A las 5:45 de la mañana, Yeimira Catalina Quiñones Mosquera*, como le gusta que la llamen cuando la hacen pasar al frente, recordó las clases de baile y se sacudió de sus cobijas con violencia.
—Yo ya le iba a echar era agua, mijita— dijo Edelmira Mosquera, su mamá.
Quince minutos antes, Yeimira luchaba contra sí misma para despertarse. En el desenlace de un sueño escurridizo, solo atinaba a balbucear palabras que se iban apagando:
—Ya mamáááá, ya me paaaaro…
Y volvía a dormirse arrellanándose y suplicando “cinco minuticos más, mamita”. Pero “el baile Yeimi, el baile, apúrele que hoy tiene su clase”, y Yeimi, abriendo al instante sus ojos, reaccionaba con todo su cuerpo en un santiamén, olvidando qué era eso de tener pereza y qué era eso de tener que ir a la escuela.
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A la misma hora Jeison Alberto Palacios ya se encontraba en la mesa comiendo huevos revueltos, pan, chocolate y un trozo de queso campesino que le dejaron envuelto en la nevera. Come con diligencia, y al tiempo aprisiona entre sus piernas una tula con un balón de microfútbol. Hoy tiene partido contra 7-A y eso es lo único que le interesa en la vida al hijo de Ramiro Palacios.
—Oiga, Jeison, y hoy sí le dejó el miedo a la ducha ¿no? — dice Ramiro mientras se arremanga una camisa.
—No pa, si hoy es la semifinal, si ganamos nos toca contra Octavo— contesta Jeison casi atragantándose de agitación.
—Bueno, pero no se le vaya a olvidar venirse con sus hermanas y llamar a su mamá si se demora en el colegio.
—Sí, señor ¿Pa, me puede prestar 1.000 pa' completar la gaseosa?
Ramiro no gusta del empalago, pero demuestra su cariño regalando los mil pesos con la condición de que “no se vaya a quedar toda la tarde jugando fútbol”. A unos segundos de partir, Jeison enfático reclama:
—Y si ganamos la próxima semana me presta mil quinientos.
— ¡Ah!, ¡qué tal este! Bueno, hágale más bien que ya se le está haciendo tarde.
El frío en la ciudadela Santa Rosa
Al subir a la Ciudadela Santa Rosa lo primero que se siente es la insistencia del viento, que baja con fuerza desde los Cerros Orientales. A la vera de la antigua vía a Villavicencio, al Suroriente de la capital, se levanta un pórtico malogrado que dice: “El Portal de Santa Rosa”, indicación que antaño funcionó como gancho comercial. Veo la escorrentía tímida de aguaceros pasados. Una calle, dos calles, tres calles, todas empinadísimas y con escaleras desportilladas por la humedad. Y al fondo, el Cerro del Zuque o Zoque, vocablo muisca que traduce: páramo de tempestad, envuelve el paisaje de un barrio que reclama su lugar en la historia de la Localidad Cuarta de San Cristóbal.
Construida sobre cuerpos de agua que desembocan en la quebrada Chiguaza, afluente a su vez del río Tunjuelo, la ciudadela tomó su nombre de la constructora Santa Rosa S.A., ya liquidada, sin tener en cuenta la vulnerabilidad ecológica que representaba edificar sobre terrenos inestables. Ignorando tal situación, para el año 1992, la administración de Jaime Castro, por medio del Departamento Administrativo de Planeación Distrital, expidió la licencia de construcción que abonaría el terreno para futuros conflictos.
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Don Isauro vive en esta zona desde hace casi medio siglo, cuando el paisaje estaba dominado por potreros y calles destapadas. Conoce de cerca la historia de la ciudadela, tanto que me endilga con precisión: “Mijo, usted ni había nacido cuando del Zuque se sacaba arena pa' asfaltar las calles de Bogotá”. Don Isauro vive ahora en el barrio Moralba, al sur de Santa Rosa, y recuerda con facilidad cuando en el año de 1969 en El Zuque comienzan operaciones, cuando en 1980 la explotación de la montaña paró y cuando en 1990 la planta de asfalto cesó sus actividades. Tiene muy fresco en su memoria el día que la quebrada Chiguaza se enfureció de tal forma que en 1994 se desbordó llevándose consigo un amasijo de palos, piedras y vidas que fueron comidos por un lodazal oscuro. “Por eso es que uno no entiende, mijo, cómo es que se les ocurre construir un poco ´e bloques allá donde justamente pasan las quebradas”.
