Caminan en silencio, uno detrás del otro, en la penumbra de una montaña húmeda y frondosa de Tolima. Es una oscuridad profunda, densa y misteriosa. Son las ocho de la noche del 23 de junio del 2008 y la temperatura bordea los 20°. Solo se escucha el crujir de las ramas y el canto de los insectos. Yerson Castellanos, menudo y de tez morena, tiene 10 años y no sabe que está cruzando un campo minado con su mamá Leoníd Clavijo. Quieren llegar pronto a su casa de campo, ubicada justo al costado del cauce del río Sumapaz, que a la vez separa Cundinamarca y Tolima. Están cansados y hambrientos. Su mamá pisa las raíces de los árboles con rapidez, pero Yerson no tiene un paso suficientemente fuerte para seguir el ritmo de Leoníd. Necesita caminar a ratos en el lodo con sus botas de caucho. En ese mismo lodo, unos metros más adelante, hay una mina antipersonal: esas que se esconden en toda Colombia. Ambos mantienen la velocidad constante. Leoníd al pisar los troncos logra evitar el artefacto, pero dos metros más atrás viene Yerson, con sigilo. Siempre en silencio y con la escasa luz de la luna pisa justo donde está la mina y suena al instante un estruendo que rompe la tranquilidad de la montaña. Un sonido que no cesa, como tampoco el dolor de su pierna izquierda. Grita desesperado. No ve a su mamá para que lo socorra. Un pitido en sus orejas parece intensificarse. Está mareado. Grita nuevamente, entre el llanto y la angustia. Gritos desesperados, sucesivos y viscerales. Trata de pararse pero no puede. No entiende lo que pasa. Está perdido y tiene más miedo que nunca.
“¡Mamá, nos están tiroteando! ¡Mamá, dónde estás!¡Me duele la pierna. Ayúdame!”, grita Yerson mientras se desangra.
Al rato logra ver el parpadeo de una luz. Es la linterna del celular Nokia de su mamá. Ella lo ve tirado, sin poder pararse, lo alumbra y tranquiliza al no ver heridas aparentes. Pero Yerson sigue gritando con desesperación. Leoníd se acerca con cuidado y nota que el pantalón está en pedazos. Lo levanta y ve el pie izquierdo de Yerson destrozado. Todo parece suceder muy rápido; ve la sangre y la cara de su hijo. No lo puede creer, piensa que es un sueño, pero no lo es. Entra en pánico y el llanto no la deja respirar. Yerson se mira la pierna y entiende todo de inmediato.
“¡Putos guerrilleros, qué mierda hacen! ¡Por qué me tiene que pasar esta mierda a mí!, dice con rabia e impotencia.
Yerson sostiene una de las pocas fotos que tiene de su mamá.
Nota que Leoníd se está desvaneciendo. Es la única que puede ayudarlo. Se olvida de su pierna por unos segundos y se centra en ella. “¡Mamá, tienes que estar tranquila. Vamos a salir de esta. Tranquila, por favor”, le dice mirándola fijamente a los ojos. Leoníd reacciona ante las palabras de su hijo. Deja de llorar y toma un pañuelo blanco. Se lo amarra en la pierna para evitar que pierda más sangre, lo levanta y comienza a caminar entre los árboles. Con un brazo sujeta a Yerson y con el otro trata de mover las ramas que le impiden descender ágilmente.
Llegan a la carretera y ven una camioneta a lo lejos. Se atraviesan, impacientes, y la detienen. Leoníd le dice al chofer que su hijo se quebró la pierna, que es urgente llevarlo al centro de salud más cercano. El hombre mira a Yerson y nota que su pie no está. Le da miedo. No por Leoníd y su hijo, sino por él; por el temor de involucrarse en una guerra que no es la suya. Responde que no puede ayudarlos y Leoníd le suplica, lo agarra del brazo, no lo suelta. Le pide decenas de veces hasta que acepta. Se suben y parten al municipio más próximo.
Leoníd nota que su hijo está alucinando, se está muriendo, sus labios están morados. Yerson le dice que guarde números telefónicos y luego emprende una pelea imaginaria con sus hermanos que están a kilómetros de allí. Se queja del frío y se quiere dormir. Cuando llegan por fin a Cabrera tienen que cambiar de auto, tanquean y parten rumbo al Hospital San José de Fusagasugá. Cada minuto parece una semana. Llegan a la puerta del centro asistencial; Leoníd deja a Yerson inconsciente sobre una camilla, se despide y lo entrega a las manos de los médicos con la esperanza de volver a verlo con vida.
