Bogotá ha visto a Charly García en sus escenarios en cinco ocasiones. La presentación del pasado 15 de noviembre habría sido la sexta. No se presentó. Faltaba una hora. El escenario estaba listo, el sonido, diez mil personas lo esperaban en el coliseo el Campin. “Era de esperarse, con Charly nunca se sabe…”, decían sus seguidores decepcionados saliendo del Coliseo con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. También especulaban que estaba de rumba, fuera de órbita, que se la había fumado verde. En principio los periódicos, el empresario encargado de traerlo y su manager aseguraron que había sufrido un pre-infarto, luego que estaba fuera de peligro: presentaba un cuadro de hipertensión, nada grave. Se presentaría al día siguiente. Los seguidores se aferraron a la colilla de su boleta y esperaron por horas, alerta a cualquier eventualidad. Luego salió publicada la incapacidad post-trauma: “El paciente se encuentra estable, fuera de peligro. Debe guardar reposo por 48 horas.” El concierto fue suspendido definitivamente. Charly estaba bien, pero su ausencia acrecentaba la sensación: el rock había muerto.
Es habitual escuchar de aquellos que vivieron en carne propia la efervescencia de la música a finales de los años sesenta en el mundo anglosajón, que el rock ha muerto. Para el caso, un editorialista de la Roling Stone a propósito del delicado deceso de Lou Reed en la posición 21 del Tai Chi, el 27 de octubre. No hay duda de que haya muerto, lo testifica desde hace dos décadas una voz que flota en la atmósfera empacada al vacio en los discos de los epígonos de Thom Yorke. En todo caso para el consuelo de quien escribe, no va faltar nunca quien celebra cada noche como si el rock acabara de nacer; y renace con cada guitarra rota, con cada piano que quema Charly García. Muere el rock cada noche para que pueda ser reinventado como un modo de ser excepcional.
Que un modo de la música haya muerto en la era de su reproducción continúa (sea en los ¡Pod, en You Tube o en los teléfonos inteligentes), es apenas comprensible. El sonido digital le robó el alma al sonido de análogo, al golpe de las baterías que se repetían rasgados por una aguja de punta de diamante en los surcos de un long play de acetato. ¿Será lo mismo escuchar Clics modernos y Piano Bar en su versión compacta digitalizada, que en las dos caras de un disco profundo, finito y resonante? El mismo Charly ha dicho que NO. Aún tengo el long play de Cómo conseguir chicas junto al de Filosofía barata y zapatos de goma siempre visibles en la sala donde escribo y suena digital la versión de “El fantasma de Canterville”, que aparece en el disco en vivo de 1980: Música del alma.
“Es la sexta vez que viene”, le dije a Liz Mendoza emocionado. Con ella fui a Rock al parque hace más de un año a ver a Charly cerrar el festival. Sigue siendo mi novia. Venía por sexta vez, pero no a conmemorar esa primera presentación del año 89 en la plaza de toros. Yo tenía 15 años y aunque había visto tocar grupos en vivo, aquel tenía la atmósfera del primer concierto. El que conmemoraba los que vendrían. “Ninguno será como el primero”, le repetí a la que bailaba canciones de Fito Paéz, mientras el mundo se caía a pedazos.
A pesar del citado: “Era de esperarse, con Charly nunca se sabe…”, escuchándose como un rumor de cristales rotos y televisores chocando contra el pavimento; nos preparábamos para celebrar de nuevo que Mr. SNM seguía en este mundo con 62 años y un show de fantasía: Líneas paralelas: la síntesis de su carrera artística que proyecta en una suite, con dos cuartetos de cuerdas, voces y algo de viento; el sonido duro de sus canciones.
Estábamos seguros (ella más que yo). Iríamos al concierto. Pero como suele suceder bajo los efectos de una emoción fuerte, olvidé comprar las boletas en la pre-venta. No quiero decir que estábamos en una mala situación, estábamos bien. Aunque tampoco lo suficiente para pagar asientos de 600 mil y estar frente a frente a Charly García y a su enorme epígono Fito Paéz. Cuando caí en cuenta que íbamos a ir faltaba una semana para el concierto. Fui a comprar las boletas que se ajustaban a nuestro ajustado presupuesto y no encontré nada en balcón central, ni en las gradas. Primera decepción. Durante tres semanas no hablamos del tema y empezamos a planear que haríamos en las fiestas de diciembre, a pensar en dónde nos ocultaríamos de la maldita navidad. Y así pasaba el tiempo, maldita daga, lamiéndonos los píes.