— ¿Las casas empezaron a dañarse?
— ¡Obvio! Pero es que la avaricia es tenaz y, claro, la necesidad de la gente—dice, mientras hace un paneo con su índice derecho de la ciudadela.
Entre 1995 y 1998 la Constructora Santa Rosa S.A. ejecutó las obras que darían forma a la actual ciudadela. Pasando por alto los riesgos ambientales y sin tomar las medidas técnicas adecuadas, las faldas del cerro se llenaron de cemento y ladrillo. En total, 325 casas fueron construidas y vendidas como viviendas de interés social.
— Pero, claro, mijo, después vendrían los problemas: que las deudas con los bancos, que las grietas en las baldosas, que se entraba la humedad, que llegaba gente desconocida.
— ¿Ahí fue cuando llegaron los desmovilizados y los desplazados? —pregunté con cierta ansiedad.
—No, eso fue con el tiempo. Vea, es que si usted quiere estudiar la historia de Santa Rosa debe hacerlo como si fuera un libro de tres partes: primero, la construcción de las casas y los primeros vecinos; segundo, la llegada de los excombatientes y tercero, la llegada de los desplazados.
Alguien golpea a la puerta
Hay un sol mañanero inclemente el día que logro reunirme con Edelmira y con Ramiro. “Este sol es de pura lluvia”, me dice un señor que los conoce a ambos, un tipo menudo que se hace sombra con su gorra y quien me está guiando a la casa de sus vecinos. Al caminar, sobresalen las casas que dicen “ocupada”.
—Esas son las casas de los desplazados. Les tocó así, cogerlas de afán. —Me comenta, sin que yo le haya preguntado.
De una de las puertas de una casa amarilla sale Ramiro intempestivamente.
—Ah, usted es el pelao de la entrevista. Camine me acompaña a la tienda y me va preguntando —me dice despidiéndose con informalidad de su vecino.
Es un hombre delgado, con mirada fija y pómulos sobresalientes. Su tez trigueña está cuarteada en sus brazos por unas rajaduras blanquecinas.
—Estas me las hice en combate. Y estas otras —sonríe con picardía cuando las señala— sí fue cuando era chino y me aventaba al río, por allá en el Cauca.
La guerra le quitó muchas cosas, pero no logró quitarle lo dicharachero. Que las órdenes, que las enfermedades, que las penumbras de la selva, que el “¡uno, dos, uno, dos! ¡Arrr!, ¡sí, mi comandante!” no eran para él. Y, claro, que hacer cosas de las “que usted ni se imagina y que es mejor no contarle” a veces lo desvelan. Pero no importa porque “todo lo que hice mal, ahora lo estoy transformado en cariño para mis hijos y en un futuro para mi familia”. Cuando Ramiro llegó a la Ciudadela su hijo Jeison estaba apenas de un año, y “véalo, es un crack, sólo piensa en fútbol. No le interesa si es hijo de un excombatiente de tal o cual grupo ni que sus vecinos sean víctimas de una u otra organización. Ya es otra generación que se ha desprendido de tanto odio. Hoy mismo, esta mañana, me sacó 1.000 pesos con la excusa de que tenía que jugar un partido dizque importantísimo”.
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Carmen Díaz, una figura clave en la historia de este barrio y quizá la primera desmovilizada en ejercer la presidencia de una Junta de Acción Comunal en San Cristóbal, me diría semana antes que “aquí es muy fácil encontrarse con historias parecidas a la de Ramiro, y nuestra historia en este barrio está llena de anécdotas de ese estilo”.