Tierra minada
Algunas de las prótesis que guarda Yerson. Todas hechas en Noruega. Nunca le ha gustado ser fotografiado con la prótesis puesta; no quiere sentirse inferior o diferente al resto.
Colombia completó cinco décadas de conflicto armado. Cincuenta años que no han llegado a su fin con una firma de paz. Niños, niñas y adolescentes se convirtieron en una de las poblaciones más afectadas por la guerra, soportando desplazamientos forzados, violencia física y psicológica, secuestros, migraciones, desapariciones y masacres. La evidencia más cruel de esta barbarie son las víctimas de minas antipersonales.
Según cifras de la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Daicma), los artefactos explosivos han dejado unas 11.500 víctimas entre 1990 y 2017. De ese número, 1.168 han sido menores de edad entre 1990 y 2015. Todos ellos han visto vulnerados sus derechos y limitados sus proyectos de vida.
“Se vulnera el derecho a la vida de los niños, el derecho a la salud, a la educación, al juego, al deporte, a la libre movilidad. Vulneran el derecho de estar con sus familias. Muchos niños y niñas se aíslan socialmente; muchos son maltratados y marginados. En Colombia una persona con una discapacidad es una persona aislada”, asegura Ximena Norato, directora de la Agencia PANDI (Periodismo Aliado de la Niñez, el Desarrollo Social y la Investigación).
En Colombia se destruyeron y se siguen destruyendo centenares de artefactos explosivos sembrados indiscriminadamente por el territorio. Uno de estos aparatos es la mina antipersonal, entendida por la Convención de Ottawa como un arma que explota por la presencia, proximidad o contacto de una persona, y cuyo propósito es incapacitar, herir o matar a sus víctimas. La que pisó Yerson era una mina artesanal, que de acuerdo a un informe de la Escuela Superior de Guerra publicado por el medio El Espectador, suelen estar construidas con elementos industriales como la brea o tubos de PVC, fragmentos de proyectiles y explosivos como la pólvora, el nitrato y el potasio… E incluso materiales que aceleran la muerte de la persona: tuercas, tornillos, vidrios y materia fecal humana y animal.
Según la Normatividad de la Acción Integral Contra Minas Antipersonal en Colombia, “cada Estado que esté en condiciones de hacerlo, proporcionará asistencia para el cuidado y rehabilitación de víctimas de minas”. En otras palabras, las naciones tienen la obligación de ayudar a los afectados.
“Caer en un artefacto te cambia totalmente la vida. No hay ayuda psicológica y las instituciones no están preparadas para recibir a personas afectadas. La gente no conoce sus derechos. No saben que todas las víctimas merecen una indemnización. La ley puede decir muchas cosas, pero no se cumple”, afirma Clara Wilches, encargada de la Unidad de Víctimas del Consultorio Jurídico de la Universidad Javeriana.
El 2006 comenzaron las primeras operaciones de desminado humanitario en Colombia, bajo los argumentos contemplados en la Convención de Ottawa. En ese lapso de tiempo se destruyeron más de 3500 artefactos y se despejaron 158.830,68 metros cuadrados. Si bien algunos municipios de Colombia ya se consideran libres de minas, históricamente el único sin la amenaza de estos artefactos es la Isla de San Andrés y Providencia. Todos los demás han padecido el temor de caer en un artefacto explosivo.
Los expertos estiman que las minas fueron introducidas en el conflicto colombiano por el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en los años 80. La capacidad de hacer daño, su larga durabilidad y los bajos costos llevaron a los demás grupos armados ilegales a utilizar esta cruel arma, que lograba contrarrestar el acecho militar y permitía establecer perímetros en terrenos marcados por el tráfico de drogas y armas.
Despertar
Yerson despertó tres días después de haber pisado la mina y descubrió que la pesadilla apenas comenzaba: ya no tenía la pierna y nunca más sería el mismo de antes. Pero lo más fuerte fue ver a su papá por primera vez. Durante toda su infancia no lo había conocido. Aquel día, mediante un examen de sangre, Yerson Clavijo pasó a llamarse Yerson Castellanos.
“Siempre le preguntaba a mi mamá por qué mi papá no estaba. Ella me decía que me negaba. El accidente me reunió con él, me dio el apellido, pero la verdad no me ha servido de nada”, sostiene con evidente rabia.
Yerson (19) en su antigua casa en Guacamayas, Bogotá.
Estuvo varios días protegido porque las infecciones podían matarlo. La herida aún seguía abierta y los médicos debían actuar rápido. Pero no fue así. La infección ya estaba en su sangre y empeoraba con el paso de los días. Yerson había pisado una mina artesanal, construida con materia fecal. “Si no te mata la explosión, te mata la infección”, reacciona Yerson.
