Trece horas de viaje. Entre montañas, cerros, giros peligrosos que para aquel que poco o nada sabe de conducir le quitan el aire, carreteras iluminadas y aquellas en las que para los creyentes sólo se encontraría la presencia de Dios y almas en pena, este bus parece estar llegando a su destino final. Llegar a Cúcuta tomó más de lo esperado; las construcciones de puentes, túneles, ampliaciones y restauraciones de vía, hicieron el viaje más largo, los mareos más arduos, las horas de sueño con más dolores lumbares, y aquellos pasajeros con el volumen de sus celulares al máximo, más estresantes; en fin, un viaje por las calles de Colombia para nada atípico.
Ya estando en Cúcuta veo un cartel que en otras regiones del país aparece, pero que aquí, es solo un punto geográfico. Como si de un barrio se tratase. A la derecha Venezuela. Postro mi mirada hacia el oriente y efectivamente, el cartel no se equivocaba pero tampoco especificaba lo literal de su indicación. A menos de 50 metros ahí estaba. Del otro lado continuaba la misma carretera sobre la que el bus circulaba, otro vehículo transportaba personas que llegaban a Colombia, un improvisado puesto con dos funcionarios recibía a los migrantes, y la mirada que se dibujaba en sus rostros no era como aquella que tienen otras personas cuando viajan al exterior en vacaciones decembrinas, y no tenía por qué serlo. No eran vacaciones. Sus expresiones no transmitían nada, y con ello transmitían todo un sufrimiento. Esa misma expresión que pude ver mientras viajaba en aquellos hombres, mujeres y niños que cargaban maletas y que caminaban al costado de la vía. Efectivamente Colombia para ellos no es un sitio vacacional, y para muchos de nosotros, no es tan diferente de lo que al otro extremo de la vía se encontraba.
“El país vecino” debería entenderse de más maneras que solamente la geográfica.
Un telón negro nos dividía, una polisombra tendida a ambos lados de la vía separaba la frontera del Puente Francisco de Paula Santander entre Colombia y Venezuela. Dos regímenes divididos por una tela, una separación tan delgada como las diferencias de crisis que cada país atraviesa. Ellos en el abismo, nosotros al borde de él.
Tras pasar aquél camino que demarca la línea imaginaria trazada entre dos naciones, aproximadamente a dos minutos de distancia, debajo de un poste de luz, un hombre caucásico, de cabello grisáceo y contextura delgada levanta la mano sonriente al chófer del bus en el que yo viajaba. El reloj en el monitor del bus marcaba las 9:30 de la mañana, pero estaba una hora atrasado. Mi celular marca la hora real: 10:30 am. El monitor también anunciaba que el baño estaba disponible.
***
9:30 de la mañana, hora correcta; una hora antes de aquel encuentro entre el chofer y el hombre solitario. Estábamos entrando a Cúcuta y el viaje que comparto con mi pareja parece ya terminar su trayecto para nada envidiable; un ramo de flores marchitándose, el hambre de 12 horas de bus sin paradas aumentando, y un retén policial haciendo de cereza en este pastel. Los chóferes se bajan del vehículo, un uniformado con linterna sube al segundo piso y empieza a saludar:
-Buenos días señores, qué tal el viaje. -Todos responden, entre amablemente y recién despiertos al unísono “Buenos días”.
-Esa maleta de quién es. -Dice el oficial al apuntar mi maleta con su linterna.
-Esa es mía, señor. -Le respondo.
El policía solicita amablemente que abra la maleta y ver su contenido; tras desordenar mí ropa y tres libros que llevaba, agradece, revisa a más pasajeros y se retira del vehículo. Decido seguirlo a la salida después de unos minutos.
