Su cuerpo estaba duro, su tez blanquecina por la luz de la luna, su piel fría e inocente, solo era un cuerpo inerte.
Mi rostro turbado ante la inminente noticia. La muchedumbre aglomerada en una escena trágica, la muerte anunciada. Hombres de la sombras, jóvenes drogados y transeúntes en medio de olores nauseabundos se reunieron entorno a una vida acaba. Las personas que minutos antes se entretenían en sus mundillos ilusorios, ahora captaban con horror la tragedia que ellos mismos pudieron evitar.
La mujer encomendada a Dios sollozaba con rabia y tristeza. El viejo, de capa negra, observaba en silencio y contaba sus monedas. Nadie se atrevía a tomar fotos, la avenida yacía paralizada, apología del silencio en un funeral. La catástrofe perfecta que no se la desean a nadie. El silencio, la antesala de gala para los espectadores.
20 minutos antes
Eran casi las 11 de la noche y el último Transmilenio pasaba por cada estación recogiendo pasajeros. La mayoría regresaba de un arduo día de trabajo, otros venían de rumba -el hedor a alcohol que expulsaban sus bocas era fuerte- o desgarbados pedían limosna. Así era todos los días. Sin embargo, una mujer con rasgos de haber llevado una día difícil, cargaba una desdicha profunda en su ser. El hijo desparramado entre sus brazos y piernas, lloraba y lloraba, una tragedia se presagiaba.
Paralelo a este inusual comportamiento del niño, los pasajeros no prestaban atención-el superfluo mundo del entretenimiento- escuchaban música con los auriculares; tecleaban con rapidez en los dispositivos móviles, alguno que otro bostezaba y tocia con estrépito vomitando consigo millones de microbios en el aire que tarde o temprano contagiaría al que transitase por ahí.
De repente, el sonido de las monedas al caer al suelo despertó a los pasajeros, todos levantaron la vista y movieron sus cabezas. Un viejo de capa negra y con una poblada barba de varias semanas, había dejado caer decenas de monedas al inmundo suelo del articulado. Inmediatamente el sujeto se lanzó a por ellos, nadie quiso coger las monedas, nadie prestaba atención al llanto del niño, nadie quería estar allí.
"!Se me va a morir!", exclamó la mujer acompañado de un grito desgarrador. A continuación, el niño tuvo dos espasmos, el cuerpo boca arriba se dobló formando un rígido arco por varios segundos y volvió a su posición vomitando una pestilente pulpa amarilla.
Como si hubiesen recibido una descarga eléctrica, los pasajeros cercanos saltaron asqueados por las salpicaduras chorreantes en el ventanal y el piso. El hombre de capa negra elevó su rostro hacía el niño, pero era más importante su dinero, terminó de recoger sus monedas y se volvió a sentar.
Un sujeto que estaba ubicado detrás de la mujer le sugirió que se bajaran en la siguiente estación, cerca habría un centro médico. Ella reprochaba que no la quisieron recibir en el anterior centro de salud y repetía que su hijo se iba a morir.
Los pasajeros observaban con horror como el niño reanudaba su expulsión de materia amarilla. El olor se esparció y todos se taparon la nariz, nadie hacía nada por ella.
-Tengo minutos, necesita llamar a alguien...
La mujer giró su cuello, las órbitas oculares totalmente abiertas miraban hacia la nada y negó con la cabeza. De esa manera, el articulado se detuvo y ella salió con su hijo en brazos. El semáforo marcaba el rojo y cruzó la calle enfrente de todos.
Algo invisible la detuvo en medio de la avenida. Observaba hacía la ausencia, se sentía abandonada. Lentamente dejó caer el cuerpo del niño en el pavimento. El semáforo cambió a verde y el Transmilenio arrancó pero alguien gritó: "¡Dios, ayuden a esa mujer!" y las llantas frenaron haciendo un chirrido. Los pasajeros atraídos por el morbo de la curiosidad- y entiéndase morbo como curiosidad extrema- la rodearon. La mujer sollozaba por su hijo, ellos en cambio contemplaban el cuerpo duro y de tez blanquecina por la luz de la luna, solo era un cuerpo inerte.