El inicio de un nuevo siglo traía consigo la noción de una nueva era para los colombianos tras el fallido proceso de paz del expresidente Pastrana y la noción de un nuevo concepto de terrorismo con la caída de las torres gemelas. Pasaban los días de aquel año 2003 con la esperanza de un nuevo cambio promovida por ‘El Gran Colombiano’, reconocido por su mano dura y corazón grande. Nos prometió un nuevo comienzo enmarcado en su obstinado Plan Patriota, el cual consistía en hacerle frente al arcaico problema de la violencia y el narcotráfico que llevaba décadas dominando el miedo de los colombianos. Al ser elegido presidente no quedaba más opción que ir a la guerra.
Rafael se encontraba descansando en aquella vieja silla mecedora de cedro, cuyas grietas hacían rechinar su memoria cada vez que se mecía ya que era el recuerdo del obsequio que le dejó su abuelo antes de partir de este mundo terrenal. Estaba preparándose para dormir después de un ajetreado turno de trabajo bajo mucho estrés y presión por parte de sus superiores que le exigían resultados. Ya estaba en casa dejando todo esto atrás cuando sin previo aviso, por debajo de la puerta asoma una carta que se deslizó sutilmente. Lo más perturbador de todo es que esa puerta era la de su armario.
Sus ojos se abrieron del susto haciendo que se dilataran sus pupilas como si hubiera visto a la misma muerte, seguido de ese escalofrío que recorre su espalda cuya reacción hace que sus brazos velludos se ericen de pavor.
Rafael no salía del asombro al ver ese sobre blanco que salía de su armario. Pensaba que tal vez era su hijo menor de 5 años jugándole una broma, pero al no obtener una respuesta su agitada respiración bombardeaba de adrenalina su cuerpo preparándolo para salir corriendo despavorido.
Luego de mucho pensarlo se armó de valor y levantó sutilmente su mano para tomar el cerrojo que abriría el armario, mientras sostenía una Colt Python calibre 367 con la otra mano, divagando en esos segundos qué podría ser aquello que estaba allí adentro y que arrojó esa carta: tal vez era el diablo al cual tentaba con sus blasfemias, o la respuesta que le pedía a dios en sus oraciones y que tal vez decidió responderla a modo de epístola, o seria aquella extraña presencia que perturbaba en las noches el sueño de su hija la mayor, o era su hija haciéndole una broma. La incertidumbre lo carcomía.
Luego de haberse imaginado un sinfín de cosas abrió con gran ímpetu su armario mientras lanzaba un fuerte rugido para atormentar aquello que estuviese allí adentro, y cuando su adrenalina logró vislumbrar lo que había, su corazón se detuvo por un par de segundos que se sintieron como una eternidad mientras el revolver caía al suelo de impotencia. Empezó a sudar frío y sus manos temblaban inconscientemente. Sintió como sus piernas se derretían al calor insoportable de los 40 grados mientras su cara de espanto y de rabia se conjugaba en un cataclismo de sentimientos que hacían estremecer su alma.
No encontró nada inusual. En aquel armario estaba toda su ropa y la de su esposa. Su uniforme de policía junto con ‘la guerrera’, como es conocido en el argot militar aquel camisón verde oliva el cual tenía sus insignias de subintendente y una que otra medalla que colgaba su gallardía y valor en el servicio. Del bolsillo de la guerrera se había desprendido aquel sobre que salió por debajo de la puerta y en el cual le habían notificado dos días atrás de su traslado a una de las zonas de mayor peligro por ser un territorio dominado por las FARC –EP, el movimiento insurgente más violento en la historia de Colombia. Rafael había olvidado aquella nota que había guardado en su uniforme tal vez queriendo ignorar la realidad de su futuro o creyendo que solo era una pesadilla. Hubiera preferido encontrarse al mismo diablo.
Ya habían pasado tres meses desde que se hizo efectivo su traslado de Neiva hacia el municipio de Baraya en el departamento del Huila. La zozobra de un ataque guerrillero se vivía con las miradas tímidas de los desconfiados pobladores de un municipio tan gris como su realidad. Era cuestión de poco tiempo para volver a escuchar los silbidos de las balas.
En la noche del 27 de mayo se desató el infierno. La columna móvil Teófilo Forero de las FARC, con más de 200 hombres fuertemente armados, se tomó el pequeño pueblo con sus cilindros bombas y ráfagas de comunismo. Todo era confusión y caos, ya que una de sus estrategias de guerra es volar las torres eléctricas para dejar el enemigo a oscuras. Rafael estaba en la estación de policía repeliendo el ataque con una sola cosa en mente, estaba preocupado por su familia que se encontraba a escasos 50 metros de su posición, mientras la guerrillerada avanzaba salvajemente dejando destrucción a su paso, logrando tomar su casa como trinchera ya que quedaba a menos de una cuadra del comando de policía. Rafael no sabía la situación que vivía su familia en ese momento.
Su esposa estaba refugiada debajo de la cama con sus dos hijos pequeños mientras tapaba sus bocas con ambas manos para no ser detectados por los guerrilleros que estaban adentro de su casa. Ella escuchaba la radio con las ordenes despectivas del comandante que impartía una sola consigna: “no dejar vivos a esos hijueputas”. En ese momento entró a la casa un guerrillero herido en el alma, porque le habían matado a su camarada.
Desenfundó su machete y descargó su impotencia dándole machetazos al colchón de la cama donde estaba escondida con sus dos hijos. Pero a Marta, la mujer de Rafael, no era eso lo que le daba miedo. Había recordado que la noche anterior su marido había dejado colgada la guerrera sobre una silla de la mesa del comedor, porque ya era tiempo de lavar aquel mapa de sudor que se formaba en su espalda.
Al saber que esa casa era la de un policía, los guerrilleros muy seguramente la habrían incinerado junto con todo lo que estuviera allí adentro. Solo restaba orar.
El alba alumbraba con sus rayos la descomposición de la sociedad que se pudría junto con sus cadáveres. Rafael ya se había imaginado lo peor, pero cuando todo se logró calmar con la llegada de los soldados de la Novena Brigada, salió disparado para su casa para encontrarse con los suyos. Al llegar observó que la puerta estaba violentada por un disparo; en la pared de la sala colgaban algunas fotos de su paso por la escuela de carabineros. Las sillas arrebatas de sus puestos y el televisor tirado en el suelo, fue el precio de haber escogido su casa como trinchera.
El “viejo Rafa”, como le decían sus amigos, se quebrantó en llanto al ver a su familia a salvo y completa. En medio de todo ese desorden estaba aquella guerrera invisible colgada en la silla metálica del comedor; silenciosa y misteriosa.
Después del plebiscito dejamos de ser invisibles ante el mundo y es hora de dejar nuestras diferencias para ponernos la guerrera y esta vez construir un nuevo país libre de balas y de violencia.
Es tiempo de construir un nuevo país en PAZ