Criticamos la xenofobia, pero ya nos está alcanzando

Criticamos la xenofobia, pero ya nos está alcanzando

Quién iba a pensar que estaríamos al nivel de los países europeos que le hacen el feo a los inmigrantes que escapan de las crisis y guerras de sus países de origen

Por: Nicolás Gigino Sánchez
enero 24, 2019
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Criticamos la xenofobia, pero ya nos está alcanzando

Quién iba a pensar que los colombianos íbamos a estar como los estadounidenses, con ganas de hacer muros en las fronteras para impedir el paso de venezolanos.

Contexto

Hace unos días se presentó el asesinato de una pareja de ancianos en zona rural de un pequeño municipio llamado Ocamonte, perteneciente a la provincia Guanentá, en Santander. Las alarmas se encendieron porque los hechos al parecer fueron perpetrados por tres sujetos de nacionalidad venezolana que con arma blanca acabaron con la vida de estos adultos mayores, razón por la cual los pobladores de algunos municipios de Santander, como San Gil, andan con los pelos de punta, y no es para menos.

Este y otros hechos delictivos los han provocado venezolanos desadaptados que enlodan el nombre de sus coterráneos, mismo caso de algunos colombianos de igual calaña que atentan en otros países y nos hacen ver como si todos en Colombia fuéramos sicarios o narcotraficantes.

Para muchos habitantes de esta región, los venezolanos son como una especie de zombis que desandan por las calles, a los cuales hay que tenerles miedo y en lo posible ni mirarlos para que se vayan rápido; otros ciudadanos los miran por encima del hombro como si fuesen pordioseros; y otros más los ven como los pobrecitos del continente que tienen de presidente a un ‘tipo estúpido’ (curiosamente, disque de nacionalidad colombiana) que habla con pajaritos.

Desde hace meses los sangileños se han quejado, sobre todo en redes sociales, por los malos olores, el mal aspecto y la “sensación de inseguridad” que se vive en el centro de La Perla del Fonce. De hecho, han pedido a las autoridades meter en un camión a los venezolanos y llevárselos lejos del municipio, porque según ellos “se están tirando el pueblo”.

Entre febrero y marzo una oficina de Migración Colombia empezará a funcionar en este municipio para atender inconvenientes que se presenten en la zona.

San Gil es la capital de la provincia Guanentá y capital turística de Santander, uno de los municipios que están dentro del corredor que transitan los caminantes venezolanos quienes inician su recorrido en Cúcuta, pasan por Pamplona, llegan a Bucaramanga, continúan por San Gil, atraviesan algunos municipios de Boyacá, hasta llegar a Bogotá. Una vez llegan a la capital, inician una nueva travesía hacia el sur, para finalmente alojarse en países como Ecuador y Perú, principalmente.

Por tal razón, el parque principal de la capital turística de Santander es un punto de descanso frecuente para venezolanos, que huyen de la crisis económica que atraviesa esa nación.

Campañas para correrlos

Algunas personas han emprendido campañas que se riegan de voz a voz para no comprarles productos, con los que se rebuscan a diario: tinto, jugos, empanadas, cigarrillos, etc. Esto con el ánimo de “aburrirlos para que se vayan del pueblo”, estrategia que puede volverse en contra, porque imagínense lo peligrosa que puede ser una persona llena de hambre y odio. Otros optan por no darles trabajo y autoridades regionales amenazan con castigar a los empresarios que empleen a venezolanos sin documentación que lo permita.

Bueno sería hacer una campaña humanitaria que se llamara Miti y Miti, donde los ciudadanos colombianos que puedan apadrinar a venezolanos necesitados, pagaran la mitad de la comida en un restaurante, y que el dueño del establecimiento asumiera el costo de la otra mitad (¿utopía?).

Salir de sus casas a caminar por un país que no es el suyo, llegar a ciudades donde se les mira con desprecio, esperar por horas en una plaza a que llegue la noche, dormir a la intemperie y sentir la desesperanza de no saber qué hacer al día siguiente, no debe ser fácil, porque la gente no ha entendido que no es por gusto, sino por obligación que miles de venezolanos han salido de ese país.