No iríamos al concierto (aunque ella no se resignaba). Una tarde saltaba en la cama con sus shorts puestos, se sacudía al ritmo de “Ciudad de pobres corazones”. Cuando advirtió que la espiaba bajo de un salto y me dijo. “Si no vamos a Fito y Charly, nos vamos de gira por los bares”. “Yo ya no recuerdo como son los bares”, le respondí resignado. “Todos son lo mismo, la misma cerveza, la misma barra, la misma luz que se enciende dejándome ciego a las tres de la mañana”. Me costó decírselo y entonces me lanzó esa mirada de no te acerque a mí porque sé que te puedo lastimar. Reconsideré lo del concierto, entonces… Ella sabe como decirme lo que quiere.
Yo había escrito algo sobre Charly García, cuando cumplió 60 años. Fue un texto cargado de consideraciones sociológicas que publicó un buen amigo en su desmesurada revista underground (que por cierto ya no circula). Allí daba cuenta de manera imprudente de lo que significaba el rock en una época menos mediatizada y evocaba los años 30 y la era del jazz descrita por Fitzgerald, cuando las mujeres empezaron a usar vestidos sin corpiño, cuando se descubrió el uso recreativo de las drogas, los bailes alocados. Afirmaba también citando a Marcuse (¡…!) que lo que realmente se liberó en los años sesenta fue energía libidinal y que Elvis Presley, Jerry Lee Lewis o James Brown fueron quienes le dieron forma a aquello a través de la música. Luego, reiteraba de manera trillada que los sesenta fueron una época maravillosa. Me preguntaba finalmente si los movimientos sociales acompañados de moda y música habían servido de algo a alguien.
Todavía no se puede saber con certeza. Ni siquiera han pasado 50 años desde que Londres se convirtió en una torre de babel de pisa hecha de jell’o y desde que Bill Halley con sus cometas hicieran, según Cabrera Infante, la exclamación perfecta: Rock around the clock! Todavía se sigue repitiendo, como la sensación del mes, la misma ola que despertó a una generación que vivía entre escombros e inventó a través de la música de Eddie Cochram y Chuck Berry una forma de vida que alteró todo un entorno social: sacudió a San Francisco al ritmo de Bob Dylan, Greatful Dead, Janis Joplin, el LSD y los poemas de Allen Ginsberg; le dió color a Los Angeles con The Byrds, The Mamas and the Papas, Buffalo Spriengfield y The Doors (haciendo realidad el sueño hippie del Sunset Strip); incluso fue posible que en Nueva York emergiera otra cultura —la contracultura— que enaltecía la marginalidad y el caos urbano de la mano de Andy Warhol y The Velvet Underground. Y vibraba Londres, claro está, con los Beatles y los Stones desfilando por Carnaby Street con la ropa inventada por Mary Quant, sacerdotisa del Swinging London.
Ya en 1972 Charly García había adoptado mucho de esas formas para inventarse a sí mismo. Vida, se llamó su primer disco que cada vez que lo menciono y Liz me escucha, canta que hubo en tiempo en que fue hermosa y fue libre de verdad. Ahora lee esto que acabo de escribir y se sienta en mis piernas y me pregunta si al fin van a reprogramar la fecha del concierto. A esta altura sé que no. Le digo que es probable y se ríe abriendo los ojos como una muñeca de animé.
Ya en 1982 Charly citaba a Pete Townshed en las linner notes del disco Yendo de la cama al living —sientes el encierro—: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para remediarlo, entonces es rock and roll”. El disco, la canción, aparecen al final de la dictadura militar argentina. Es la canción en la que hace un silencio en la tercera de las tres notas que caracterizan al rock e introduce la cuarta que une a las otras dos como a líneas paralelas. Todo un concepto (¿Constant concept?).
Basta con revisar lo que dice su biógrafo oficial Sergio Marchi para tiene la patología del genio, el don y el látigo: una predisposición natural hacía la música que encontró en Bach y Chopin su desarrollo, así a los doce años daba su primer concierto y ya era profesor reconocido por la academia. Sin embargo, su talento natural no le alcanzó para desarrollar su impulso a la composición y es acá donde los Beatles aparecen: “Cuando escuché a los Beatles me volví loco, pensaba que era música marciana…comprendí el mensaje: tocamos nuestros instrumentos, hacemos nuestras canciones y somos jóvenes…lo primero que escuche de ellos fue There’s a place. Me di cuenta lo que pasaba con las cuartas y unas cuantas cosas más. Y ahí ¡Kaboom! Acabó mi carrera como músico clásico”.
