En principio se llamó Barthes y fue el único que quedó de las tres últimas camadas de su abuela Semiótica y de su madre Gramática. A sus escasos dos o tres meses hacia parte de una legión de más de veinte gatos que alcancé a tener en mi casa, de los cuales empecé a desprenderme de la manera menos dolorosa posible: regalándolos a amigos y vecinos, a fundaciones felinas, a veterinarias de las que era cliente, o dejándolos en hermosos antejardines donde sabía que con seguridad iban a protegerlos.
Así que cuando le tocó el turno a él, lo puse en una caja con algo de comida y me lo traje hasta el viejo edificio de la Aduana donde trabajo, para que hiciera de ese espacio histórico su nueva casa. Pero nunca supe qué sucedió. Cuando quise liberarlo de su cautiverio no estaba allí. La caja de cartón estaba vacía y tampoco estaba en los alrededores.
Se escapó. Pero cómo si los vidrios del vehículo solo tenían una pequeña rendija para que no se sofocara mientras atendía algo importante y regresaba. Desapareció.
Cuando al caer la noche emprendí el regreso a casa, a las pocas cuadras empecé a escuchar muy tímidamente, debajo de las voces del saxo de Gato Barbieri que sonaba en el programa de jazz vespertino de una emisora, el maullido de un gato. Pero pensé que era un sonido que venía de la calle. Bajé todo el volumen a la radio y ya no tuve duda: el bendito Barthes se había escapado de la caja y se había escondido en algún rincón del viejo Mazda.
Me bajé decidido a deshacerme de él de cualquier modo pero no lo encontré por ningún lado. Me detuve en la llantería de una estación de gasolina y le pedí el favor al hombre que manejaba los gatos hidráulicos que me ayudara a encontrarlo y tampoco pudo.
Fui hasta la casa de mi hijo para que bajara a ayudarme y éste solo se moría de risa de verme en aquel trance y alumbraba con la linterna por todos lados sin dejar de burlarse, pero tampoco dio con el gato.
Entonces me iré —dije— y no me importará lo que le suceda si es que se ha refugiado en el motor. Le subí a la música y no paré hasta no estar frente al portón de mi casa después de 40 minutos de camino. Entré el carro al patio y de pronto ya Barthes iba con Gramática, su madre, escaleras arriba a recibir los mimos que le ameritaba su aventura.
Y desde luego que se ganó su derecho a quedarse pero dejó de llamarse Barthes para tomar en su lugar el nombre de Polizón. Y fue entonces el único gato joven de una camada que ya quedaba reducida a siete: Semiótica, la gata madre de todas, de un raro blanco, como una gata egipcia, que un buen día salió de casa y no regresó más, dolida quién sabe por qué; Gramática hija de Semiótica, negra y blanca, mansa y amorosa; Kristeva y su hija Kristevita, nieta de Gramática, las dos idénticas como dos gatas de agua, manchadas de negro, amarillo y blanco; Adriano, un gato grande y largo, hijo de un tigrillo, el único que no tenía vínculos consanguíneos en la casa; Prieto, otro gato negro hijo de Semiótica, tranquilo y anodino, casi invisible; y finalmente Polizón, blanco y negro, loco por la leche, y de un maullido siempre largo y lastimero que asustaba en las noches porque parecía el llanto de un niño. Incorregible amante de cuanta gata se encontraba, siempre tuvo el cuerpo lleno de heridas y de manchas de rifocina.
Pero cuando sufrí hace casi dos años una grave neumonía complicada, los médicos me ordenaron salir de todos los gatos que tenía; que ya eran seis. Y vino la purga.
En tres guacales se fueron los seis gatos rumbo a un asilo concertado en donde se quedarían bajo la promesa de que siempre los mantendrían juntos. Se pagó, se firmó y se fueron.
Pero cuando ya iban en camino, uno de los guacales cayó del vehículo en el que viajaban, se abrió y dos gatos escaparon. Nadie tuvo que contarnos el cuento, porque al atardecer Kristevita y Polizón hacían rondas cerca de la casa todavía medio sedados. Y ¿cómo decirles que no? De nuevo entraron a casa por encima de la cabeza de los médicos y nunca más se volvió a hablar de que tenían que irse.
Hace unos meses apareció Polizón pintando en sangre la huella de su pata derecha, y le curamos una herida, pero se escapó. Y como era un gato “pata de perro”, porque se enamoraba y se quedaba en la calle, no se dejó curar en varios días y la patica se le llenó de gusanos.
El médico vino y hubo que amputarlo y la recuperación fue larga y penosa. Había que verlo intentando rascarse con la pata que le hacía falta. Pero él lo solucionaba rascándose con la otra pata donde no le rascaba. Y parecía que todo iba bien.
Volvió a perderse el último fin de semana largo y regresó el lunes en la noche más cojo y maltrecho, sanguinolento y triste. No quiso su leche y se quejó largamente. Esta mañana amaneció muerto.
Mi pobre gato, Polizón, era un valiente. Pero le faltaron vidas.