Llego a las 6.30 de la mañana a la escuela etno educativa. Algunas niñas están ocupadas limpiando el piso de los salones de clase, que se encuentran llenos de arena que el viento travieso ha hecho penetrar por los huecos de las paredes y de los techos.
Poco a poco van llegando otros niños y niñas después de varias horas de camino por el desierto guajiro, bajo un sol que a primeras horas de la mañana es todavía tímido, pero que más tarde, cuando llega la hora del viaje de regreso a sus rancherías, será muy ardiente.
Llegan sucios, sin haber desayunado y calman su sed con agua no “transparente”, proveniente de un pozo superficial excavado en la tierra. La escuela no les entregará la “minuta” -como así le llaman a la merienda-, porque tampoco hoy, como desde hace varios meses, no han traído el abastecimiento de alimentos.
Están felices de volver a verme, saben que hoy les entregaré material escolar con el que podrán dibujar con sus nuevos colores, que verán fotos y videos y charlaremos de sus amigos virtuales finlandeses. No puedo quitarle la mirada a sus ojos tan dulces y expresivos. Los niños y las mujeres wayúu son de una timidez encantadora, sus silencios tienen miles de significados y yo he aprendido en estos años a descifrar sus mensajes.
Se acerca a mí Alicia, una niña de 8 años que sin decir una palabra, se acurruca abajo de mi brazo como un gatito miedoso. La abrazo y al hacerlo, su expresión se transforma en una mueca de dolor. Le pregunto qué tiene, si necesita algo, pero ella se escapa.
La maestra Marisol de la escuela etno educativa me explica que desde hace más o menos un mes Alicia no se siente bien, que su respiración es jadeante y que se queja siempre silenciosamente. El doctor de la IPS a la que la niña está afiliada (Institución prestadora de servicios de salud), después de haberla revisado, le formuló una medicina para la fiebre y un analgésico. No le dio ningún tipo de examen adicional para diagnosticar con exactitud su estado de salud.
Decido ir al fondo del asunto: intento recoger plata a través de la Fundación, me aseguro de que los papás de la niña me den el permiso para hacerla revisar de un especialista y organizo el desplazamiento hasta Riohacha, capital de la Guajira.
A las 6 de la mañana Alicia, la mamá, Marisol y yo salimos a Riohacha. El transporte en carro me cuesta 30.000 pesos colombianos.
Decidimos ir directamente a la clínica Y. Es inútil perder tiempo en la IPS porque ya se que ellos no van más allá de un analgésico y un antipirético. En la clínica Y solicito una cita pediátrica particular para la niña. Pago 42.000 pesos colombianos.
Alicia es examinada por un médico general que después de auscultar los bronquios, sin mirar el peso, ni la edad, ni la estatura y sin siquiera pedirle que se quite su camiseta completamente, dice que la clínica no puede hacer nada por Alicia y que es mejor ir a la IPS, a la que ella se encuentra afiliada, para que le manden realizar los exámenes.
Insisto y le digo que los gastos corren por cuenta de la Fundación y que solo necesito que le mande hacer los exámenes. El doctorcito de turno me repite lo mismo, empieza a darme mil excusas y habla cosas sin sentido a la mamá de Alicia, quien lo mira sin poder reaccionar o responderle. La madre de Alicia es una wayúu que no habla ni entiende español, sino solamente su lengua materna: el wayuunaiki.
Miro a Alicia, con los ojos asustados y huyo lejos de ese cuarto cínico y hostil. La voz del doctorcito se ha convertido ahora en un ruido molesto que mis oídos no quieren escuchar. Nos salimos de la clínica y un calor agobiante me seca la garganta, ni siquiera tengo fuerzas para gritar. ¿Hacia dónde vamos ahora? ¿Qué hacemos? -me pregunto-. Nos resignamos y decidimos ir a las IPS, pero nuestras piernas se abstienen a cada paso, pues sabemos que vamos a perder tiempo valioso.
Alicia mantiene su mano estrechada a la mía, su debilidad me recarga de nuevas energías y es entonces cuando decido volver atrás. Pero esta vez me dirijo directamente al laboratorio de rayos X. Pregunto si pagando puedo obtener un examen de rayos X a los bronquios de la niña dado que ella tiene graves problemas de respiración. Me responden que se necesita una remisión del médico pediatra. Explico que ya pagué la cita con el pediatra, pero que el médico general de turno no dio la orden de realizar ningún examen, aun cuando le aseguré que iba a pagar todos los gastos.
Advierto su indiferencia y antes de que empiecen a pronunciar palabra, comienzo yo a hablar de la fundación y a explicar la imagen que están dando con esta actitud. De repente, la indiferencia se transforma en interés: una enfermera me acompaña de nuevo a la clínica, esta vez directamente al laboratorio de análisis de sangre.