La singularidad de Charly radica en ser un pie de página a la historia del rock and roll. Discos como Influencia y Casandra Lange son un testimonio de lo que lo que significa apropiarse de la tradición de manera personal. En ellos García hace de Bob Dylan, John Lennon, Roger McGuinn, Phil Spector y hasta una versión mejorada de Todd Roungren. Esa genial esquizofrenia se resolvió en 2012 con 60 x 60, el testimonio en vivo de una triada de conciertos argentinos (“La vanguardia es así”, “Detrás de las paredes” y “El ángel vigía”), donde incluyó tres repertorios de 20 canciones diferentes, revisitando su carrera en un formato de suite rockera que tiene tanto de los Beatles en el Sgt Pepper como del neoclasicismo de Bach y Mozart.
En Rock al parque 2012 soportamos los horribles pogos que se formaban como conatos de una estampida humana mientras esperábamos viendo a las dos bandas que tocaron antes del cierre 1280 almas y Ciegosordomudos. Ella se abrazaba a mi espalda y yo encaraba la masa humana con puños y codos retrocediendo y a la vez avanzando hacía el escenario. Estaba aturdido por las nubes de marihuana y la multitud. Igual estábamos felices. Allí vimos a un Charly resucitado y rehabilitado, explorando nuevas posibilidades para su música. Coreamos y saltamos en todas las canciones, sobre todo cuando cantó “El amor espera”: Yo hago el muerto para ver quién me llora, para ver quién me ha usado. Yo me hago el diablo porque sabe más por viejo que lo que aprende del diablo. Y en “Rap del exilio”: Sí, me exilé en Madrid, y me fui a New York sólo porque seguí a Perón. Tenía un sólido futuro artístico y me comí el bajón. Yo tenía tres libros, y una foto del Che ahora tengo mil años y muy poco que hacer. Vamo' a baila'…
Esa noche Liz se quedó en mi casa. No era la primera vez, pero sí fue el primer domingo. El lunes ninguno de los dos fuimos a trabajar y desayunamos en la cama viendo absurdos programas de televisión. Se fue en la tarde y me sentí muy solo. Me dolía la garganta y la cabeza por las dos botellas de vino que nos tomamos: una antes y otra después del concierto. Esta vez esta vez ella quería ver a Fito. Yo no tanto. Ya lo había visto en el 92 en el estadio, soportando (literalmente) a su maestro hecho un demonio del rock. Era el periodo azul de Charly, el más desgarrado: Say no more. Esa noche por lo menos llegó. Y en medio del caos que el mismo evidenciaba sacó a relucir su voluntad de forma, a pesar de sí mismo y gracias al profesionalismo (que fea palabra) de Mercedes Sosa y de Fito. Recuerdo que fueron muy pocos los temas que llevó a buen termino por cambiar los roles con sus músicos. Quedé de una sola pieza cuando María Gabriela Epumer le entregó su guitarra y le recibió el bajo en la mitad de “Cerca de la revolución”. Todo un movimiento mortal. Al final quería seguir tocando y los técnicos le quitaron la energía eléctrica… una de las razones por las que se fue lleno de odio.
Fue Fito Paéz quien salvó aquella noche con una estremecedora presentación acústica, al igual que esta vez, la sexta, aunque estuvo especialmente eléctrico. Siempre me ha parecido que Fito Paéz mejora entre más se parece al que fue antes de sus grandes discos El amor después del amor y Circo Beat, y lo digo sin ánimo de demeritar esos trabajos, al contrario. Pero en ellos perdió en rabia y destreza lo que ganó en producción. Especulo de lo que no sé, porque cuando ella está cerca pierdo el sentido de la prudencia. Ella, la que cantó esa noche del 15 de noviembre Al lado del camino y prendió un delgado cigarrillo bien liado cuando el rosarino pronunció el consabido fumando el humo cuando todo pasa. Su gesto me hizo doblar las rodillas aferrado a su cuerpo.