En el año de 2001, luego del notable deterioro de las viviendas, los habitantes de la ciudadela Santa Rosa presentaron una Acción Popular que, con los años, llegaría hasta el Consejo de Estado. Durante el transcurso de la solución al litigio, el Distrito declaró formalmente la zona como de riesgo geológico, lo que, sumado a las deudas con los bancos y al no pago de las cuotas de los inmuebles, desembocaría en el abandono o desalojo de numerosas casas. “Como el gobierno daba un dinero a los reinsertados, muchos lo terminamos usando en la compra de las viviendas que quedaron abandonadas y que el banco estaba rematando”. Entre el año 2004 y 2005 llegarían los primeros desmovilizados a un barrio que tenía quiebres, roturas, desbarajustes aquí y allá, sin embargo, “las ganas de tener su propia casita, después de tantos años de no tener nada fijo, le ganan a uno”.
La llegada de los reinsertados supondría un nuevo episodio en la historia de este barrio. Llegarían las ayudas gubernamentales, la cooperación internacional, las ONG´s. De algún modo, Santa Rosa era lo poco que tenían para mostrar las instituciones en materia de reintegración. “Acá llegaron hasta japoneses para ver cómo guerrilleros y paramilitares podían entenderse sin matarse”. Al principio generó miedo en los vecinos la presencia de excombatientes, pero, “es paradójico, el estigma acá sí nos sirvió, pues hasta montamos una cooperativa de seguridad que fue apoyada por los habitantes del sector y le cuento, joven, que fue muy efectiva”.
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Ramiro sostiene con fuerza una gaseosa que le he invitado mientras se queja porque “esto de buscar trabajo es muy duro, mi hermano”. Como en muchas otras partes del país, uno de los problemas más acuciantes para los desmovilizados es la falta de empleo, cosa que se debe, en parte, a serias deficiencias educativas y a los prejuicios de los empleadores. En todo caso Ramiro se la rebusca, como cuando trabajó sellando las casas de su propio vecindario, las mismas que estaban en riesgo geológico inminente.
— ¿Es cierto que este barrio, antes de la llegada de los reinsertados, era muy inseguro? Pregunto cambiando de tema sin previo aviso.
—Es que acá había pelaos que hacían lo que se les daba la gana: atracaban, asustaban a las niñas, metían cualquier droga. Lo que nosotros hicimos fue disuadirlos de que se fueran, y como sabían que aquí había desmovilizados, pues se asustaban y se iban. Esto duró un buen tiempo muy tranquilo, por eso es que usted ve mucho chinito por ahí de noche jugando sin problema.
— En la prensa hay artículos que hablan de todo lo contrario.
—Bueno, sí, ahora se ven problemas, sobre todo por los desplazados que han ocupado las casas que estaban selladas.
— ¿Cómo Edelmira?
—Sí. Pero usted sabe, la necesidad es así.
Edelmira Mosquera llegó a la ciudadela Santa Rosa a ocupar una de las casas que quedaron abandonadas, luego de que el Consejo de Estado fallara en el 2007 a favor de la comunidad. El resultado: la indemnización de 319 familias con $45 millones de pesos a cada una por el riesgo que representaba vivir en Santa Rosa y, cómo no, una cantidad considerable de casas que se convirtieron en botín para los desterrados o para los avivatos.
—Mi hermano, qué solazo, ¿será que llueve? Bueno, camine lo llevo para que hable con ella —dice Ramiro, acabando su gaseosa de una sacudida.
En un recodo del último bloque, que da a la montaña, se encuentra la casa de Edelmira, un apartamento atrincherado sobre unos bloques que se ven accidentados, como queriendo descolgarse. “Ay, alguien golpea a la puerta”, se escucha decir a una mujer, luego de nuestro llamado y al parecer hablando con su perro.
—Hola doña Edelmira, soy el muchacho de la entrevista.
—Ah, sí, sí, verdad, siga.
