron. Campesinos que fueron víctimas de la descomposición social de Colombia que invadió a Falan y Palocabildo y que ningún mal hacían a nadie. Descomposición que está acabando con los jóvenes.

Por fin después de varios días de espera, la nostalgia, la depresión, el llanto, la tristeza, la rabia, el odio, el reclamo, la desesperación, la furia, se iban. Siempre quedó en el recuerdo de los habitantes de Falan y Palocabildo el llanto de aquella jauría de perros de casería, que en cualquier momento escuchara a Bruno ladrando y aullando en busca de la presa escondida en cualquier montaña.
Un perro bóxer llamado Bruno, fue quien encontró las tres fosas. Qué casualidad. Seguramente, también su llanto y aullido se escuchó una vez en Méndez.

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