El día del concierto dormí hasta tarde. La noche anterior Liz y yo nos habíamos peleado. Me dolía hasta la médula de los huesos verla salir del baño a las seis de la mañana envuelta en una corta toalla blanca, moviendo sus largas piernas hacía el closet para escoger la ropa que se iba a poner ese día. Toda la habitación olía a su champú y yo no podía tener los ojos cerrados sintiéndola tan lejana, si estábamos tan cerca. Se puso unos leggins negros bajo su minifalda de jean, una camisa de algodón blanco estampada con la lengua de los Rolling Stones en llamas y una chaqueta negra con cremalleras por todas partes. Me preguntó muy seria si sabia donde estaban sus botas. Yo moría por arrastrarla de nuevo a la cama. Llenó de libros, carpetas y lápices su morral. Se despidió y la vi salir como si no fuera a regresar jamás. La puerta de la casa se abrió y se cerró. Me tapé la cabeza y sentí el frió de la mañana es mis pies. Sentí su mano sobre la almohada. Descubrí mi cara y ahí estaba. Nos abrazamos. Nos besamos. Nos prometimos no volver a pelear nunca jamás. Se fue y me sumí en un profundo sueño.
Fue en sueños que decidí conseguir las boletas al precio que fuera. Tenía que celebrar esa pequeña victoria de su regreso a la cama. No miento, en sueños estuve viendo las Lineas paralelas trazadas por Charly. A la derecha estaban las cuerdas y los metales. A la izquiera The prostitución, la dura banda que lo acompaña. Al fondo había una pirámide y el rostro de Yoko Ono con unas gafas azules y un sombrero de copa. Sonreía. Sonaba la batería imponiéndose suavemente sobre los violines. Desperté casi al mediodía. Cogí el teléfono. Encendí el computador, lo conecté a la nube. En dos horas ya tenía dos boletas en los balcones del coliseo. Inmediatamente le envié un mensaje: “Alístate, hoy nos vamos de concierto”.
Tarde de viernes. Ella llegó dando saltos. Saltó hacía mí y me rodeo la cintura con las piernas. La llevé a la cama que todavía estaba sin tender. Salimos casi de inmediato a recoger las boletas a la taquilla del coliseo. Llegamos a tiempo. Seis de la tarde. Fito comenzaba a las siete. Nos daba tiempo para ponernos a tono. Caminamos hacía Carulla de la 53. Allá compramos una botella de vino blanco californiano. Ella lo quería frío. Yo quería algo más fuerte. No discutimos. Miramos al cielo buscando estrellas entre las nubes. Nos tomamos el vino. Fuimos por otra botella. Le volví a contar que la última vez que Charly y Fito tocaron en Bogotá, Mercedes Sosa estaba con ellos. Mercedes se veía gigante cantando “Cuchillos”: De tanto darte amor te hice feliz, cortando el aire solo hasta sentir, que no había perdón, que no había razón, ya no puedo morir. Cantó muchas más que ahora no recuerdo, pero quien quiera saber más de esta colaboración puede revisar el disco Alta fidelidad, firmado por Sosa y García.
Luego le hablé a Liz del concierto en el estadio El Campín en el 2002 al que asistí solo. Estaba reconstruyéndome emocionalmente. Todavía no la conocía, ni sabía que hacer con mi vida. Estaba solo como a veces hay que estar. No le hablé nada de eso porque no le gustan las historias cargadas de melancolía. Ella es de la generación que se inicio leyendo Opio en las nubes, reconoce el aroma del durazno mezclado con gasolina, las carreteras donde sólo los más rápidos se encuentran. Una presentación perfecta fue aquella enmarcada dentro de la gira Influencia. Lo acompañaba Maria Gabriela Epumer y juntos nos hicieron temblar de la dicha al versionar “Happy and real” de los Beatles y de sacudir el estadio al ritmo de los riffs de guitarra. Del concierto del 2005 recuerdo a Charly vestido con una trusa gris, unos audífonos gigantes y una balaca amarilla de tenista en la frente. No traía zapatos y su voz rasgaba la noche como el grito de un hombre lobo recién nacido. Tenía un buen disco para promocionar Rock and roll, yo. Pero optó por hacer popurrís de sus canciones, aunque le quedaron bien tocó poco y se peleó con su banda. En esa ocasión fue cuando grito ante las cámaras de televisión: “Cocalombia” y desprendió la alfombra de su piso del hotel Tequendama con un hacha de incendios haciéndole honores a su emblemática canción: Demoliendo hoteles.