Algunas historias

Antes los venezolanos venían a Colombia a estudiar en las universidades y a hacer gigantescas compras, eran vistos como ‘patrones’ y los comerciantes colombianos en ciudades de frontera se peleaban por hacerlos sus clientes, los llamaban “los marchantes”, ahora son vistos como simples caminantes.

Como buen charlador, en los últimos meses he podido conocer historias de venezolanos que se han convertido en vendedores ambulantes en nuestro país.

Yolanda es una de ellas, viene del Estado de Aragua, junto a su hermana y dos menores de edad. Según ella, tomaron la decisión de dejar temporalmente a sus maridos y sus casas en Venezuela (propias por cierto) porque el dinero de allá no les alcanzaba para comer; su hermana trabaja en un hotel y está embarazada; con lo que reúnen mandan algo de dinero a Venezuela para ayudar a sus familias. Esta mujer, cercana a los 40 años de edad prepara un chocolate riquísimo (cuyo sabor me recuerda al que hacía una anciana, vendedora ambulante, de otra ciudad). Yola, como le dicen sus amigos, me cuenta someramente su historia mientras me sirve la bebida en un vasito de 500 pesos, [me arrepiento de no pedir un vaso más grande]. Pone su termo en una canasta metálica con rodachines y continúa con sus ventas, se despide con un: “chao amor, gracias por tu compra”.

Eder viene de Maracaibo, prepara salpicón que comercializa en una jarra transparente, -“es hecho de puro picadillo de fruta, nada de agua ni azúcar”- dice orgulloso, mientras me ve hacer un buen gesto cuando tomo el primer sorbo. En su país era mecánico y se quedó viviendo en San Gil con su esposa porque le gustó mucho el clima (quisiera creerle); dos hijas están en Bogotá, trabajando en oficios varios. Los días que hace bastante calor, vende naranjada.

Joseph toca ágilmente una guitarra eléctrica cuya melodía acompaña con pistas de famosas canciones del mundo; una tarde me dijo que este era su hobby en Venezuela cuando llegaba estresado del trabajo, aprendió a tocar el instrumento desde muy pequeño en una academia y se nota que no había tenido que pasar dificultades en su vida; en Caracas era asesor de bienes raíces, y su arte le ha permitido sobrevivir en este país del que se siente “muy agradecido”; tiene la apariencia de un mochilero que disfruta el viaje, mientras todo pasa.

Una mañana conocí a un señor que vendía empanadas, muy económicas por cierto, a 1200 pesos, más un vaso de limonada; era indiscutible su acento venezolano, le pregunté de qué parte de Venezuela venía, y me dijo tímidamente que no era de ese país, sino que vivía en El Socorro, municipio a 20 minutos de San Gil. No quise entrar en detalles, pero lógicamente estaba negando su nacionalidad para poder comercializar sus productos, tal vez haya sido víctima de la campaña: “no comprar a venecos”.

Entonces pensé en esta nefasta sinopsis: un hombre con 50 y tantos años de edad, que tuvo que irse obligado de su pueblo a tierras lejanas, en las que debe negar su nacionalidad para ser aceptado y poder subsistir. Título de la película: Triste y humillante.

La caminata de casi un millón de venezolanos que han ingresado a nuestro territorio, según Migración Colombia, es la desesperanza de todo un pueblo; millares han tenido que separarse de sus familias, dejar sus hogares, abandonar sus viviendas y dar pasos cansinos en busca de mejores oportunidades.

Algunos colombianos con ínfulas de elitismo seguirán mirando con desprecio al necesitado, hasta que se den cuenta que el problema de Venezuela nos afecta a todos, y por eso es mejor ayudar que repudiar. Ojalá pronto acabe la pena que sienten ‘los panas’ de llegar a un nuevo sitio y saber que no son de aquí, ni son de allá. Lo humano debe trascender sobre lo político.

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