Explico a la doctora del laboratorio las razones por las que estoy ahí sin ningún tipo de remisión médica. Le hablo del estado de salud de la niña y que ella necesita urgentemente que se le realicen los exámenes específicos para que se los pueda mostrar a un pediatra. La gentil doctora se muestra preocupada por Alicia y da la orden ella misma de realizarle todos los exámenes de laboratorio, así como la orden para hacerle los exámenes de rayos X al pecho de Alicia.
Son las 9:30 de la mañana. La doctora gentil me pregunta si la niña ha desayunado y le respondo que no porque pensaba que iban a hacerle los exámenes de sangre y que de todas maneras la niña no desayuna nunca porque sus papás que son muy pobres le dan solamente un mísero plato de comida al día. En la escuela tampoco come nada porque no les llega el abastecimiento alimentario.
Los ojos de la doctora se fijan en la niña, su mirada es una mezcla de resignación e impotencia.
Pago los análisis de sangre que ascienden a 65.000 pesos, los exámenes de rayos X 55.000 pesos y, con los resultados en la mano, me voy al consultorio del pediatra de turno. ¡Que suerte! El medico esta en el consultorio, me siento afortunada.
Le explico a la secretaria que necesito una cita con el doctor y me la da inicialmente para dentro de tres días, de nuevo me toca explicarle las dificultades a las que se enfrenta un indígena (¡como si no supiera!), para desplazarse a Riohacha por la distancia, el transporte, los costos y que para la niña ese es un tiempo precioso.
Le manifiesto que soy de una fundación y que estoy pagando todos los gastos. La secretaria, que a nuestra llegada, estaba más interesada en leer sus revistas de chismes faranduleros, se despierta de repente y no solo me hace saber su nombre y su apellido sino que incluso me da un descuento para esta cita, por tratarse de una fundación.
Pago el costo de la cita 80.000 pesos frente a los 110.000, que debía haber pagado, nada mal.
Son las 11:30 de la mañana. Estamos en la gran sala de espera de la clínica. Alicia observa a todos los niños presentes y su mirada esta fija en una graciosa niña de pelo negro, limpio y bien peinado con moños amarillos. Porta un vestido limpio, con brillantes rosados y lleva en sus pies unas sandalias doradas.
Alicia está vestida con una faldita rasgada hecha de una tela vieja, una camiseta demasiado pequeña para su estatura, y sus pies portan sandalias viejas de plástico. Su pelo enmarañado y seco es de un color que antes era negro y que ahora tiende al pardo.
La tomo en mis brazos y le susurro en el oído que es bellísima y que adoro sus ojos.
¡Finalmente llega nuestro turno! Le explico al doctor la historia clínica de la niña, las medicinas que le han dado y el deterioro físico de Alicia.
El doctor le pide a la mamá que la desvista completamente y... ¡mis ojos se llenan de lágrimas! Todos los síntomas evidentes de desnutrición: Alicia tiene el peso de una niña de casi 4 años, tiene los huesos protuberantes, palidez, presenta pérdida de cabello, tiene fatiga, problemas gastrointestinales, problemas para respirar, deshidratación, amiotrofia, y… ¡pelagra en la zona íntima!
La pelagra es una enfermedad causada por la ausencia o la no absorción de vitaminas del grupo B, que si no se cura, podría llegar a causar la muerte del paciente.
De repente se me viene a la mente el pequeño Enrique, un niño de un año y medio que lloraba siempre y que decían que tenia un “problema de la piel”. La mamá, una joven de 16 años, le suministraba medicinas analgésicas y antipiréticas (formuladas por la IPS). Enrique murió a su tierna edad a causa de la pelagra, es decir, ¡por la desnutrición!
Concluida la visita, el doctor me receta una cantidad increíble de medicamentos. Complejos proteicos y vitamínicos y me pide que regrese en un mes, ¡y yo que pensaba que iban a dejar a la niña internada en el hospital!
El doctor me explica que el problema de la salud en los indígenas es algo muy complejo de gestionar. La culpa no es sólo del sistema de salud sino también de las mujeres indígenas que no planifican, pues no tienen ningún tipo de educación sexual con el fin de disminuir la cantidad de hijos a mantener. Se muestra muy preocupado y me felicita por la fundación. Yo, aprovechando su impulso del corazón, le explico que tengo otros 4 niños que están igual de graves para que también los atienda. Me cuadra una cita para la semana siguiente, asegurándome que esa vez no tendría que pagar la consulta médica.
Compro todas las medicinas formuladas que costaron 212.000 pesos y regresamos a la ranchería indígena. Alicia se despide, me abraza y me regala una manilla wayúu.
La semana siguiente regreso a la clínica con los otros 4 niños pero... ¡el doctor no está y no responde mis llamadas!
¡Pero esa es otra historia!
los nombres en este artículo son ficticios