El vino alegraba nuestros ojos. La noche nuestros corazones. Liz se veía preciosa vagando por los andenes. Yo me dejaba arrastrar hasta que miré el reloj. Fito ya estaba en el escenario. Corrimos más rápido, afanados. Desde afuera pude reconocer el core de “Llueve sobre mojado”. Baje la velocidad cauteloso y la detuve con el brazo en la cintura. Ella me miró furiosa. Terminamos la botella y entramos justo cuando empezó a sonar “Gente sin swing” (el Fito más furioso). Pasamos por el filtro de la policía y subimos las escaleras del coliseo bailando con las manos en alto. Llegamos al balcón moviéndonos como poseídos. Pasamos por el frente de adolescentes afónicas con banderitas con el nombre del cantante. Todas las sillas estaban ocupadas. No nos importó. Nos hicimos frente a un grupo de jovencitos barbudos, acompañados de una rubia que bailaba con los ojos cerrados. Rompimos su calma. “No se pueden hacer aquí”, le dijo la rubia de los jeans apretados a Liz. Ella la ignoró. Yo también. La canción no parecía terminar nunca: Gente sin swing. Prometedores. Gente sin swing. Son como halcones. Pueden fingir hasta que llores. Pero mi amor, son impostores. Y aunque te inviten su mesa, no estarán de tu lado. Y aunque lo juren y prometan, no estarán de tu lado.
De repente la rubia empujó a Liz. Ella reaccionó y cuando iba devolverle el agravio, la jalé de la cintura y la llevé detrás de mí. La rubia se puso detrás de l más alto de los barbudos y quedamos frente a frente. Nos miramos como boxeadores. Levantó su índice derecho y señaló el fondo del coliseo: “Se van de aquí”, dijo furioso. Yo casi muero de la risa. Me contuve. Lo miré de soslayo, le dije: “Podemos quedarnos donde queramos la boletería no está numerada, Say no more”. Le di la espalda y seguí a Liz que ya estaba bailando de nuevo al compás de “La rueda mágica”. El tipo desconcertado nos abrió un lugar junto a ellos. Sacó una cámara con un enorme lente y comenzó a hacer fotos. Nos calmamos. Luego Fito tocaba Berlín en una versión que parecía de los Sex pistols.
Pasaban las canciones. Dicen que tocó durante dos horas. Me pareció que fueron menos. Las canciones pasaban como balas perdidas. Algunas me daban, otras no. Igual era agradable estar allí, escuchando, viendo a Liz moverse con las manos en alto. Verla fumar cigarrillos clandestinos. Verla rasgarse la garganta con Ciudad de pobres corazones que en su remate daba la impresión de estar homenajeando a Lou Reed y The Velvet Underground. Fito estaba en un buen plan, acompañado de su corista, guitarrista, bajista y baterista. Se trataba de una auténtica banda de New wave. Fito encarnaba a Elvis Costello. Irradiaba humor y gracia, pero a la vez tenía una base rítmica sólida que lo hacía sonar duro. Iba del piano a la guitarra con versatilidad. Quise decir algo y las luces se encendieron y Fito anunció que ya venía Charly, quien le había enseñado el Swing.
Lo que pasó luego se puede leer en los periódicos. El escenario quedó armado y Charly, en el camino. La tensión arterial lo elevó a 2600 metros. Como medida preventiva su manager lo llevó a la clínica. Se sentía bárbaro, Bogotá le encanta. Pero declaró a los medios argentinos haber recordado a Cerati y que él no servía para andar en sillas de ruedas, ni para conectarse a una máquina para poder vivir. Seguro también pensó en Spinetta. Liz no se puso furiosa porque Fito si le cumplió. Nos decepcionamos, pero ya hacemos planes para cuando vuelva. Tengo las colillas de las boletas en el cajón de mi escritorio. Ya me había pasado. En el 88 anunció que vendría nada menos que con Rod Stewart. Una bomba explotó y se suspendió la presentación. Desde que Liz y yo vivimos juntos salgo poco. En el computador hay cinco mil canciones almacenadas y en la nevera cervezas frías. El rock ha muerto hasta nueva orden.
*Andrés Gómez Morales. Nació en Bogotá en 1974. Estudió Filosofía. Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Es profesor. Realiza talleres de escritura en la red de bibliotecas públicas de Bogotá.