Mientras la sociedad colombiana se agitaba por triunfos y derrotas de la selección Colombia, noticias terribles se colaban tímidamente entre los emotivos relatos, comentarios y fotos que llegaban del Mundial de Rusia. No se trataba, aparentemente, de grandes novedades, solo de asesinatos de personas, toda una banalidad en un país como el nuestro, donde desde hace décadas se cuentan a cientos cada año, generando un efecto de normalización de las muertes violentas en nuestra cotidianidad, configurando incluso una indiferencia colectiva que parecía impenetrable.
Sin embargo, a medida que pasaban los días de la última semana de junio, los crímenes contra lideresas y líderes sociales en algunas regiones del país aumentaron de tal manera que resultaba imposible no percatarse del plan macabro que se estaba gestando: un exterminio sistemático de quienes representan cualquier forma de oposición a intereses económicos y políticos de grupos legales e ilegales, pues bien sabemos que la frontera entre estos dos ámbitos hace tiempos está muy difusa en Colombia, si es que alguna vez ha existido.
Aunque el exterminio programado de colectivos sociales no es un fenómeno nuevo en la historia nacional, las recientes promesas de paz parecían haber despertado ciertas fibras de sensibilidad en buena parte de la población, que ahora mirábamos con desconcierto y tristeza aquello que creímos no volver a presenciar una vez más.
La indignación empezó entonces a crecer. Los argumentos cínicos e irresponsables del fiscal general de la nación se hicieron insostenibles. Las sistematicidad de estos crímenes era evidente; claramente no se trataba de casos aislados, ni mucho menos de líos de faldas, como venían desmintiendo hace tiempo diferentes organizaciones.
En las redes sociales, inundadas de patriotismo y pasión futbolera, comenzaron a aparecer memes aguafiestas que llamaban a reaccionar frente a la masacre que sucedía en la trastienda del país de la selección Colombia.
Apenas el martes en la noche, cuando nuestro amado equipo había salido ya del mundial y contábamos seis asesinatos de líderes en los primeros tres días de julio, el llamado a encarar la realidad logró algún eco. Los muros de Facebook comenzaron a difundir las noticias transmitidas por medios independientes sobre las víctimas de este exterminio, mientras los grandes medios reservaban sus primeras planas para la tristeza nacional que nos dejaba el fútbol.
La rabia se fue generalizando ante la expresa hipocresía de un país, que hacía de una derrota deportiva un duelo nacional y de la costilla rota de un señor una tendencia informativa, mientras en áreas rurales asesinaban a una personas cada cuatros horas por su participación política y por defender sus derechos y los de su comunidad.
Los llamados a resistirnos a observar el horror de brazos cruzados se hicieron tan reiterativos que era difícil no sentirnos interpelados y la pregunta “¿qué podemos hacer para parar esto?” comenzó a retumbar en el espacio virtual de las redes.
El miércoles tres de julio, con un saldo de nueve crímenes de líderes sociales en tres días, aquella pregunta, cargada de impotencia y desesperación, se transformó en iniciativas concretas de la gente de a pie. Alguien en Bogotá invitaba a una marcha, en Cali y Popayán planeaban otra, en Medellín se gestaba también una. En los muros Facebook donde se lanzaban estas propuestas, se fueron creando comités organizadores entre personas que en la vida se habían visto, pero ahora confluían en el deseo y la decisión de construir algo colectivo para frenar esa realidad dolorosa e inaudita, que se resistían a ver pasar en silencio.
Al tiempo que se barajaban alternativas de posibles fechas y lugares para concretar las propuestas, llegaban noticia de nuevos asesinatos. La urgencia de conformar una gran movilización social se hacía inminente. Apareció entonces una propuesta: una velatón nacional para el viernes 6 de julio, porque la gravedad de la situación no daba espera.
¿En qué ciudades? ¿A qué hora? ¿En qué lugares? Nadie sabía, pero cada vez más personas se sumaban a la propuesta. Hora tras hora aparecía una nueva ciudad que se comprometía con la iniciativa, y no solo en Colombia, sino en el mundo entero.
Y mientras buena parte de la ciudadanía se organizaba de manera aleatoria, orgánica e instintiva, para manifestarse pacíficamente contra la arremetida de violencia, los grandes medios y opinadores de renombre, de todas las corrientes ideológicas, apenas atinaban a exponer los hechos dramáticos y a lamentarse por la indolencia e indiferencia del país, sin percatarse siquiera que su incapacidad de usar el poder mediático que poseen para llamar a la movilización social inmediata, contribuía también a la inercia colectiva.
Afortunadamente, miles de colombianas y colombianos habían asumido ya con decisión su responsabilidad histórica frente a la realidad, exhortados tan solo por la empatía y la solidaridad humana, no por el llamado de un líder político o de opinión. Y así, en tan solo dos días, lograron gestar una impresionante movilización social, para expresar su rechazo y profundo dolor ante el asesinato sistemático de líderes sociales, y exigirle al gobierno, aceptar su responsabilidad y tomar las medidas necesarias para frenar la masacre.
Miles de personas llevaron a las plazas, parques y consulados colombianos el grito “¡Nos están matando!”, que desde hace casi dos años se oía desde las diferentes regiones del país. Y con velas, pancartas, cantos y consignas honraron la memoria de las víctimas e hicieron un llamado para erigir el respeto por la vida de todo ser humano como valor fundamental de la sociedad colombiana.
La velatón del 6 de julio envió, además, un claro mensaje a los victimarios: el silencio ciudadano no será más cómplice de su barbarie. No callaremos ni descansaremos hasta que renuncien al crimen, la amenaza o cualquier tipo de violencia contra quienes se interponen a sus intereses egoístas. ¡Defenderemos sin retroceder a quienes luchan pacíficamente por sus derechos y los de sus comunidades!