Ramiro se despide, luego de saludar a su vecina con un chiste que no entiendo. “Ahí donde lo ve, Ramiro es un desvergonzado, pero me cae bien, y eso que hasta podría ser de los mismos cochinos que me sacaron de mi Buenaventura”. Porque, sin duda, lo que Edelmira Mosquera más extraña de su tierra es el sonido de las olas alborotadas a las 6 de la tarde, en el malecón. A esa hora se sentaba sola o con sus hijos, mientras veía el sol esconderse entre los pliegues de las aguas del océano pacífico. También, no lo niega, extraña el bullicio de su gente, y los picós que tronaban con la Salsa Choke, los mismos que ahora escandalizan a un vecindario acostumbrado a los silencios y a las formalidades propias de la capital. “Es que mi gente, hooombre, es rumbera hasta morir”. Así se va expresando esta negra maciza, de ademanes cadenciosos y de risa encendida que llegó a la ciudad en el año 2013 como desplazada y que terminó ocupando una de las casas selladas de Santa Rosa.
—De aquí nos han intentado sacar varias veces, pero ya yo no me voy. Ya estamos haciendo una vida. Por ejemplo, a una de mis hijas, Yeimi, le encanta bailar y ya ha estado en concursos y todo. Y yo no niego que muchos de los que llegaron han traído problemas de inseguridad, pero es que los periódicos y la televisión también se la pasan exagerando.
— ¿Y no les preocupa que los saquen o que esta zona sea de riesgo geológico?
—Igual, no tenemos más a dónde ir.
Pase al frente, señorita
— ¡Yeimira Catalina Quiñones Mosquera, pase al frente!
Y Yeimi salió de la fila con su pollera salpicada de colores rojos y azules diciendo, con una sonrisa brillante: “¡listo profe!”. En sus caderas desplegó los ritmos de su tierra: el Bambuco Patiano, el Currulao y la Salsa, pero se defendió también con destreza en Bullerengues, Cumbias y Fandangos. Todo lo que huela a mar pasa por sus torsos morenos con relativa facilidad.
A la misma hora, 10:30am, en la cancha del colegio Altamira, Jeison domina un balón resbaloso con elegancia y dureza. El bochorno se ensaña con los niños que persiguen la pelota, pero Jeison corre impávido, como si ese sol arrogante no fuera más que otro hincha de gradería. Se juega la vida contra 7-A.
De nuevo en Santa Rosa
Yeimi y Jeison llegan a sus respectivas casas cuando el almuerzo aún está en proceso. Cada uno con sus historias que contar, cada uno, con sus sueños y desvelos de fútbol y de bailes.
—Me acuerdo cuando ese vergajo de Jeison se perdió con Yeimi en la quebrada. Duraron casi todo el día y yo casi me muero —dice Edelmira cuando pasa su hija por la sala con un jadeante “buenas tardes”.
—Pensé que vivían de pelea.
—Ah, esos son muy buenos amigos. Usted sabe que los pelaos siempre discuten por bobadas—enfatiza al salir un momento de su casa para indicarme quién es Jeison, el cual se pierde en las escaleras de la calle. Apenas alcanzo a reconocerlo por su silueta.
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Cuando salgo de la casa de Edelmira para no interrumpir su almuerzo voy a la cancha y al salón comunal, que están emplazados en el parque principal de la ciudadela. Allí suelen darse cita los eventos que aglutinan a la comunidad, como las Ollas Comunitarias o los Encuentros Vecinales. También en este espacio, quizá por su centralidad, han trabajado organizaciones, fundaciones y ONG´s de las más variopintas: que el Ministerio de Defensa, que el ICBF, que la USAID, que la ONG Proyectar Sin Fronteras, y así, hasta que se van acabando los dedos de las manos para contar. Y a pesar de todo, ha sido útil, porque “son, como dijo un conocido, toda una infraestructura para la paz…ojalá esto se sintiera en otros barrios”, a decir de Carmen Díaz, la líder comunal con la que me entrevisté en días pasados.