Estuvo internado una semana en el Centro de Salud de Fusagasugá. Todo era nuevo para él. Era la segunda vez que estaba en una ciudad. Dos años antes celebraba su cumpleaños en Bogotá, con una visita rápida a Maloca. Se sentía extraño. Estaba acostumbrado al campo, a la vegetación y los animales. En Fusagasugá le avisaron que no tenían más equipos para combatir la infección, que debían partir de nuevo. Así llegaron al Hospital Cardiovascular de Soacha.
“Cuando quiero pensar subo al techo de mi casa. Allá arriba puedo recordar todo lo que he vivido”, cuenta Yerson mientras su novia sujeta la escalera.
Había perdido la mitad de la pierna, pero poco a poco los médicos la cortaron hasta llegar a la rodilla. Le dijeron que llegarían a la cintura si no actuaban rápido. Yerson recuerda que reaccionaba con una madurez muy inusual para sus 10 años. Cree que se debía a una infancia de mucho esfuerzo y sacrificio, con trabajos pesados que lo vieron crecer con rapidez.
Comenzó a trabajar a los cinco años con su abuela, María Marina, con quien vivió hasta los siete. Esporádicamente veía a sus hermanos; los menores Leidy y Carlos, y Alejandra la mayor. Ordeñaba vacas, cuidaba terneros o cortaba maleza. Así hasta los 10 años. Siempre fue un niño inquieto. Le gustaban los deportes, casi nunca estaba en la casa. Le apasionaba nadar y juntarse con sus amigos. Vivir en el campo era sacrificado. Tenía que levantarse todos los días a las cuatro de la mañana para caminar a la carretera y tomar una buseta que lo llevara al colegio. Si no la alcanzaba, debía caminar unas tres horas.
Había vivido en Cabrera toda su vida. Siempre con la misma rutina. Cuando terminó su hospitalización en Soacha trató de volver, pero la situación empeoró y tuvo que escapar a Bogotá. “Un día llegaron los paramilitares o personas del gobierno y nos dijeron que nos fuéramos. Que si volvíamos le iban a pegar un tiro a mi mamá. En Cabrera no era muy común que personas cayeran en minas. Creo que fui el primero y le echaron la culpa a ella. Empezaron a decir que estábamos vinculados a las guerrillas”, recuerda Yerson.
Desde ese momento ha regresado una vez. Solo de visita. Pero ese temor es muy común en las víctimas de minas. “A mucha gente le da miedo acercarse a las instancias presidenciales a pedir ayuda, porque los acusan de estar vinculados con los guerrilleros. Por eso prefieren hacerse prótesis con botellas de litro y un palo de madera”, reafirma Clara Wilches.
Rehabilitación
Yerson en el techo de su ex casa en Guacamayas. Al fondo se ve el barrio que lo recibió al llegar a Bogotá: su colegio El Rodeo y el comedor comunitario.
Yerson se sentía bien en el hospital. Miraba hacia el lado y todos estaban en la misma condición que él. Lo complicado fue salir de ahí. “No podía saltar, estaba siempre acostado. Escuchaba a los chicos jugando fútbol, andando en bicicleta. Recibíamos muchas promesas falsas, hasta que llegó Colombianitos, una ONG que me ayudó con la prótesis de la Teletón de la Universidad de la Sabana”, recuerda.
Duró con ella unos dos meses después de haber salido del hospital. Estuvo encerrado, mientras su mamá trataba de encontrar soluciones rápidas. Adelgazó y se puso muy pálido. Fueron tiempos de soledad. Le dolía la cicatriz y no soltaba las muletas, hasta que una psicóloga se las quitó sin remordimiento con la promesa de regresárselas cuando pudiera caminar sin ellas. Para Yerson fue muy impactante. Ya se había acostumbrado a ellas. Eran tiempos difíciles y no quería hacer nada; estudiaba porque tenía que hacerlo. Iba a clases, se quedaba solo y cuando terminaba, se iba. Durante un año tuvo la ayuda de Colombianitos. Él y su mamá vivían en un albergue y tenían un pequeño apoyo económico que terminó después de los 12 meses de tratamiento.
Se fueron a vivir a la casa de una amiga de su mamá. Yerson ya no tenía las muletas. Caminaba apoyándose en la pared, con algo de miedo que luego desapareció. “Yo no quería que la gente supiera lo que me había pasado. Lastimosamente se empezaron a enterar y llegó el famoso bullying. Empezaron a decirme “paticojo”, el que no puede caminar. Me estaba dando por vencido. En ningún lugar podía estar tranquilo”, relata Yerson.