Al bajar a estirar mis acalambradas piernas, mi decisión de vestir de negro no fue la mejor teniendo en cuenta el sol y calor de la tierra caliente. Pero teniendo en cuenta los altibajos –literales y metafóricos– del viaje, era una pausa bien recibida. Otro pasajero decide acompañarme en mi espera. Los policías, acompañados de algunos soldados del ejército con fúsil en mano, empiezan a bajar el equipaje de cabina, abrir las maletas y cajas; todo sin titubear, y sin reclamos. Los conductores, haciendo de testigos silenciosos y cruzados de brazos, esperan a que termine el trámite del que parecen estar acostumbrados.
Tras unos veinte minutos, entre los últimos equipajes se encontraba un par de cajas, el uniformado las corta, abre, y los conductores se acercan. Uno de los chóferes nos pide entrar al bus alegando que es para evitar que la calor entre al vehículo. Subimos y esperamos a que termine el proceso. Al estar nuevamente en nuestros asientos, por el borde de la ventana, mi pareja observa que uno de los policías apuntaba con una cámara de bolsillo a las cajas, parecía estar grabándolas junto con el conductor. Algo parece pasar, preguntas nos empezamos a hacer aquellos que veíamos, y yo formulo ¿por qué nos pidieron subir al bus? ¿Realmente fue por la calor? Los oficiales y conductores se pierden de la vista detrás del bus, unos segundos pasan y estamos de vuelta en viaje. Nada pasó.
-Ya están pidiendo aguinaldo desde ya. Dice una mujer que también fue testigo del evento.
Pasan otros veinte minutos, y a las 10:30 el bus pasa por la frontera, el baño está desocupado, y el hombre de plateado cabello saluda alegremente al conductor. La flota se detiene nuevamente pero por unos breves segundos; pues uno de los chóferes se baja, deja aquellas dos cajas en el suelo, el hombre dice unas palabras que no identifiqué y se las carga al hombro para luego perderse en un sendero de arena que va en dirección a nuestro país vecino. Esas mismas cajas que la policía grabó, esas mismas cajas que atrás del bus, lejos de todo tipo de mirada, dejaron de tener importancia hace veinte minutos pronto se perdieron entre los árboles, y de la jurisdicción colombiana.
9:50 marca el reloj del monitor del bus, 10:50 marca el resto de relojes que están calibrados a la hora real. Llegamos a la parada final. Desciendo las escaleras y decido hablar con el chófer que entregó las cajas a aquél hombre que ya estará en Venezuela.
-Buenas amigo, ¿Qué hizo la policía con los equipajes? Le pregunto.
-¡Uy no! Eso se pusieron a abrir de todo. Me responde el hombre, de cabello negro liso, arrugas en los ojos, y ojeras típicas de cualquier chofer de bus después de un largo viaje.
-Y ¿Qué pasó con esas dos cajas que le abrieron y que estaban grabando? Le pregunto, dándole a entender que vi esas cajas.
-¿Ah?
Nuevamente le formulo la pregunta, esperando que no me haya entendido por estar llevando tapabocas.
- ¿Qué?
Hago un último intento, quitándome el tapabocas, hablando lento y claramente. “Esas dos cajas que usted bajó y que recogió el señor en el sendero de arena”. Vi que esta vez sí me entendió la pregunta. Él mira a otro lado, retoma la compostura y responde.
-¿Cómo? ¿Cuáles cajas? Eso lo abrieron todo, todo.
El hombre se aleja y continúa ayudando a bajar los equipajes. Once de la mañana, aquel hombre que recibió el recado ya ha de estar del otro lado, aquellos policías ya debieron haber borrado de su cámara aquellas grabaciones o fotografías que tomaron del contenido de esa caja, y este testimonio probablemente sea el único documento del evento. Yo, aún, quedo con más preguntas que respuestas de lo que habrá ocurrido en esa frontera, esa frontera invisible y porosa que poco cumple su función de separar a dos países. Dos territorios en crisis. Entre líneas entendí que no es asunto mío, y que debería hacer ahora lo que aquellos uniformados hicieron veinte minutos antes, y que cientos antes de ellos en toda nuestra historia como país también han hecho, y muchos otros, después de mí también harán: mirar a otro lado.