Con ese panorama en mente, y con una nube pálida que se iba asomando muy sosegada, encontré a unos muchachos que estaban interviniendo la fachada del salón comunal desde hace ya varios días. En una de sus paredes, en la corona del muro, se leía una frase hecha a base de baldosa, muy colorida y juguetona que decía: “Acá se juega con amor”. Después de horas de acercarme con paciencia, logré conversar con quien parecía dirigir la obra. Su nombre: Jesús David Suárez, artista plástico y director del Colectivo ArtoArte, una agrupación dedicada a la generación de una cultura de no violencia por medio de las artes. Casi sin preguntarle me va explicando que lo que ellos buscan es indagar acerca de cómo se generan nuevos sujetos sociales y cómo se construye memoria por medio del juego y del buen trato, particularmente en la infancia. “Queremos generar una apropiación social de la memoria, es decir, mostrando que la memoria y el patrimonio local se producen en los actos de la cotidianidad. Para esto es importante recalcar que todos las personas, incluidos esos niños que están en ese cancha —las señala con un dejo de su boca— tienen derecho al arte y que eso es algo que ni la violencia les podrá quitar”.
Yo siento que lo que él dice sintetiza mucho de lo que tantas organizaciones han intentado hacer en Santa Rosa, unas con más éxito que otras y recuerdo lo que un vecino cuyo nombre ya no recuerdo esbozaba sobre un tradicional evento convertido en patrimonio para los habitantes de este sector: El Festival de Cometas por la Paz. “En el Festival de las Cometas todos juegan, sin importar el color, o de si es desplazado, desmovilizado, ocupante, eso no importa, lo único importante ese día es acompañar a los niños en su disfrute”.
Veo al rato que la cancha se llena de bullicio. Unos niños que juegan al balón tropiezan con unas niñas que improvisan una rayuela en el piso. Se gritan, se empujan y se ríen. La tarde va adquiriendo una tonalidad grisácea. “Va a caer un aguacero bien tenaz”, dice Jesús David, al tiempo que me percato de la presencia de Yeimi y Jeison. Pelean, se tiran balones y se provocan, pero también se lanzan miradas de complicidad. Quizá recuerden cuando se perdieron en la quebrada, a orillas del Zuque, el gigante que, según la mitología, tuvo amoríos con la Chiguaza para poblar toda esta zona de agua y de pájaros. Quizá recuerden que entre matorrales vieron volar al Cucarachero, al Tángara pechi rojo, al Carbonero pechi amarillo, y que los señalaron con el dedo, porque ya casi nadie sabe sus nombres. Seguramente recuerdan cuando se atravesaron por los caminos del Chusque, del Raque, del Saltón y del Pegamoscos. Seguramente se mojaron en esas quebradas por las que antes se deslizaba el Capitán de la sabana y el Capitanejo. Todo eso seguramente recuerdan, mientras se hacen muecas de desafío en la cancha de microfútbol y mientras una inmensa nube negra empaña la tarde.
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Del cielo empiezan a caer unas gotas caprichosas que me empujan con todo y frío a una tienda esquinera. Al tiempo voy reflexionando sobre este barrio y cómo en él cobran forma localmente aspectos de interés nacional: la reconciliación, la convivencia entre víctimas y victimarios, la memoria, la estigmatización que hacen los grandes medios e comunicación y una niñez que crece en medio de un futuro incierto. O prometedor, si esos niños que se mojan en la cancha persiguen sus sueños de gambetas y de contoneos, cortando de tajo todo vínculo que los una con la guerra.
La lluvia se toma confianza y cae, ahora sí, con determinación. Desde la tienda observo a Jeison y a Yeimi que juegan sin importarles la facha. Ríen de nuevo, gritan de nuevo, se ensucian y se lavan. Parece no importarles el regaño seguro que les espera. Los tejados crepitan. Yo pido un tinto que, “por favor, esté bien calientico”.
— ¡Uff, qué helaje tan berraco! —digo lanzando al aire la expresión.
El dueño de la tienda ríe con familiaridad y dice:
—Ahora sí, ¡se desgajó el aguacero en Santa Rosa!
*Los nombres fueron modificados por seguridad de las fuentes.
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