Esa fue la etapa más difícil que recuerda. Se sentía mal, triste. Empezó a preguntarse por qué le había pasado a él y no a otra persona. Recuerda que tuvo que asimilar todo solo. Que nunca lo prepararon para lo que iba a vivir.
“Mi mamá casi no se enteraba de esos casos. Yo no le contaba. Cuando le dije lo tomó como chiste y aseguró que estaba perdiendo las materias porque me daba la gana. Le dije que era verdad, que me sentía mal. Ese día fue al colegio y me retiró”, cuenta con la mirada perdida.
Decidieron irse de ahí. Partieron al barrio Guacamayas, al sur de Bogotá. Desde ese momento Yerson comenzó a cambiar completamente su personalidad. Tenía un grupo de amigos, empezó a practicar deportes, iba a presentaciones, a bailar… Estuvo hasta noveno en el colegio El Rodeo. Fueron tres años de estudio hasta que llegaría la mejor noticia de su vida.
Sobreviviendo a la mina
Yerson, Deisy (su actual novia), y su mascota “Minnie” en su ex casa. Hoy viven en el barrio La Victoria. Se conocieron y enamoraron en la época escolar. Ella se ha encargado de cuidar la casa y cocinarle. Él, de trabajar y pagar los gastos.
A los 15 años el Daicma conoció a Yerson (19) y lo postuló para que estudiara en Noruega en un campamento para víctimas de conflictos armados. Había 800 registrados. Tuvo que pasar una serie de pruebas y entrevistas: preguntas en inglés, actividades de liderazgo, sentarse frente a un psicólogo que le hizo recordar el accidente hasta el llanto. Recuerda que en ese tiempo no tenía buena relación con su mamá. Él tenía la prótesis, estudiaba y tenía que cuidar de sus hermanos, llevarlos al comedor comunitario y al colegio. “Sentía que ella no agradecía todo el esfuerzo que hacía. Era muy pequeño y debía encargarme de todo eso”, menciona.
Según Orlando Garay, psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia, la mina afecta fuertemente al entorno familiar de la víctima. “Es devastador. Los padres entran en un proceso de duelo, de reconstruir y reconfigurar la imagen que tenían de su hijo. Se rompen las expectativas del hijo perfecto y muchas veces actúan negativamente porque cargan con la culpa”, afirma el investigador.
Un día sonó el teléfono. Lo llamaron para decirle que había ganado la beca para ir a Noruega por tres años. Colgó y recuerda que gritó como nunca antes lo había hecho. Se emociona al pensar en ese momento. Dice que fue una sensación muy potente. Su mamá lloraba y reía a la vez. Después de eso todo fue muy rápido; sacó los documentos necesarios para viajar y sin pensarlo dos veces se fue solo a los 15 años. No sabía inglés, no sabía con quién se iba a encontrar. Asegura que tuvo tiempos de soledad, sin entender la cultura y el idioma, pero aun así la recuerda como la mejor experiencia de su vida.
Y también fue un tiempo de espera. Deisy Caterine lo esperó durante el viaje. Hoy llevan cuatro años juntos. “Él ha sido una persona muy guerrera. Muy pocas personas salen adelante como él. Quienes pierden alguna parte del cuerpo tienen que ser muy luchadoras. Merecen que su vida cambie. A nadie le importa un campesino, pero sí les importa un militar”, agrega Deisy con una personalidad desbordante.
Ese 23 de junio del 2008 fue el día que cambió la vida de Yerson. Hoy, no puede alejarse de ese recuerdo. Trabaja en el Daicma, lo contrataron para participar de una producción fílmica que une a Colombia y Brasil, quiere terminar sus estudios fuera o dentro del país y tiene intenciones de casarse e independizarse con su novia.
Yerson trabaja en Gestión de Información del Daicma. Busca víctimas en el país y actualiza o inscribe sus datos.
“Desde pequeño tuve una vida normal. Llegó el accidente, la sufrí, pero lo superé. Pude seguir adelante, estudiar, trabajar y aquí estoy sobreviviendo a esta mina. Aún tengo sombras del accidente: no me gusta sociabilizar, juntarme con la gente. Prefiero quedarme en la casa. Esa mina me ha hecho ser más callado, más introvertido. Yo solo pido que escuchen a las víctimas. El estado malgasta el dinero, son muy lentos. Hay mucha gente que está esperando la ayuda. Hay mucha gente que ha muerto esperando la ayuda”, concluye Yerson.